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Ya no quiero hacer compras


2021-08-10

Erin Aubry Kaplan | The New York Times

Cuando las vacunas contra la COVID-19 empezaron a abrir el mundo a algunos de los que vivimos en Los Ángeles, una ciudad devastada por la pandemia, volver a los restaurantes, clubes de baile, bares o teatros era una prioridad para muchos. Sin embargo, la mía era volver a los centros comerciales.

Me hacía falta curiosear y comprar a mi antojo, pasear por mis tiendas y locales de productos selectos favoritos sin ningún plan, tocar blusas vaporosas colgadas en ganchos, buscar en una mesa de bolsos en oferta, inhalar el aroma de una nueva crema corporal en el mostrador de maquillaje, sin pensar con mucha seriedad si compraría algo o no. Ese hábito de compras de toda la vida estuvo en pausa durante la pandemia de COVID-19, pero supuse que volvería. Aunque siempre he criticado vagamente su indolencia, nunca he podido deshacerme de esa costumbre. Esa era la normalidad a la que supuse que volvería.

Pero ha ocurrido algo sorprendente: me di cuenta de que ya no quiero comprar. Aunque estoy vacunada y puedo volver a pasear por los pasillos de los centros comerciales (con cubrebocas, en conformidad con los últimos lineamientos, pues los casos de infecciones han vuelto a aumentar), no tengo ninguna motivación para salir a curiosear. Al principio, lo atribuí a una renuencia persistente a estar en lugares cerrados y entre multitudes, un remanente de la paranoia causada por la covid (no tan paranoica, dada la nueva variante delta). Pero eso no es todo.

Más de un año sin salir de compras ha generado una perspectiva totalmente nueva sobre las tiendas y la naturaleza de mi apego a ellas. En pocas palabras, ha desaparecido la emoción de ir a comprar cosas que alguna vez fue tan esencial en mi vida. Es como perder un poco de sobrepeso de forma inesperada, sin siquiera intentarlo o entender por qué ocurrió, algo desconcertante, pero innegablemente liberador. Marie Kondo, la principal promotora del desapego a las cosas, aplaudiría mi evolución. También lo haría J. B. MacKinnon, el activista contra el consumo excesivo y autor de The Day the World Stops Shopping. En un artículo reciente, MacKinnon nos anima a resistir los llamados a favor de una “recuperación impulsada por el consumo” de la recesión pandémica y señala que el exceso de consumo ha “superado a la sobrepoblación como el motor más grande de nuestras crisis ecológicas”.

MacKinnon ve algo de esperanza en la alteración de nuestros hábitos de compras compulsivas y cazas de rebajas. “No es solo que sepamos que nuestro consumo tiene un costo tremendo para el medioambiente”, escribió. “La pandemia también nos hizo reflexionar sobre lo que queremos de la cultura del consumo y sobre las cosas sin las que podemos vivir felizmente”.

En retrospectiva, empiezo a darme cuenta de cómo me ocurrió a mí. Durante la pandemia, cada vez que sentía la tentación de ir a cualquier comercio que no fuera una tienda de abarrotes, me preguntaba: ¿vale la pena el riesgo? La respuesta era siempre negativa. Conforme disminuía el peligro de contagiarse de covid, la pregunta se transformó en esta: ¿vale la pena invertir así mi tiempo? La respuesta seguía siendo no. En algún momento, me convencí de que comprar sin ninguna necesidad real por los artículos que podría adquirir tiene su propio costo, pues me priva de mi bien más preciado: el tiempo. Definitivamente no es un precio que valga la pena pagar.

