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Una solución a nuestra soledad: la covivienda


2021-10-31

Judith Shulevitz, The New York Times

Es crítica cultural que ha escrito extensamente sobre la familia, el feminismo y temas relacionados.

Eastern Village, un complejo de apartamentos de 55 unidades situado en una zona comercial de Silver Spring, Maryland, es un lugar bastante encantador, teniendo en cuenta que en su día albergó las monótonas oficinas de una asociación de trabajadores sociales y luego estuvo abandonado durante casi una década, con el agua goteando por los techos. Cuando lo visité este verano, la hiedra caía en cascada sobre la fachada con tal exuberancia que no vi la entrada cuando pasé caminando. El patio con jardines, arrancado de un estacionamiento, destilaba un encanto europeo. Al levantar la vista, vi pasillos abiertos bordeados de balcones, flores y hierbas. Entonces vi a un hombre casi calvo sentado en una pequeña mesa redonda que me saludaba. Debía ser el rabino Jason Kimelman-Block, amigo de un amigo al que había pedido que me enseñara el lugar.

Estaba allí para conocer la vida en una comunidad de covivienda. Desde que tuve a mi primer hijo y me vi inmersa en la vorágine de la logística parental, me preguntaba cómo hacer de la crianza de los hijos una actividad más sociable. No había previsto que la maternidad convertiría nuestra casa en los suburbios, una casa colonial holandesa con un patio cercado, en un lugar de confinamiento solitario, un lugar muy bucólico, he de admitir con toda franqueza (no tener derecho a quejarme nunca me ha impedido hacerlo). Pero cuando el bebé y yo paseábamos por las aceras estrechas o los bordes llenos de maleza de la carretera, casi no veíamos gente, solo autos. “Era como si la humanidad hubiera dado paso a otra especie”, le dije a mi marido, robándole la frase al novelista W. G. Sebald.

Por aquel entonces, empecé a leer con escepticismo sobre experimentos estadounidenses de vida comunitaria: utopías del siglo XIX, comunidades religiosas, comunas hippies. Parecían tan lejanas como la Luna. Aun así, esperaba que pudieran levantar el velo del presente y retratar la maternidad de otra manera.

Varios años después, ha quedado claro que no soy la única que anhela la vida compartida. Hace unos cuatro años, comenzaron a aparecer historias sobre la covivienda, a menudo un esfuerzo impulsado por los inversionistas para crear viviendas similares a los dormitorios universitarios, sobre todo para veinteañeros transitorios y adinerados (como un WeWork para cuando no están trabajando). Ahora también se ofrecen apartamentos para familias, junto con servicios de limpieza, cuidado de niños, eventos comunitarios y yoga, todo por un precio bastante elevado.

La manifestación más reciente del impulso comunal es la nostalgia posvacunación de la burbuja pandémica. Ahora la gente les cuenta a los reporteros que extraña la camaradería de esas redes sociales reducidas, así como la frecuente compañía física del mismo grupo de amigos, el “poder transformador de la proximidad”, como lo llama la psicóloga Susan Pinker.

Me enteré tarde de la existencia de la covivienda, una especie de comunidad intencional que en Estados Unidos existe desde hace al menos 30 años (surgió en Dinamarca en la década de 1970). Si me pidieran que resumiera la covivienda en una frase, podría decir que se trata de “vivir juntos, pero no revueltos”. Los convivientes han construido una comunidad basada en la creencia en la comunidad. Pero viven separados, en el sentido de que son dueños de sus casas, al estilo de los condominios.

