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La convulsión en los mercados energéticos asusta a la economía global


2021-10-03

Ignacio Fariza, Andrea Rizzi, El País

Las turbulencias del sector energético están proyectando un escalofrío de inquietud sobre una economía global que busca dejar atrás lo más rápido posible la depresión pandémica. El gas natural y el carbón, en máximos históricos; el petróleo, en el entorno de los 80 dólares, lejos todavía de su pico de 2008 pero aún más de su mínimo de abril del año pasado, en pleno estallido de la crisis de la covid; China, la fábrica del mundo, sumida en una ola de apagones que amenazan con causar estragos en su industria; la factura eléctrica, arrastrada por el gas y la subida de precio de los derechos de emisión de CO2, erosionando la capacidad de compra de muchos hogares justo después de un periodo de sufrimiento económico. Un cuadro preocupante, en un mundo ya lastrado por cadenas de suministro en estrés y con malestar social acumulado tras el drama pandémico.

En términos retrospectivos, una convergencia de múltiples factores —un invierno muy frío, escasa producción eólica en verano, demanda disparada por el estirón del consumo pospandemia, tareas de manutención en plantas rusas y noruegas (los dos mayores proveedores europeos)— explica la escalada de precios; en términos prospectivos, destaca un factor esencial como condicionante de la senda futura. El hemisferio norte está a las puertas de la temporada de frío, cuando la demanda se dispara. Y un segundo invierno gélido, tras los temporales de nieve y hielo del año pasado en Europa y EE UU, pondría las cosas aún más feas. “La verdad, no recuerdo precedentes de algo así”, enfatiza por teléfono Francisco Blanch, jefe de materias primas del Bank of America.

A diferencia de otros momentos críticos del pasado, hoy la escalada no afecta a una única fuente de energía primaria sino a todas. Sí, el mundo tuvo que lidiar, hace no tanto, con precios del petróleo en tres dígitos. Pero esta vez la novedad reside en la coincidencia en el tiempo de máximos históricos en los mercados de gas natural y carbón y de un crudo en niveles más que respetables. Detrás de esta escalada, además de los factores mencionados, también incide una inversión menguante en exploración y producción de combustibles fósiles: hasta las petroleras más icónicas llevan tiempo huyendo de los pozos para abrazar los molinos de viento y las placas solares.

“Se ha dejado de invertir en hidrocarburos sin tener en cuenta que siguen suponiendo más del 80% de la energía primaria que se consume en el mundo. Claro que hay que hacer una transición energética, pero hay que gobernarla mejor”, critica Mariano Marzo, profesor emérito de Ciencias de la Tierra de la Universitat de Barcelona. “Si viene mal el invierno, la gente se va a poner muy nerviosa y no pueden descartarse problemas de suministro”. De aquí a finales de año, corrobora Samantha Dart, jefa de análisis de gas natural en Goldman Sachs, todo dependerá de la variable meteorológica: si las temperaturas se desvían a la baja de su media histórica, habrá problemas; si no, los precios empezarán a relajarse antes de que llegue la primavera.

Depósitos menguantes

Las reservas acumuladas, el amortiguador por excelencia cuando la oferta flaquea y los precios se disparan, tampoco ayudan. En Europa, los depósitos de gas están hoy a poco más del 70% de su capacidad, casi 13 puntos menos de lo que suele ser habitual a estas alturas del año, tras el alto consumo el invierno pasado y este verano, cuando las centrales de ciclo combinado han tenido que compensar la falta de viento. Los grandes países asiáticos, escriben los analistas de Bloomberg New Energy Finance en un monográfico lapidario, están “preparados” para el frío; “pero Europa no”.

Para tratar de salvar la situación, España ya ha pedido a Bruselas que centralice las compras de gas para así obtener un mejor precio conjunto. Una solicitud que ya ha recibido el visto bueno de la presidenta del Banco Central Europeo (BCE), Christine Lagarde, pero que dificilmente podrá ofrecer resultados en el muy corto plazo. Mientras, los Gobiernos se movilizan para garantizar suministros y paliar los efectos más regresivos de la convulsión del mercado. El Ejecutivo español lanzó el viernes una consulta pública para reformar un importante tipo de tarifa regulada; el francés, anunció el jueves medidas para frenar la escalada; el italiano, lo mismo unos días antes.

El súbito repunte del gas natural deja efectos colaterales de primer orden. El carbón, una fuente de energía con más pasado que futuro —es menos eficiente y mucho más dañina para el medioambiente—, más que duplica su precio desde enero. El factor desencadenante es China, que todavía hoy depende en gran medida del mineral para saciar su inagotable sed eléctrica y que ha redoblado su apuesta por él ante la implosión del mercado gasista. Cubrirse las espaldas es más caro que nunca, pero Pekín no puede permitirse más cortes en pleno invierno.

Mirando al cielo... y a los termómetros

“Esto empezó siendo una historia puramente europea, luego pasó a afectar también a China y ahora ya es algo global”, desgrana por teléfono Norbert Rücker, jefe de análisis económico de Julius Baer. Él, sin embargo, aún no ve trazas de una sacudida estructural sino más bien de una concatenación de eventos desafortunados que tienen visos de diluirse en los próximos tiempos: tras los parones en verano, dice, Noruega y Rusia volverán a bombear más gas pronto y la generación renovable repuntará en el hemisferio norte en cuanto el viento regrese, dejando atrás la inusualmente baja producción de los últimos meses. De nuevo, el mercado mira al cielo: “Un otoño ventoso y lluvioso podría cambiar abruptamente el panorama”, confía.

