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Una mortal carrera contrarreloj para salir de Afganistán
JORGE SAID | El País En una zona del aeropuerto de Kabul custodiada por las tropas noruegas hay un hombre, de unos 50 años, completamente abatido. Al lado, su mujer y sus dos hijos, de nueve y 10 años. Alrededor se mueve una confusión de miles de personas desesperadas por entrar, que avanzan y retroceden. Para acceder a la puerta metálica de este punto hay que saltar una alambrada y luego salvar una suerte de canal que sirve de foso de dos metros de profundidad y otros dos de ancho, por donde discurren aguas sucias. En medio del arroyo hay un alambre de espino. En cada lado del foso hay cientos de personas esperando. Dentro, también. Cuando este hombre, tras bajar al canal, trató de pasar por encima del alambre, un ladrón le robó la bolsa de viaje. Ahí iban los ahorros de tres años: 7,000 dólares (casi 6,000 euros). Todo su dinero. Más de 70 minutos después del robo, el hombre, sentado en el suelo en un área algo alejada, no sabe qué hacer. Trabajó durante cinco años para Estados Unidos en Kabul como guardia de seguridad y llevaba cinco días acudiendo al aeropuerto para tratar de alcanzar alguna puerta que le permitiera entrar y salir del país. Tanto él como su familia tenían todos los papeles en regla. “Guardaba esos 7,000 dólares para, si todo fallaba, tratar de escapar vía tierra por Irán o Pakistán. Ahora ya no tengo ninguna esperanza. Ojalá a los ladrones los encuentren los talibanes y les corten las manos”, se lamentaba. Todo esto ocurrió el domingo pasado. Pero cada día se repiten escenas parecidas. Entrar al aeropuerto de Kabul sigue siendo la pesadilla recurrente de miles —tal vez decenas de miles— de afganos que tratan de huir de su propio país, que tras la victoria de los talibanes se ha convertido para ellos en un territorio mortal. Y la pugna para conseguirlo es ya una carrera contrarreloj después de que un portavoz talibán asegurara este lunes en una entrevista a Sky News que su intención es tomar el control absoluto del aeropuerto a partir del 1 de septiembre. Si esto se cumple, solo quedan ocho días para escapar. Para hacerlo, primero hay que llegar hasta las zonas controladas —controladas es mucho decir— por las tropas internacionales. En una palabra: superar los controles callejeros de los talibanes. Es difícil. Armados con una especie de látigo hecho de cadenas forradas de plástico, y con metralletas, los islamistas radicales, apostados en retenes en intersecciones que dan acceso a las calles que van al aeropuerto, por lo general no dejan pasar. Hay que esperar a que se descuiden, a que se vayan a comer o que acudan, con sus furgonetas, a vigilar otra zona en la que, por los disparos, parece descontrolada, para aprovechar y pasar corriendo. Entonces, miles de personas se lanzan hacia esa calle que ha quedado libre. Estos puestos de guardia de los talibanes son, de facto, una frontera dentro de la ciudad. Más allá, rige la ley de las tropas internacionales, pero dado el caos, los miles de personas que deambulan o que se pegan por alcanzar un lugar privilegiado cerca de las puertas, la única ley real que impera es la del sálvese quien pueda. Otros conocen atajos que llevan al aeropuerto, caminos que comunican con los alrededores del aeródromo a los que se llega a base de entrar en determinadas casas o atravesar calles escapando por los tejados. Desde allí, a veces, hay que caminar por descampados, por sembrados, unos dos kilómetros, hasta que se alcanza el perímetro delimitado por la valla de hormigón del aeropuerto. Eso no quiere decir que se consiga acceder dentro. Ahí hay que andarse con ojo, porque desde hace días, hay bandas de asaltantes que aprovechan que los que huyen se marchan con todo lo que tienen de valor para robarles. Una familia que prefiere no identificarse esperaba el domingo cerca de la canalización. El abuelo, la abuela, la madre, el padre, dos hijos pequeños y un primo. Todos tenían pasaporte estadounidense en