La covivienda suena bastante similar a la cohabitación, lo cual puede resultar confuso, pero tiene un ambiente muy diferente. Los convivientes no son transitorios. Tienen una idea mucho más firme de la afiliación social y no están dispuestos a alquilar una habitación en un complejo cualquiera. Para hacer una distinción aún más precisa: las comunidades de covivienda no son comunas. Los residentes no renuncian a su privacidad financiera, como tampoco renuncian a su privacidad doméstica. Tienen sus propias cuentas bancarias y se desplazan a sus trabajos habituales. Si has tenido la suerte de crecer en un callejón amigable, entiendes de qué estoy hablando, con la salvedad de que no tienes que preocuparte de que a tu hijo lo atropelle un auto mientras juega en la calle. Uno de los principios básicos de la covivienda es que los vehículos deben estacionarse en la periferia de la comunidad.

Esto me pareció una idea prometedora. La cohabitación responde a la precariedad; la covivienda busca la estabilidad. Las burbujas sociales son un subproducto del colapso de la sociedad; la covivienda la construye.

De las 165 comunidades de covivienda que hay en el país, Eastern Village me interesó porque es urbana y vertical, mientras que la mayoría son suburbanas o al menos intentan serlo. Me preguntaba si la covivienda podría sobrevivir a la claustrofobia de la vida en la ciudad y a la consiguiente necesidad de tener espacio personal. Todavía me arde la cara de vergüenza cuando recuerdo un comentario en un ascensor: fue unos años después de que naciera mi hijo, y me había mudado de nuevo a Manhattan, con la esperanza de encontrar lo que echaba de menos en los suburbios. “Usted no es de por aquí, ¿verdad?”, me dijo un hombre, después de que yo intentara iniciar una conversación. Ah, claro, pensé. La gente apiñada en una caja no quiere hablar con una señora alegre a la que luego tendría que evitar. Nunca llegué a conocer a las otras familias del edificio.

Existen otras comunidades urbanas de covivienda más conocidas en todo el país, pero Eastern Village tiene la virtud de no ser ejemplar. Por un lado, se construyó de arriba hacia abajo y no de abajo hacia arriba. El modelo de covivienda tiende a ser de base: primero el grupo se reúne para explorar sus deseos y necesidades, luego encuentra un arquitecto que diseñe una comunidad a su medida y, por último, la construye. Desde el momento en que se forma un grupo de personas que desean vivir en comunidad hasta que se instala, pueden pasar de dos a cinco años. La idea de Eastern Village, en cambio, surgió de un desarrollador. Se encargó de la ardua tarea de reacondicionar el edificio, y luego le pidió a alguien más versado en el tema de las viviendas compartidas que saliera a reunir un grupo de personas y les enseñara a vivir juntas.

El proceso se extendió dos años y medio, de todos modos, pero me pareció un modelo más replicable. Si la covivienda no tenía que ser artesanal, pensé, tal vez podía extenderse. Y este parece ser el momento de pensar en cómo hacerlo.

Puede que los estadounidenses estén a punto de experimentar tres oportunidades extraordinarias para reconsiderar la manera en que habitan los espacios. La primera son los dos grandes proyectos de ley de gasto que se están debatiendo en el Congreso de Estados Unidos. De aprobarse, podrían aportar miles de millones de dólares para aliviar el problema de los indigentes y aumentar las viviendas asequibles. La segunda oportunidad procede del cambio al trabajo desde casa: existe una cantidad nunca antes vista de edificios de oficinas vacíos y listos para reutilizarse y algunos no se volverán a ocupar.

La tercera fuerza que podría ejercer presión para cambiar nuestra manera de vivir es una mayor conciencia del aislamiento. En una encuesta realizada en 2020 por la Facultad de Estudios de Posgrado en Educación de la Universidad de Harvard, un tercio de los estadounidenses se describió a sí mismo como en extremo solitario, en comparación con una quinta parte antes de la pandemia de COVID-19. La soledad ahora se considera una crisis de salud pública, ya que ocupa un lugar tan importante entre los factores de riesgo de mortalidad como el tabaquismo, el consumo de alcohol y la obesidad.

