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Del 11 de septiembre al COVID-19, he visto cómo el terror conduce al odio


2021-09-15

Jaswinder Bolina | The Washington Post

Ya nadie me confunde con un terrorista.

Esos días en el que la Administración de Seguridad en el Transporte de Estados Unidos revisaba mi bolso dos veces en el punto de seguridad y otra vez en la puerta de embarque, y que regularmente me sacaba de la fila —al azar, decían— para ser escaneado y cacheado, y en el que los extraños me miraban con sospecha cada vez que permanecía mucho tiempo en un mismo lugar, parecen haber terminado. Ahora me veo demasiado de la mediana edad, y con mucha frecuencia estoy acompañado de mi cónyuge y mi hijo. Incluso cuando me dejo crecer la barba, ya no atraigo la misma atención.

En esos primeros años tras los ataques del 11-S, la mera presencia de mi piel morena y vello facial negro invitaba al miedo y la agresión. Una vez, en una tienda Lowe’s en Ohio, un niño se aferró a la pierna de su abuelo al verme ingresar a la fila detrás de ellos. El anciano abrazó y se acercó al niño y le dijo: “Te va a atrapar”. El hombre me fulminó con la mirada para que ambos entendiéramos por qué había dicho eso.

Aún así, considerando cada ceño amenazante, cada vez que alguien me siguió en un estacionamiento o me gritó un insulto desde un automóvil en movimiento, salí bien librado. Otros con los que comparto ascendencia sij no tuvieron la misma suerte. El 15 de septiembre de 2001, un racista asesinó a Balbir Singh Sodhi solo por haber tenido un turbante y una barba larga.

Nunca he usado un turbante. No profeso ninguna fe y, aunque lo hiciera, soy tan estadounidense como cualquier racista que pretenda reclamar este país solo para él. Pero yo, como miles de otros transeúntes, ya sean musulmanes o hayan sido confundidos con musulmanes, he enfrentado innumerables actos de odio, tanto sutiles como explícitos en los últimos 20 años.

Mientras recordamos y lamentamos a las víctimas de los ataques del 11 de septiembre, mientras recordamos y lamentamos las vidas perdidas en dos décadas de guerra, quiero recordar también a esas otras víctimas: aquellas aterrorizadas por el miedo y la violencia reaccionaria.

Recuerdo la angustia de esa mañana de septiembre. Era un miedo que abrumaba la mente. No sabíamos qué pasaría a continuación, ni teníamos idea de la magnitud de la situación. En esa incertidumbre hay una ansiedad sofocante, un desamparo demoledor. Lo único que quieres es que se detenga.

Esa sensación es lo que llamamos terror. Es lo que convierte un ataque en un acto terrorista. No tiene nada que ver con religión, raza o el país de origen del perpetrador. El terrorismo puede cometerse en nombre de un credo, pero su característica definitoria es el miedo paralizante que busca generar en sus víctimas.

En este punto, los ataques del 11 de septiembre no son muy diferentes en cuanto a su intención o consecuencia que el ataque de un supremacista a un gurdwara sij en Wisconsin, o el ataque de un supremacista a la Iglesia Metodista Episcopal Africana Emanuel en Carolina del Sur, o los ataques realizados por supremacistas e intolerantes a mezquitas y musulmanes en Estados Unidos y el extranjero. Incluso cuando nace de la discriminación, la violencia terrorista es deliberadamente indiscriminada. El terrorista asigna la culpa de manera demasiado amplia y castiga de una forma excesivamente ciega, ya que busca enseñarnos la lección de que cualquiera de nosotros podría ser el siguiente.

Nos criaron creyendo que la intolerancia es un afloramiento de la ignorancia, que la violencia es obra de unas pocas “manzanas podridas”. Pero aquel abuelo con su nieto aferrado en la pierna no es una “manzana podrida” o simplemente alguien ignorante. Es una persona con miedo. Aterrorizado por el ataque realizado por otras personas, busca un objetivo fácil que pueda utilizar para identificar la próxima amenaza para él y para todo lo que aprecia. Así es como se vuelve una persona racista, así es como termina mirando con furia a su vecino, el cual está parado de manera inofensiva en la ferretería con unos jeans rotos y una vieja gorra de los Cachorros de Chicago.

Ahora, dos décadas después del 11-S, mientras enfrentamos una nueva amenaza en forma de un virus indiscriminado, los temerosos entre nosotros están otra vez esparciendo su ira de forma salvaje. Atormentados por la impotencia, arremeten contra los científicos, los trabajadores de la salud y los servidores públicos. Lo peor de esta situación es que están nuevamente apelando a la raza como su objetivo fácil: están culpando a los estadounidenses de origen asiático y castigándolos a ciegas. En espacios donde ellos podrían encontrar empatía y solidaridad, y unirse en una causa nacional, han decidido atacar a sus vecinos —víctimas al igual que ellos de esta crisis— y los están victimizando aún más, como si eso pudiera detener esta situación.

No pueden detenerla, no mientras estén aislados por su miedo, que es la razón por la que nos atacan, por la que amenazan comunidades y vidas, y nos dicen que nos regresemos a nuestros países, ignorando el hecho de que ya estamos en nuestro país. No es que los racistas no puedan comprender que pertenecemos a este lugar. Es que tienen demasiado miedo como para que eso les importe.

Mientras recordamos y lamentamos una crisis al mismo tiempo que estamos en medio de la aterradora angustia de otra, tengo la esperanza de que también podamos recordar una lección de una crisis anterior, una que se enseña en las clases de historia de Estados Unidos en todas las escuelas de este país. Frente al terror, a lo único que debemos temer es al miedo, y estamos mejor cuando lo enfrentamos juntos.



aranza


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