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Haití, la capital mundial del secuestro


2021-10-27

Por Paul Angelo, The New York Times

Puerto Príncipe, Haití, se ha convertido en la capital mundial del secuestro.

Hace más de una semana, 17 personas de un grupo misionero con sede en Estados Unidos fueron secuestradas, el ataque flagrante más reciente de este tipo. En abril, un grupo de secuestradores interrumpió un servicio evangélico que se transmitía en vivo por Facebook para capturar al pastor y a tres feligreses. Pocos días después, en otro evento, cinco sacerdotes católicos, dos monjas y otras tres personas fueron capturadas mientras se dirigían a un servicio religioso en un suburbio al norte de Puerto Príncipe. Fueron liberados después de tres agonizantes semanas.

Estos eventos muestran el poder y el aplomo en aumento de las bandas armadas de Haití.

Mientras tanto, los problemas internos de Haití siguen creciendo. La nación todavía está sufriendo una crisis política no resuelta tras el asesinato del presidente Jovenel Moïse en julio y las consecuencias humanitarias de un terremoto en agosto. Pero hasta que el gobierno haitiano logre controlar el crimen y llevar a las pandillas ante la justicia, el restablecimiento del orden constitucional y la recuperación humanitaria y económica del país seguirán siendo difíciles de alcanzar.

Es una tarea muy complicada para un Estado que apenas funciona. Y a pesar de una historia de intervenciones fallidas en Haití, los actores externos influyentes tienen un papel en todo esto. Proteger y brindar ayuda humanitaria, apoyar a las fuerzas del orden público de Haití, con inteligencia y planificación de operaciones, e invertir en comunidades marginadas para prevenir el reclutamiento de las pandillas, son áreas en las que los actores internacionales pueden hacer una diferencia.

Las pandillas tienen una larga e infame historia en la conformación política de Haití.

El expresidente François Duvalier, conocido como Papa Doc, se protegió de los golpes militares y la disidencia popular a través de la organización de grupos paramilitares que supervisaron un reinado de terror en la década de 1960, una época sangrienta que dio como resultado unas 60,000 ejecuciones extrajudiciales. Del mismo modo, Jean-Bertrand Aristide, el primer líder elegido de manera democrática en Haití, se apoyó en bandas conformadas por habitantes de barrios marginales urbanos para defender su presidencia de un posible derrocamiento, que de todos modos ocurrió tanto en 1991 como en 2004.

Las Naciones Unidas comenzaron su misión de estabilización en Haití, la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití (MINUSTAH, por su sigla en francés), durante las elecciones posteriores a Aristide en 2004. Los abusos cometidos por los pacificadores de la ONU contra la población haitiana, así como las consecuencias imprevistas de la MINUSTAH, están bien documentados: las tropas extranjeras cometieron reiterados actos de violencia sexual contra los residentes e incluso jugaron un papel crucial en el brote inicial de una epidemia de cólera que le costó la vida a al menos 10,000 haitianos.

Durante este tiempo, los grupos criminales —incluyendo los pandilleros alineados con Aristide, conocidos como los chimères, y las estructuras heredadas de las fuerzas armadas haitianas que fueron desmanteladas— capitalizaron estos escándalos para apuntalar su propia legitimidad, y alentaron a los haitianos a que vieran a las tropas de las Naciones Unidas como asesinos con motivaciones políticas. Algunos líderes de pandillas empezaron a considerarse algo así como Robin Hoods modernos, al distribuir dinero, alimentos y mercancía robada entre sus simpatizantes. Sin embargo, la gran mayoría reafirmó su control sobre el territorio a través de la violencia, las detenciones ilegales y la extorsión.

Para 2006, la tasa de homicidios en Haití de 34 por cada 100,000 habitantes era más alta que el promedio regional a un grado alarmante.

Pese a todas las deficiencias significativas de la MINUSTAH, la presencia de más de 12,000 cascos azules de la ONU en el país marcó la diferencia en materia de seguridad. Durante los 13 años de operación de la misión, Haití realizó transferencias pacíficas de poder en cuatro presidencias consecutivas, la profesionalización de la Policía Nacional de Haití (PNH, por su sigla en francés), y la reducción de un 95 por ciento en los secuestros en el transcurso de 10 años. Las operaciones policiales conjuntas de la MINUSTAH y la PNH derivaron en el arresto o el exilio de poderosos y carismáticos líderes de pandillas como Alain Cadet y Evens Jeune. Además, la MINUSTAH recapturó una parte de los más de 4000 prisioneros que se escaparon de la cárcel tras el terremoto de 2010.

Cuando la MINUSTAH se desmanteló en 2017, la transferencia de responsabilidad de las tropas extranjeras a la PNH coincidió con una renovada inestabilidad política, lo que precipitó una crisis constitucional en 2020.