Contrario a lo que podría pensarse, las personas más solitarias en Estados Unidos no son los ancianos. Son los adultos jóvenes (casi dos tercios de ellos, según la encuesta de Harvard) y las madres de niños pequeños (casi la mitad). Esto tiene sentido: los jóvenes tienden a llevar una vida migratoria, lo que conlleva lazos sociales débiles. Las madres tienen a sus hijos, aunque casi una cuarta parte de ellas los cría sin pareja; Estados Unidos tiene la tasa más alta del mundo de niños que viven con un solo progenitor. Con o sin pareja, una madre puede seguir teniendo dificultades para encontrar una vida social satisfactoria, ya que el trabajo remunerado y la labor materna no remunerada ocupan gran parte de su tiempo.

El confinamiento que provocó la pandemia dejó al descubierto la soledad de las mujeres, en particular, en función no solo del tiempo, sino también del espacio. Temerosas de salir al ámbito público, todas las cuidadoras (tanto las que acaban de empezar a dedicarse a esa actividad de tiempo completo como las que ya habían puesto los cuidados al centro de sus vidas) tomaron dolorosa conciencia de que el ámbito privado puede ser un lugar muy solitario y demandante.

Dadas las circunstancias, la covivienda tiene el potencial, aunque solo sea eso, de aportar ideas sobre cómo construir para la comunidad. Después de todo, en Eastern Village nunca podrías desairar a la gente en el ascensor.

Si hay un adagio que inspira la covivienda, es el de tratar a tu vecino como a tu familia. Tu familia extendida, es decir, asumiendo que es una familia feliz. ¿Y qué hacen las familias felices? Para empezar, comparten cosas. Mientras el rabino Kimelman-Block me guiaba a través de lo que parecía un laberinto, abrió varios “armarios compartidos” repletos de cosas. Uno de ellos estaba lleno de artículos caros que ocupaban mucho espacio, como cunas de viaje y esquís. Otro era para las cosas que se regalaban.

¿Qué más hacen las familias? Pues las tareas domésticas, de preferencia, con alegría y en colaboración. Y, de hecho, se espera que quienes comparten una vivienda se ofrezcan a participar en los días de mantenimiento y limpieza. Las familias también se cuidan entre sí. En las viviendas compartidas, eso significa, entre otras cosas, ayudar a cuidar de todos los niños. Muchas comunidades pagan una guardería formal. Lo más importante es que los convivientes comen juntos. Partir el pan es quizá el ritual de unión más eficaz que la sociedad ha inventado, y los convivientes se turnan para cocinar y servir las comidas a los demás miembros. Algunas comunidades ofrecen comidas hasta seis veces por semana (la asistencia nunca es obligatoria).

La mayoría de las comunidades de covivienda se unen en torno a una gran cocina compartida. Forma el corazón de la casa común, que también puede ofrecer piscinas, talleres de carpintería, estudios de danza o salas de reuniones, lo que sea que se necesite, alguna comunidad lo tiene. En Eastern Village, los espacios comunes se han distribuido de manera inteligente por todo el complejo. En nuestro recorrido desde el sótano hasta la azotea, el rabino Kimelman-Block y yo pasamos por un comedor, una sala para jugar tenis de mesa y futbolito, una sala de estar con chimenea y mullidos sillones de cuero, una sala de juegos para niños, una sala de meditación iluminada con lámparas, una sala de juegos, una lavandería, un gimnasio y una pequeña biblioteca compartida. Sin embargo, la cocina es un problema. No está equipada para preparar cenas para toda la comunidad, en parte porque el jefe de bomberos insistió en que se instalara una cocina comercial que era bastante cara, y en su lugar se optó por una “cocina de calentamiento”, como la llama el arquitecto y promotor Don Tucker. Así que los convivientes de Eastern Village están más o menos atados a compartir la comida que preparan en sus propias casas o que piden a domicilio.

Pero, como decía mi madre, lo perfecto es enemigo de lo bueno. Tenemos que arreglárnoslas si queremos cambiar.

