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La Verdad ante Pilato


2021-10-27

Joseph Ratzinger-Benedicto XVI

Pasaje del libro del Papa "Jesús de Nazaret. Desde la entrada en Jerusalén hasta la resurrección

El interrogatorio de Jesús ante el Sane­drín concluyó como Caifás había pre­visto: Jesús había sido declarado culpa­ble de blasfemia, un crimen para el que estaba previsto la pena de muerte. Pero como la facultad de sancionar con la pena capital estaba reservada a los ro­manos, se debía transferir el proceso ante Pilato, con lo cual pasaba a primer plano el aspecto político de la senten­cia de culpabilidad. Jesús se había de­clarado a sí mismo Mesías, había, pues, reclamado para sí la dignidad regia, aunque entendida de una manera del todo singular. La reivindicación de la realeza mesiánica era un delito político que debía ser castigado por la justicia romana.

En la descripción del desarrollo del proceso los cuatro evangelistas concuer­dan en todos los puntos esenciales. Juan es el único que relata el coloquio entre Jesús y Pilato, en el que la cues­tión de la realeza de Jesús, del motivo de su muerte, se resalta en toda su pro­fundidad (cf. 18,33-38).

Pero preguntémonos antes de nada: ¿Quiénes eran exactamente los acusadores? ¿Quién ha insistido en que Jesús fuera condenado a muerte? En las res­puestas que dan los Evangelios hay diferencias sobre las que hemos de refle­xionar. Según Juan, son simplemente «los judíos». Pero esta expresión de Juan no indica en modo alguno el pue­blo de Israel como tal -como quizás podría pensar el lector moderno-, y mucho menos aún comporta un tono «racista». A fin de cuentas, Juan mis­mo pertenecía al pueblo israelita, como Jesús y todos los suyos. La comunidad cristiana primitiva estaba formada ente­ramente por judíos. Esta expresión tie­ne en Juan un significado bien preciso y rigurosamente delimitado: con ella designa la aristocracia del templo. En el cuarto Evangelio, pues, el círculo de los acusadores que buscan la muerte de Jesús está descrito con precisión y claramente delimitado: designa justamente la aristocracia del templo e, incluso en ella, puede haber excepciones, como da a entender la alusión a Nicodemo (cf. 7,50ss).

Pasemos de los acusadores al juez, el gobernador romano Poncio Pilato. La imagen de Pilato en los Evangelios nos muestra muy realísticamente al prefecto romano como un hombre que sabía in­tervenir de manera brutal, si eso le pa­recía oportuno para el orden público. Pero era consciente de que Roma debía su dominio en el mundo también, y no en último lugar, a su tolerancia ante las divinidades extranjeras y a la fuerza pa­cificadora del derecho romano.

Así se nos presenta a Pilato en el proceso a Jesús.

La acusación de que Jesús se habría declarado rey de los judíos era muy grave. Es cierto que Roma podía reco­nocer efectivamente reyes regionales, como Herodes, pero debían ser legiti­mados por Roma y obtener de Roma la circunscripción y delimitación de sus derechos de soberanía. Un rey sin esa legitimación era un rebelde que amena­zaba la Pax romana y, por consiguiente, se convertía en reo de muerte. Pero Pi­lato sabía que Jesús no había dado lu­gar a un movimiento revolucionario. Después de todo lo que él había oído, Jesús debe haberle parecido un visiona­rio religioso, que tal vez transgredía el ordenamiento judío sobre el derecho y la fe, pero eso no le interesaba. Era un asunto del que debían juzgar los judíos mismos. Desde el aspecto del ordena­miento romano sobre la jurisdicción y el poder, que entraban dentro de su competencia, no había nada serio con­tra Jesús.

La acusación provenía de los mismos connacionales de Jesús, de las autorida­des del templo. Para Pilato tuvo que ser una sorpresa que los compatriotas de Jesús se presentaran ante él como defensores de Roma, desde el momento que, por lo que conocía personalmente, no tenía la impresión de que fuera ne­cesaria una intervención.

Pero he aquí que, de improviso, surge algo en el interro­gatorio que le in­quieta: la declara­ción de Jesús. A la pregunta de Pilato: «Conque ¿tú eres rey?», Él responde: «Tú lo dices, soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mun­do, para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la ver­dad, escucha mi voz» (Jn 18,37). Ya antes Jesús había dicho: «Mi reino no es de este mun­do. Si mi reino fue­ra de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí» (18,36).

Esta «confesión» de Jesús pone a Pi­lato ante una situación extraña: el acu­sado reivindica realeza y reino (basi­leia). Pero hace hincapié en la total di­versidad de esta realeza, y esto con una observación concreta que para el juez romano debería ser decisiva: nadie combate por este reinado. Si el poder, y precisamente el poder militar, es ca­racterístico de la realeza y del reinado, nada de esto se encuentra en Jesús. Por eso tampoco hay una amenaza para el ordenamiento romano. Este reino no es violento. No dispone de una legión.

Con estas palabras Jesús ha creado un concepto absolutamente nuevo de realeza y de reino, y lo expone ante Pi­lato, representante del poder clásico en la tierra.

Junto con la clara delimitación de la idea de reino (nadie lucha, impotencia terrenal), Jesús ha introducido un con­cepto positivo para hacer comprensible la esencia y el carácter particular del poder de este reinado: la verdad.

Pero la verdad, ¿es acaso una catego­ría política? O bien, ¿acaso el «reino» de Jesús nada tiene que ver con la polí­tica? Entonces, ¿a qué orden pertenece? Si Jesús basa su concepto de reinado y de reino en la verdad como categoría fundamental, resulta muy comprensible que el pragmático Pilato preguntara: «¿Qué es la verdad?» (18,38).