Si la situación persiste, en cambio, la repercusiones serán sistémicas. Hablar de energía es mucho más que hablar de una materia prima más. Es, más bien, hablar del motor que mueve la rueda de la economía. “Lo es todo”, sintetiza Marzo. Y lo es en prácticamente todos los ámbitos: ningún resquicio de la economía moderna escapa de su radio de acción. Las fábricas, como atestigua el caso chino, sufren cortes en plena recuperación de la economía, cuando la demanda de productos empieza a volver por sus fueros tras el parón de la covid. El transporte se encarece, en un momento ya de por sí complicado: antes de empezar a sentir la subida de los carburantes, los fletes ya se habían disparado. Hasta el sector primario, a priori más resguardado, se está viendo seriamente comprometido por la escasez de fertilizantes, para cuya elaboración el gas es esencial. Y sí, aquí también llueve sobre mojado: los alimentos ya están en máximos de una década y en lo que va de año acumulan un alza superior al 30%, según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO).

“Si hay cortes de suministro en invierno, un riesgo significativo si las temperaturas son bajas, esta crisis pasará factura al crecimiento económico”, vaticina Henning Gloystein, jefe de Energía y Clima de la consultora estratégica Eurasia, en una nota para clientes. En la misma línea, algunas casas de análisis ya han empezado a meter la tijera a sus previsiones para China por el cierre obligado de fábricas ante la falta de suministro eléctrico. Sin embargo, a la espera de que esos riesgos se materialicen, la variable macro que más ha saltado es la inflación: tras varios años en cero y vecinos, los precios llevan meses apuntando claramente al alza, alimentados en gran medida por la energía. El viernes, Eurostat anunció que el dato de septiembre de la zona euro es el más alto de los últimos 13 años. Y los bancos centrales —con el BCE a la cabeza— empiezan a sentir el aliento en la nuca en un momento delicadísimo: una subida de tipos complicaría la financiación de los Estados con la deuda en máximos tras haber sofocado la recesión con gasto público. Aunque en circunstancias muy distintas, Europa simplemente no puede permitirse un error Trichet bis justo una década después.

“Hace tres semanas hubiera dicho que era un problema puntual, pero ahora creo que podemos estar moviéndonos de un tema puramente energético a uno macro”, subraya Blanch, que cree que en un invierno frío el crudo podría irse por encima de los 100 dólares. “Y eso sí sería asfixiante para los consumidores”.

Una espita para el descontento social

Una energía cara abre una espita por la que fácilmente puede colarse el descontento político y social. La estabilidad misma está en juego: la subida hurga aún más en la herida de la desigualdad, al golpear desproporcionadamente más a los hogares vulnerables. Aunque en las sociedades europeas el nivel de cohesión social es por lo general elevado en comparación con otros países occidentales, la sensación de inequidad y de que la globalización ha ido generando claros ganadores y perdedores se hace cada vez más evidente. Muchos especialistas consideran que es una fuerza motriz con significativas consecuencias políticas. El Brexit es un ejemplo de la relevancia de ese sentimiento. La movilización de los chalecos amarillos, estallada en 2018 en Francia por un incremento de la fiscalidad del diésel, es otro, en este caso con circunstancias de fondo similares a las actuales.

La coyuntura convulsa del mercado de la energía pone en evidencia así una realidad estructural del más amplio cuadro de la transición ecológica: se trata de una conversión industrial con fuertes aspectos regresivos. Isidoro Tapia, experto en la materia y autor de Un planeta diferente, un mundo nuevo (Deusto), señala el impacto en la vida cotidiana de esta revolución y sus elementos desigualitarios, al menos en la fase transicional: de entrada, porque la internalización de los costes de contaminación en los precios de la energía daña de manera más intensa a los hogares más vulnerables —la Comisión Europea plantea incluir el pago de derechos de emisiones de CO2 también en los sectores de calefacción doméstica y transportes, lo que incrementaría el efecto regresivo—; después, porque muchas de las medidas de incentivo verde tienden a beneficiar más a hogares prósperos, por ejemplo, al tener más posibilidades de comprar un coche eléctrico.

Es en este marco que deben leerse las acciones de varios Gobiernos para limitar en lo posible el impacto en la población: topes sobre el precio final de la luz o el gas, cheques para los hogares más pobres, rebajas fiscales o, directamente, drenando parte del multimillonario beneficio cosechado año tras año por las eléctricas. Entretanto, la Comisión, preocupada por el auge de los extremismos, contempla un fondo de compensación social. Pero el camino para perfilar medidas de reequilibrio eficaces es largo y arduo. El escenario actual, pues, parece agudizar la conciencia del problema y lanzar una carrera en la que las autoridades competentes deben actuar antes de que la situación cause un daño profundo a los hogares vulnerables y genere dinámicas de protestas radicales. En 2019 el 7% de la población europea no podía permitirse mantener su hogar caldeado en invierno, según datos Eurostat.

“El contexto que no puede olvidarse y en el que se inscribe esta crisis es el de la fragilización de la clase media desde hace 30 años a causa de la mundialización. Hoy, cualquier desarrollo que afecta el poder adquisitivo es peligroso. Los gobiernos están sentados en un barril de dinamita”, considera el geógrafo francés Christophe Guilluy, autor de varios ensayos que estudian este fenómeno, entre ellos No society. El fin de la clase media occidental (Taurus) o Le temps de gens ordinaires (Flammarion). “Si los precios altos persisten, existe el riesgo de que se desencadene un nuevo movimiento de protesta. Hoy, los movimientos sociales no se parecen a los del siglo XX, tienen una dimensión cultural y existencial. Es una lucha por la supervivencia. En Francia no solo tuvimos el movimiento de los chalecos amarillos, vinculado a una subida del diésel, antes también hubo el de los gorros rojos, en 2013, a raíz de un impuesto sobre el transporte de camiones”, relata por teléfono. “Esto es material inflamable”.



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