Hoy, la casa unifamiliar aislada —el modelo de vaquero solitario de la arquitectura doméstica— domina el paisaje estadounidense de forma tan completa que se siente como si fuera inevitable. En 2019, había unos 100 millones de viviendas unifamiliares en Estados Unidos (incluyendo las móviles y las prefabricadas), en comparación con unos 40 millones de multifamiliares. Pero no tenía por qué ser así. Aunque el hogar en la granja había sido el ideal estadounidense desde que Thomas Jefferson popularizó el pastoreo, a medida que el país se urbanizó tras la Guerra de Secesión, muchos visionarios vieron oportunidades para un estilo de vida menos atomizado y más femenino.

El paisajista Frederick Law Olmsted, por ejemplo, imaginó metrópolis similares a la Ciudad Esmeralda, con lavanderías, panaderías y cocinas públicas, que aliviarían parte de la carga de las amas de casa. Los servicios públicos como el drenaje, las alcantarillas y las aceras harían que las calles fueran más atractivas para las mujeres. Activistas por los derechos de la mujer como Charlotte Perkins Gilman y una feminista hoy olvidada llamada Melusina Fay Peirce imaginaron cooperativas similares a las de Eastern Village en condominios, con lavanderías, salas de costura, cocinas y comedores comunitarios. Peirce lo llamaba “cooperativa de trabajo doméstico” y pensaba que las mujeres debían ganar dinero con ello.

Sin embargo, durante los primeros años del siglo XX, esos ensueños quedaron relegados a las novelas de ciencia ficción. Muchas fuerzas convergieron para impedir que se hicieran realidad, entre ellas el “miedo a la marea roja”, cuando los políticos desarrollaron una alergia a todo lo que pareciera tener un tufo a socialismo o feminismo. Junto con los constructores, empezaron a promover la casa de ensueño unifamiliar, con un “Señor Propietario” y su feliz ama de casa.

En la actualidad, casi tres cuartas partes de los terrenos residenciales en las zonas metropolitanas se destinan a este tipo de casas y patios. A su alrededor, han crecido carreteras y trenes urbanos. Para protegerlas de la contaminación del comercio y la industria, así como para mantener los barrios blancos y ricos alejados de los negros y más pobres, se redactaron elaborados códigos de zonificación excluyentes. La distancia entre el hogar y todo lo demás impuesta por estas leyes es la razón por la que la mayoría de los estadounidenses necesitan conducir para ir al mercado o al trabajo.

En la época en que la mayoría de los jefes de familia eran hombres y hacían el viaje al centro de la ciudad sin el peso de las preocupaciones domésticas, un largo viaje al trabajo no era un gran desafío logístico. Hoy, las madres también hacen esos desplazamientos, pero siguen teniendo cargas domésticas. Trabajar desde casa solo mejora la situación si se dispone de una guardería.

En parte, la covivienda surgió como una solución al problema de equilibrio entre la vida laboral y personal. En 1969, Hildur Jackson —una de las muchas pioneras de la covivienda, especialmente elocuente— vivía en una casa en Copenhague, se había graduado de la escuela de Derecho, pero no sabía si se quedaría en casa con sus dos hijos pequeños o trataría de hacerse una carrera como abogada. “Parecía no haber una tercera opción”, escribió en una remembranza. Entonces leyó un artículo titulado: “Los niños necesitan 100 padres”.

Jackson decidió crear una comunidad de seis familias en una antigua granja de un suburbio de Copenhague. Las familias construyeron sus casas en torno a dos grandes prados, que se utilizaban sobre todo para jugar, especialmente al fútbol. El granero se convirtió en una casa común y se compraron tres caballos islandeses para los establos. “Elegimos no tener bardas entre nuestros jardines”, escribió. “Criábamos gallinas, cuidábamos un gran huerto común y teníamos árboles frutales y zarzales”. Se reservaban días para el mantenimiento de la comunidad. Cuando su marido viajaba por negocios, cosa que hacía a menudo, “nunca me sentí aislada”, escribió. Cuando tuvo a su tercer hijo, contó con la ayuda de otros 11 padres.