Otra experiencia que me llevó a esta nueva actitud iluminada, irónicamente, fueron las compras a través de internet. Antes de la pandemia, casi nunca me daba el gusto. Despojada de toda la estimulación táctil y social de la experiencia de consumo en persona, llenar mi “carrito de compras” en línea me parecía deprimente. Sin embargo, el verano pasado, sucumbí. Las compras por internet ofrecían algunos placeres. Pedir cosas a través de una pantalla era como enviarme regalos de Navidad que podía esperar y después abrir. Pero la satisfacción era efímera. El proceso me hizo muy consciente de la cantidad de cosas que estaba dispuesta a comprar solo para entretenerme, para pasar el tiempo. Cada caja vacía de UPS que llevaba al bote de reciclaje estaba cargada de cierto remordimiento y, aunque no lo sabía en ese momento, cada una de ellas me ayudó a tomar la decisión de prescindir del ciclo enervante de la adquisición.

Descubrir que puedo mantener esa determinación ha sido gratificante. Pero todavía me siento inquieta. ¿Qué voy a hacer con todo el tiempo que invertía en las compras? ¿Cómo obtendré ahora ese subidón de dopamina que me causaba encontrar los pantalones de mezclilla perfectos con un 75 por ciento de descuento? Si no me sumerjo con regularidad en los comercios de mi mundo, ¿seguiré siendo parte del mundo? ¿Qué haré si no preparo mi rostro para “que afronte los rostros que enfrentamos”, como dijo T. S. Eliot en “La canción de amor de J. Alfred Prufrock”?

Es cierto que la acción de comprar era casi mecánica, pero el paseo que implicaba era una actividad preciada. Pasear me ponía en contacto casual con personas, actitudes, conversaciones, tendencias y sentimientos en el aire. Todo eso influía en mí, me ofrecía ideas para reflexionar y medirme. El precio de mi nueva vida iluminada y libre de compras es que me siento menos definida. No estoy tan segura de quién soy.

Pero quizá sea apropiado sentir eso en este momento. Estados Unidos está atravesando un gran cambio, peligrosamente inseguro de su identidad y sus deseos. El cambio constante y la agitación social de 2020 han continuado en 2021, pues hay más novedades casi todos los días. Esa es tal vez la razón más importante por la que han perdido su brillo las compras: esa distracción que antes era tan agradable y rejuvenecedora —sin mencionar que era arquetípica del país— ahora resulta totalmente superflua. Me parece algo incorrecto.

Los analistas del mercado afirman que los estadounidenses están volviendo a sentirse cómodos haciendo compras en centros comerciales y otros establecimientos. Sin embargo, muchos de nosotros también sentimos la urgente necesidad de estar al tanto de todo lo que ocurre, de entender los sucesos actuales de un día a otro, incluso de una hora a otra. Con el telón de fondo de la crisis existencial de esta nación, comprar parece cada vez más un intento de ignorar y olvidar. Es decir, se parece cada vez más a lo que siempre ha sido.

Sigo comprando las cosas que realmente necesito para mi supervivencia o comodidad. Pero mis compras ahora son mucho más enfocadas y planeadas; frecuento más los negocios de propietarios negros en mi barrio, por ejemplo. En lugar de entrar y salir de las tiendas durante horas en busca de gangas o hallazgos de suerte, voy a lugares específicos y sé exactamente qué hago ahí y qué quiero comprar. Ese compromiso con la vida económica de mi comunidad es placentero a su manera, e incluso divertido: cuando adquiero lo que necesito con un comerciante que aprecia mi compra, me dan ganas de celebrar, de hacer un baile de la victoria.

Aun así, el malestar persiste. Me queda claro que deseo más el progreso que las cosas materiales y creo que ese cambio será duradero. Pero por sí sola, mi decisión de comprar menos no resuelve nada, al menos no los grandes problemas que necesitan solución.

Es, sin embargo, una prueba de que el cambio positivo es factible, incluso en actividades tan fundamentales de nuestras vidas que ni siquiera pensamos en ellas. Los grandes cambios seguirán ocurriendo: del racismo al antirracismo, de la democracia en piloto automático a la democracia en peligro. En este contexto, dejar de ir al centro comercial parece un pequeño cambio, pero es un comienzo.


 



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