regla. De hecho, todos, menos el primo, vivían en Estados Unidos. Viajaron a Afganistán hace más de un mes para pasar las vacaciones, para ver al resto de la familia. No pudieron imaginar lo que iba a pasar. Nunca pensaron que se iban a ver atrapados así. La mujer, que trabaja en una guardería en Estados Unidos, comentaba indignada que llevaban varios días yendo al aeropuerto, jugándosela ante los retenes de los talibanes, para luego encontrarse completamente desasistidos. “Nadie viene a preguntar por nadie. No sabemos dónde tenemos que ir. Nos mandaron un correo electrónico con un visado especial, pero no sirve porque nadie nos ayuda. ¿Dónde están los soldados americanos?”, preguntaba, con desesperación. A su lado, un señor de unos 40 años, solo, enarbolaba un pasaporte italiano. “¿Dónde están los italianos?” “¿Dónde tenemos que ir los que tenemos pasaporte italiano?” Este hombre aseguraba haber trabajado durante varios años como analista militar para Estados Unidos, y añadía que era la segunda vez que se acercaba al aeropuerto, infructuosamente. Más de 20 muertos El caos y la peligrosidad son inimaginables. El domingo, cerca de esa zona, una niña pequeña murió en una avalancha. Han fallecido ya más de 20 personas en las cercanías de las puertas. Hay policías afganos —interpuestos como primera barrera entre la muchedumbre y las tropas estadounidenses— que, según varios testigos, han disparado al suelo para contener a la gente hiriendo en las piernas a varias personas. Se han improvisado campamentos donde duermen los que no quieren estar yendo y viniendo del aeropuerto a Kabul y arriesgarse a los controles de los talibanes. Hay personas con todos los papeles en regla que no saben dónde dirigirse, pero también quien no cuenta con ellos y se acerca allí a ver si surge la oportunidad o, simplemente, a curiosear. Otros no se atreven a moverse del centro de la ciudad. En el hotel Park Star, en el distrito 4 de Kabul, uno de los barrios más acomodados de la ciudad, un directivo de una empresa extranjera radicada en la capital afgana espera con su familia para poder escapar a Estados Unidos. Es afgano, trabajaba para esa empresa, por un buen sueldo, como analista informático. Tiene tres hijos pequeños. Y lleva más de ocho días, junto a su mujer y sus niños, esperando en el hotel a que la situación se aclare. Al principio había guardias de seguridad en la entrada y en el vestíbulo del hotel. Pero los talibanes les han despojado de sus armas y los guardias han acabado por irse y desertar de su puesto. El analista informático tiene miedo de acercarse al aeropuerto porque teme por sus hijos: piensa que pueden morir aplastados o golpeados. Y por eso se queda esperando, cada vez con más angustia, según pasa el tiempo y aumenta el terror a que los estadounidenses abandonen definitivamente el aeropuerto y les dejen solos. “Hay rumores de que nos sacarán de otra manera, con citas en las calles o en las plazas de Kabul, con coches controlados por oficiales estadounidenses”, dice. Pero son solo rumores. Nadie puede darlo por cierto. Mientras el analista informático se consume esperando sin salir de la habitación del hotel, viendo por el móvil las imágenes de las multitudes tratando de salvar los controles de los talibanes o de llegar a los portones metálicos del aeropuerto, Yussuf, un vendedor callejero de sandías y de melones planta su puesto en una esquina cercana en ese distrito 4. Como otros muchos vendedores humildes, se alegra de la llegada de los talibanes. Comenta que traerán seguridad y menos corrupción. Esos vendedores se muestran satisfechos a pesar de que, debido a que los bancos no funcionan y de que no corre el dinero por la calle, el negocio, según cuentan “va muy mal”. Tampoco hay dinero en los cajeros. Están vacíos todos. El efectivo que falta está en los bolsillos de los miles de personas que se agolpan en las entradas del aeropuerto buscando una grieta para colarse y escapar antes del 31 de agosto. aranza |
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