Las coviviendas (llamadas “comunidades de vida” en Dinamarca) pronto se extendieron por toda Escandinavia, los Países Bajos y Alemania; ahora hay comunidades por toda Europa, así como en Canadá, Australia y Nueva Zelanda. En la década de 1980, los arquitectos Charles Durrett y Kathryn McCamant, que entonces estaban casados y eran socios comerciales, empezaron a importar la idea de la covivienda a Estados Unidos (entre los dos han construido o han sido consultores de muchas de las comunidades de covivienda en el país). Los dos se involucraron en el movimiento porque querían tener hijos pero sus vidas parecían demasiado agitadas: “Llegábamos a casa del trabajo agotados y hambrientos, solo para encontrar el refrigerador vacío”, escribió Durrett. Así que se fueron a Dinamarca a estudiar otra manera de construir para la paternidad.

La covivienda es la heredera inofensiva del pasado comunitario más radical de Estados Unidos. Y durante mis muchos años de autodidacta, descubrí que el comunitarismo a menudo ha tenido un rostro feminista.

Los primeros socialistas profesaban un igualitarismo tan radical que incluía a las amas de casa. Los progresistas del siglo XIX, tanto hombres como mujeres, entendían que las tareas solitarias y no remuneradas de las esposas eran el centro de su opresión. Los socialistas crearon aldeas modelo y las promocionaron como una manera de inspirar a los trabajadores a abandonar las ciudades, las fábricas y los jefes industriales. Pero también prometían dar derechos a las mujeres y liberarlas de los grilletes del trabajo doméstico.

Robert Owen, el socialista británico más conocido de su época, y su colega francés, Charles Fourier, imaginaron la colectivización del trabajo de las mujeres en cocinas, comedores y guarderías comunales, aunque parecían pensar que esto requeriría la construcción de vastos y ornamentados (e irreales) palacios. Los seguidores de Owen y Fourier, conocidos como Cooperadores, establecieron cerca de 50 comunidades socialistas en zonas rurales del noreste y el medio oeste de Estados Unidos entre las décadas de 1820 y 1840. Los líderes, que casi siempre eran hombres, rara vez llevaban la teoría a la práctica cuando se trataba de las mujeres. Como escribió Carol A. Kolmerten, historiadora y autora de un estudio sobre las comunidades owenistas estadounidenses, “Women in Utopia” (Las mujeres en la utopía), correspondía a las Cooperadoras preparar la comida, lavar la ropa y educar a los más pequeños. O, si las mujeres trabajaban en los campos y talleres, seguían cocinando y limpiando por las tardes. Las esposas que habían llegado llenas de esperanza se fueron, llevándose a sus maridos.

La cerrazón masculina no fue la principal razón del fracaso de estos asentamientos. Otras realidades resultaron más perjudiciales. Algunos asentamientos no podían generar suficiente dinero para pagar los préstamos con los que se mantenía la tierra. La vida en el desierto no era palaciega; implicaba cabañas de madera y mosquitos. Los refugiados de las ciudades no sabían cómo cultivar. Las diferencias de clase entre los miembros se reafirmaron, dando lugar al faccionalismo. Pero el aislamiento de la mitad de la población (el “problema de la mujer”, como Owen llegó a denominarlo) no ayudó.

Por otra parte, los socialistas seculares solo representaban una pequeña fracción de las comunidades intencionales de Estados Unidos. Los cristianos milenarios —la Sociedad Unida de Creyentes en la Segunda Aparición de Cristo, conocida como los Sacudidos, los mormones, la Comunidad de Oneida y las ramificaciones anabaptistas como los amish y los huteritas— construyeron muchas más comunidades, y las suyas solían durar más, como escribe Lawrence Foster en “Women, Family and Utopia”. Quizás sea porque cuando sus líderes derribaron los muros de las familias nucleares para crear otras comunitarias, lo hicieron para fortalecer el apego de sus miembros a Dios y el compromiso de construir su reino en la Tierra.