Es la cuestión que se plantea tam­bién en la doctrina moderna del Esta­do: ¿Puede asumir la política la verdad como categoría para su estructura? ¿O debe dejar la verdad, como dimensión inaccesible, a la subjetividad y tratar más bien de lograr establecer la paz y la justicia con los instrumentos disponi­bles en el ámbito del poder? Y la polí­tica, en vista de la imposibilidad de po­der contar con un consenso sobre la verdad y apoyándose en esto, ¿no se convierte acaso en instrumento de cier­tas tradiciones que, en realidad, son só­lo formas de conservación del poder?

Pero, por otro lado, ¿qué ocurre si la verdad no cuenta nada? ¿Qué justicia será entonces posible? ¿No debe haber quizás criterios comunes que garanticen verdaderamente la justicia para todos, criterios fuera del alcance de las opiniones cambiantes y de las concentraciones de poder? ¿No es cierto que las gran­des dictaduras han vivido a causa de la mentira ideológica y que sólo la verdad ha podido llevar a la liberación?

¿Qué es la verdad? La pregunta del pragmático, hecha superficialmente con cierto escepticismo, es una cuestión muy seria, en la cual se juega efectiva­mente el destino de la humanidad. En­tonces, ¿qué es la verdad? ¿La pode­mos reconocer? ¿Puede entrar a formar parte como criterio en nuestro pensar y querer, tanto en la vida del individuo como en la de la comunidad?

Dios es «ipsa summa et prima veritas, la primera y suma verdad» (S. Theol. I, q. 16, a. 5 c). Con esta fórmula estamos cerca de lo que Jesús quiere decir cuan­do habla de la verdad, para cuyo testi­monio ha venido al mundo. Verdad y opinión errónea, verdad y mentira, es­tán continuamente mezcladas en el mundo de manera casi inseparable. La verdad, en toda su grandeza y pureza, no aparece. El mundo es «verdadero» en la medida en que refleja a Dios, el sentido de la creación, la Razón eterna de la cual ha surgido. Y se hace tanto más verdadero cuanto más se acerca a Dios. El hombre se hace verdadero, se convierte en sí mismo, si llega a ser conforme a Dios. Entonces alcanza su verdadera naturaleza. Dios es la reali­dad que da el ser y el sentido.

«Dar testimonio de la verdad» signi­fica dar valor a Dios y su voluntad frente a los intereses del mundo y sus poderes. Dios es la medida del ser. En este sentido, la verdad es el verdadero «Rey» que da a todas las cosas su luz y su grandeza. Podemos decir también que dar testimonio de la verdad signifi­ca hacer legible la creación y accesible su verdad a partir de Dios, de la Razón creadora, para que dicha verdad pueda ser la medida y el criterio de orienta­ción en el mundo del hombre; y que se haga presente también a los grandes y poderosos el poder de la verdad, el de­recho común, el derecho de la verdad.

Digámoslo tranquilamente: la irre­dención del mundo consiste precisa­mente en la ilegibilidad de la creación, en la irreconocibilidad de la verdad; una situación que lleva necesariamente al dominio del pragmatismo y, de este modo, hace que el poder de los fuertes se convierta en el dios de este mundo.

¿Qué es la verdad? Pilato no ha sido el único que ha dejado al margen esta cuestión como insoluble y, para sus propósitos, impracticable. También hoy se la considera molesta, tanto en la contienda política como en la discusión sobre la formación del derecho. Pero sin la verdad el hombre pierde en defi­nitiva el sentido de su vida para dejar el campo libre a los más fuertes. «Re­dención», en el pleno sentido de la pa­labra, sólo puede consistir en que la verdad sea reconocible. Y llega a ser re­conocible si Dios es reconocible. Él se da a conocer en Jesucristo. En Cristo, ha entrado en el mundo y, con ello, ha plantado el criterio de la verdad en me­dio de la historia. La realeza anunciada por Jesús en las parábolas y, finalmen­te, de manera completamente abierta ante el juez terreno, es precisamente el reinado de la verdad. Lo que importa es el establecimiento de este reinado como verdadera liberación del hombre.

Pilato era ciertamente un escéptico. Pero como hombre de la Antigüedad tampoco excluía que los dioses, o en todo caso seres parecidos, pudieran aparecer bajo el aspecto de seres huma­nos. Juan dice que los «judíos» acusa­ron a Jesús de haberse declarado Hijo de Dios, y añade: «Cuando Pilato oyó estas palabras, se asustó aún más» (19,8). Pienso que se debe tener en cuenta este miedo de Pilato: ¿acaso ha­bía realmente algo de divino en este hombre? Al condenarlo, ¿no atentaba tal vez contra un poder divino? ¿Debía esperarse quizás la ira de estos pode­res? Pienso que su actitud en este pro­ceso no se explica únicamente en fun­ción de un cierto compromiso por la justicia, sino precisamente también por estas cuestiones.

Obviamente, los acusadores se perca­tan muy bien de ello y, a un temor, oponen ahora otro temor. Contra el miedo supersticioso por una posible presencia divina, ponen ante sus ojos la amenaza muy concreta de perder el fa­vor del emperador, de perder su puesto y caer así en una situación delicada. La advertencia: «Si sueltas a ése, no eres amigo del César» (Jn 19,12), es una in­timidación. Al final, la preocupación por su carrera es más fuerte que el mie­do por los poderes divinos.



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