Ante la creciente resistencia a su presidencia, Moïse y su partido recurrieron a una vieja táctica en Haití: acudieron a las pandillas para silenciar a los oponentes. Una coalición de grupos armados se expandió en poco tiempo a los vecindarios liderados por la oposición a través de la extorsión, el secuestro y la violencia sexual. Moïse es sospechoso de haber facilitado la represión a través de transferencias de dinero, armas, vehículos e incluso uniformes policiales. La corrupción interna en la PNH y la escasez de recursos también condujo a una reducción de los servicios de seguridad en algunos vecindarios, lo que revirtió los logros obtenidos con tanto esfuerzo en cuanto al profesionalismo y la reputación en la década anterior.

Unas 165 facciones de pandillas operan en Puerto Príncipe, el epicentro de la ola criminal de Haití. Este año, las bandas cometieron al menos 628 secuestros, un incremento de más del triple con respecto al total del año pasado. Y aunque el secuestro masivo de los misioneros por parte de la banda 400 Mawozo ha captado la atención del mundo, los secuestros de ciudadanos estadounidenses no son nuevos: solo en 2020, al menos nueve ciudadanos estadounidenses fueron secuestrados en Haití.

Hoy, la colusión entre los grupos armados y las élites políticas, aunada a las carencias de la PNH, han permitido que las pandillas de Haití suplanten al Estado. Al brindar protección, servicios y alimentos en un país donde casi la mitad de la población padece de inseguridad alimentaria, las pandillas están conquistando la lealtad de la gente. Al blandir armas y controlar el territorio, se están volviendo indispensables para el orden social, lo que aumenta su influencia sobre los futuros resultados políticos.

Las elecciones para remplazar al presidente Moïse se han pospuesto de manera indefinida. Haití permanecerá en el limbo hasta que el gobierno interino, encabezado por Ariel Henry, pueda garantizarles a los haitianos unas elecciones justas, en las que puedan expresar su voto sin intimidaciones.

No existen soluciones fáciles para abordar estos problemas. Pero las organizaciones internacionales y los gobiernos de la región tienen un papel que desempeñar en la lucha para quitarles el control a las pandillas. Una presencia limitada de la policía de la ONU podría ayudar al Programa Mundial de Alimentos y a otras organizaciones de asistencia a atender áreas del país donde los criminales están impidiendo las entregas de ayuda humanitaria.

La ONU también debería mejorar su labor de asesoramiento con la PNH y ampliar su competencia para apoyar al sistema judicial. De 2007 a 2019, una misión antimpunidad de la ONU en Guatemala ayudó a ese país a encerrar criminales, desmantelar redes ilícitas y casi reducir a la mitad su tasa de homicidios. Con la misión guatemalteca como modelo, un esfuerzo similar podría ayudar a los tribunales haitianos a abordar la paralizante acumulación de casos pendientes, y al mismo tiempo asesorar y proteger a los jueces y fiscales que van tras los funcionarios públicos culpables de conspirar con pandillas.

Por desgracia, lo que la ONU pueda lograr dependerá de lo que permita China, miembro permanente del Consejo de Seguridad. Dado que China ha tendido a limitar la participación de la ONU en Haití, los organismos regionales como la Organización de los Estados Americanos (OEA) también deberían intentar asumir parte de la carga.

La OEA podría, con el tiempo, ayudar a observar las elecciones en Haití, pero su prioridad inmediata debería ser trabajar en conjunto con las agencias de la ONU y la sociedad civil para gestionar el éxodo de haitianos que huyen de la violencia del país hacia América del Sur y Estados Unidos. El reasentamiento ordenado de refugiados, negociado entre los Estados miembro, podría reducir el riesgo de que los haitianos caigan en las garras de traficantes de personas y otros grupos criminales que operan en las Américas.

El gobierno de Estados Unidos, por su parte, debe desempeñar un papel de apoyo al asegurar estas actividades multilaterales y al mismo tiempo aumentar la asistencia alimentaria y contra la COVID-19. El Departamento de Estado y la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional pueden usar su modesto pero apreciable éxito en la prevención del crimen y la violencia en Centroamérica como una guía para ayudar a proteger a las comunidades más vulnerables de Haití, incluyendo la capacitación de unidades especializadas de la PNH para desmantelar a las bandas criminales más peligrosas.

La historia reciente de Haití demuestra que el dominio de las pandillas no es inevitable. Pero ponerlas contra las cuerdas requerirá que las autoridades haitianas dejen de lado las mezquinas luchas por el poder y le den prioridad a su obligación principal: la seguridad y el bienestar de los ciudadanos haitianos.



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