Lo que llama la atención de algunas de estas comunas religiosas es el grado en que desafiaron las normas de género de su época, y en algunos casos fueron más allá que las socialistas. Los Sacudidos no eran feministas en el sentido que los estadounidenses contemporáneos reconocerían. No cuestionaban la división del trabajo en función del género: las mujeres trabajaban en las cocinas y tejían, mientras que los hombres realizaban las labores agrícolas. Pero el trabajo de las mujeres no se consideraba inferior al de los hombres. Ambos ayudaban a mantener la comunidad; por lo tanto, ambos eran iguales ante los ojos de Dios. Y lo que es más importante, los líderes de esta comunidad podían ser mujeres u hombres.

En la Comunidad de Oneida, una secta que evitaba lo que su líder llamaba la melancolía del “pequeño círculo del hombre y la esposa” y la sustituía por la no monogamia, las mujeres podían participar sin restricciones en todos los aspectos de la vida: religiosos, económicos y sociales.

La colectivización del trabajo doméstico incentivó a los grupos a idear dispositivos domésticos que ahorraran trabajo. Los Sacudidos patentaron una lavadora que funcionaba con agua y que limpiaba la ropa batiéndola, lo que suponía una mejora respecto de aparatos anteriores. Los miembros de la Comunidad de Oneida pueden o no haber inventado el platón giratorio que se pone sobre la mesa (lo cual se debate); en cualquier caso, lo utilizaron para reducir el trabajo requerido para servir la comida en un comedor comunal. Con el mismo objetivo, inventaron, entre otras cosas, un pelador industrial de papas y la cubeta para exprimir trapeadores.

Estas antiguas comunas religiosas nos enseñan lecciones a los modernos. “Desde un punto de vista feminista, el mayor logro de la mayoría de los experimentos comunitarios fue acabar con el aislamiento del ama de casa”, escribió Dolores Hayden en su clásico estudio sobre el comunalismo feminista, “The Grand Domestic Revolution”. “Un segundo logro fue la división y especialización del trabajo doméstico”.

Después del recorrido, el rabino Kimelman-Block hizo venir a quien estuviera cerca para hablar conmigo. Nos reunimos en el xerojardín del techo de Eastern Village, su área verde comunitaria. La mayoría de la gente trajo bebidas. Comí platillos etíopes que llevaron a domicilio. Las profesiones iban desde agente inmobiliario hasta activista de la justicia social. Eastern Village tiene 110 residentes, 30 de ellos en edad universitaria o menores. Los que conocí eran en su mayoría de mediana edad, aunque una pareja compró la vivienda cuando tenía más de 70 años.

La crianza de los hijos fue la respuesta principal a mi pregunta sobre por qué habían elegido la vivienda compartida: los niños no se quedan encerrados en sus apartamentos; pueden correr por las escaleras. Los hijos de los vecinos o los miembros más mayores casi siempre estaban cerca para cuidarlos y, durante un tiempo, hubo un acuerdo un poco más formal de guardería. Los adultos también se benefician de la interacción improvisada. En lugar de planear ir a cenar o tomar algo con semanas de antelación, cualquier miércoles o sábado, un alma sociable puede encontrar a un vecino con quien compartir un bocadillo o una cerveza.

Adrienne Torrey, una mujer de mediana edad, pelo rizado y maneras relajadas, comentó algo en lo que no había pensado. “La covivienda atrae a muchos introvertidos”, dijo. Eso no se me había ocurrido, pero, yo que me inclinó a la introversión, enseguida vi la lógica. ¿Quién necesita más una comunidad que aquellos a los que les resulta difícil formar una de manera espontánea? O —mi siguiente pensamiento— que los nuevos padres que se quedan atrapados por un cambio de circunstancias. Por el contrario, en cuanto llegas a una covivienda, te ves envuelto en un círculo de comidas, festividades y días de limpieza.

El tema más controvertido de la noche fue el de las reuniones. Casi todas las comunidades de covivienda toman las grandes decisiones por consenso. Un miembro se quejó de que llegar a la unanimidad es engorroso e innecesario. El resto no estuvo de acuerdo. Por mucho que se tarden en llegar a una decisión compartida, todos se sienten escuchados y aprenden el arte de hacer concesiones. Esa, me dicen, puede ser la clave más importante para el éxito de la vida comunitaria.

Si la covivienda ofrece soluciones para tantos de los problemas que sufren las madres estadounidenses, si ahora estamos en una disposición única para poner en práctica al menos algunas de sus lecciones —gracias a la toma de conciencia involuntaria que nos dejó la pandemia y a la posibilidad de que el Congreso apruebe los planes del gobierno de Biden para reconstruir la economía—, ¿qué nos lo impide?

Durante una de las varias conversaciones que mantuve con Charles Durrett, le pregunté cuál era el mayor obstáculo para la construcción de viviendas compartidas en Estados Unidos. “Nuestra cultura”, respondió sin dudar. “Tendemos a pensar en nosotros mismos como pioneros independientes. No somos una cultura del tipo cooperativo”. Pero él creció en un barrio muy unido, dijo, y sus vecinos “tuvieron mucho que ver con mi bienestar”.

Sin embargo, los departamentos de planificación, tanto regionales como municipales, no ayudan. Las típicas leyes estadounidenses de zonificación desaprueban los complejos multifamiliares, a menos que se limiten a las zonas más pobres de la ciudad. Incluso las unidades de vivienda accesoria, como los apartamentos para suegras, son impopulares, por temor a que las alquilen personas “indeseables”. Esas son las restricciones más notorias, pero no son las únicas contra las que Durrett ha tenido que luchar en su intento de construir coviviendas.

Las leyes de urbanismo simplemente no contemplan las comunidades centradas en la ayuda mutua de los residentes y en la seguridad de los niños. Una ciudad exigía entradas para dos autos en cada unidad, un desperdicio de espacio y dinero en una comunidad que mantiene los vehículos lejos de las casas. Cuando una ciudad insistió en que, para albergar al número de personas de una comunidad propuesta, tendría que pagar un camión de bomberos de 1 millón de dólares, Durrett preguntó a los funcionarios cuál era la llamada más habitual del cuerpo de bomberos. “Levantar y regresar”, le dijeron, refiriéndose a ayudar a personas mayores que se habían caído de la cama a levantarse y regresar a ella. “Eso lo podemos hacer nosotros”, dijo. Encontrar a personas que ayuden a otras a levantarse y regresar a la cama es justo lo que se le da bien a la covivienda.

Sin duda el otro desafío es que no toda la gente quiere compartir su vida. La gente tiene que estar dispuesta a sacrificar tiempo (todas esas reuniones, el mantenimiento del terreno) y el lujo del ensimismamiento (la conversación trivial que se espera de los que van de camino a la sala de correos). La covivienda puede consumir energía emocional que, de otro modo, se destinaría a hacer malabares con otros círculos sociales: colegas de trabajo, compañeros de universidad, otros padres de las escuelas de nuestros hijos. “Ser conviviente no es fácil”, dijo Ann Zabaldo, la persona contratada por el promotor de Eastern Village para reclutar y educar a sus futuros ocupantes sobre el arte de la vivienda compartida. Pero, añadió, “es mucho más gratificante, como si bebiéramos del fondo del pozo”.

La vida comunitaria por sí misma nunca resolverá ningún problema social importante, ya sea la soledad o el sexismo o cualquier otra cosa. Aunque se puede (y debe) construir mucha más arquitectura comunitaria, no se puede producir la comunidad en masa. La gente tiene que ser capaz de ver los beneficios antes de asumir los compromisos necesarios.

Sin embargo, la vida está cambiando de un modo que puede hacer que la coexistencia colaborativa resulte más atractiva. Las rentas están aumentando. La gente se está acostumbrando a la economía compartida. Y luego está la verdad de fondo expuesta por la pandemia: si no hay quien cuide a los niños, las mujeres dejan de tener un trabajo remunerado y no regresan a la vida laboral, como sucedió con los casi dos millones de mujeres que abandonaron la población activa desde febrero de 2020. Tenemos que hacer algo.

En los últimos años, estados y ciudades de todo el país han empezado a reconsiderar la zonificación unifamiliar o se han atrevido a votar para ponerle fin. El mes pasado, el gobernador de California, Gavin Newson promulgó proyectos de ley para limitar la zonificación unifamiliar y permitir la construcción de edificios de hasta 10 unidades cerca del transporte público.

Una extensa revisión de los códigos de zonificación podría conducir a un nuevo entorno de construcción, que nos empujaría hacia una nueva mentalidad. Deberíamos construir viviendas conjuntas a gran escala. Pero incluso si no lo hacemos, podríamos empezar a remodelar los contornos de nuestros paisajes hiperindividualistas y antimaternalistas para fomentar la solidaridad y el sentimiento de compañerismo en lugar de la indiferencia: las comunidades de covivienda se centran en sus áreas verdes; necesitamos más parques. La covivienda da preferencia a las personas en lugar de los autos; las ciudades deberían hacer lo mismo. Los convivientes viven juntos, lo que significa que están cerca en caso de necesidad; lo mínimo que eso puede inspirarnos es a hacer que las viviendas disponibles sean más diversas, menos centradas en la familia nuclear, para que los miembros de las familias extendidas y los grupos de amigos también puedan estar ahí para ayudar a los demás.

Si esto no suena muy diferente a los barrios urbanos mejor diseñados de Estados Unidos, bueno, tal vez no lo sea. Pero la pandemia ha provocado una huida de las ciudades y una demanda de más viviendas suburbanas, y el auge del mercado en estos momentos se encuentra en los exurbios: los suburbios de baja densidad y un precio asequible ubicados en los márgenes de las áreas metropolitanas. Cuando se construyan estos barrios, es muy probable que prevalezcan los viejos hábitos de diseño. Pero no está de más imaginar y luchar por una filosofía de uso del suelo centrada en hacer la vida más agradable para padres e hijos, y para el introvertido que todos llevamos dentro.

En los 19 años transcurridos desde que tuve a mi primer hijo, he pasado mucho tiempo pensando cuán diferente podría haber sido mi vida si hubiera conocido la “tercera opción” de Hildur Jackson. ¿Qué pasaría si hubiera habido decenas de miles de comunidades de covivienda en Estados Unidos en lugar de un par de cientos? Quizá me habría mudado a una en lugar de volver a la antipática Manhattan.

Si tuviera que elegir una característica de la vida cooperativa que me pareciera en especial atractiva, sería el contacto regular y espontáneo con personas de todas las edades. Tuve a mis hijos a una edad tardía, y mis padres no gozaban de la salud necesaria para pasar todo el tiempo que todos queríamos con sus nietos, y luego, como suele ocurrir, murieron. Anhelo tener la experiencia intergeneracional que nunca tuve.

Hace unas semanas, vi cómo mi hija adolescente se pasó toda una comida cuchicheando con dos amistades mías muy cercanas. ¿Con qué frecuencia se abren los adolescentes estadounidenses con los amigos de sus padres? ¿Cómo habría sido para ella poder hacerlo durante toda su infancia con tíos y abuelos sustitutos? Estaban fuera del alcance de mis oídos, por lo que me resultaba difícil escuchar de qué hablaban, lo cual sin duda era el objetivo. Pero ver que hablaban me hizo pensar que quizá, a pesar de las calles vacías de los suburbios y los fríos ascensores de la ciudad y el hecho de que nunca llegué a saber dónde debíamos vivir, había hecho algo bien.



JMRS


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