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La broma de la semana: López Obrador irá a la ONU a hablar del combate a la corrupción
Carlos Loret de Mola A. | The Washington Post El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), acudirá este martes 9 a la Organización de las Naciones Unidas (ONU) a dar un discurso cuando el país asuma la presidencia temporal y rotativa del Consejo de Seguridad. Ha anunciado que aprovechará ese foro para hablar del que, a su juicio, es el principal mal que aqueja al planeta: la corrupción. “México ya es ejemplo ante el mundo porque sí funciona nuestro modelo y es muy sencillo de aplicar, por eso voy a la ONU: es cero corrupción, cero impunidad, honestidad y combate a la desigualdad social”, dijo el presidente en una conferencia. El problema es que AMLO no tiene ninguna autoridad moral para hablar del combate a la corrupción: en tres años de gobierno, los escándalos sobre este tema abarcan a miembros de su gabinete y salpican hasta a sus hermanos. Su participación será una oportunidad desperdiciada pues podría hablar de temas importantes a nivel global. Pero le gana el afán protagónico y esa incontenible capacidad para decir falsedades. El Consejo de Seguridad tiene la responsabilidad primordial de mantener la paz y la seguridad internacionales, y estar en él es una oportunidad formidable para hablar de los temas que ocupan la agenda internacional en los ámbitos de seguridad, desarrollo y gobernabilidad. México ocupa un asiento en él después de 10 años, con la responsabilidad de tener una representación regional y retomar su presencia en el ámbito multilateral. AMLO podría buscar aminorar las recientes desavenencias que ha tenido la política exterior mexicana con los organismos internacionales más importantes. Por ejemplo, matizar el efecto que tuvo la abstención mexicana en la votación sobre la continuación de las investigaciones a las violaciones a derechos humanos que suceden en Venezuela, y la misión internacional que la ONU mantiene en ese país. Tras los conflictos con Estados Unidos que ha acarreado su intención de hacer una reforma eléctrica, podría dar un mensaje de certeza a la comunidad económica y a la Organización Mundial del Comercio. O intentar suavizar el rompimiento con la Organización de los Estados Americanos, después de que el propio AMLO propusiera su desaparición. Quizá limar asperezas con el Banco Interamericano de Desarrollo después de haber llamado a votar en contra de su nuevo presidente, el estadounidense Mauricio J. Claver-Carone. Podría hasta elevar la mira y abordar, desde la óptica de un país de desarrollo medio que no tiene conflicto de interés, propuestas de salida ante los conflictos de seguridad más graves de la humanidad. Podría, sí. Pero ha preferido usar un foro de transcendencia mundial para hablar de un tema que ha tomado como estandarte político y que atiende, en realidad, a su agenda electoral nacional. El problema es que, aunque el presidente insista en que en el gobierno “ya no hay corrupción”, en sus tres años como mandatario ha quedado claro que su estrategia para combatirla es una farsa. Los videos que muestran a sus hermanos Pío y Martín recibiendo dinero en efectivo para la campaña electoral de AMLO, aunque el presidente lo catalogue como “aportaciones al movimiento político”, muestran que la legalidad electoral no es su fuerte. Y aunque medio año después de tomar posesión como presidente López Obrador emitió un memorándum que señala que ningún funcionario público debe hacerle favores a sus familiares, una empresa propiedad de su prima, Felipa Obrador, obtuvo contratos gubernamentales por 365 millones de pesos. Y otro de sus hermanos, Ramiro, recibió un crédito millonario del gobierno. Amén de sus familiares, ha nombrado como altos funcionarios a personas con historiales innegables de corrupción, como Manuel Bartlett, director de la Comisión Federal de Electricidad, quien sigue impune y en el cargo pese al número y costo de las propiedades inmobiliarias que sigue sin declarar. Incluso, lo ha nombrado como uno de sus “cercanos” y busca que obtenga más poder a través de una nueva reforma eléctrica. Aunque el presidente señala continuamente que su gobierno es “transparente” y “honesto”, en realidad ha hecho de las asignaciones directas y discrecionales el principal mecanismo de contratación del gobierno federal. Ninguno de los gobiernos del pasado, a quien AMLO insiste en llamar corruptos, había otorgado tantos contratos sin hacer una licitación previa. También, el gobierno ha declarado como reservados o confidenciales documentos sobre algunas de las obras o eventos más grandes de este sexenio como el Tren Maya, el nuevo aeropuerto de Ciudad de México, los datos de muertes por COVID-19 o los contratos para la compra de vacunas. Recientemente la Auditoría Superior de la Federación declaró que no puede revisar la obra más cara del gobierno —la construcción de la refinería de Dos Bocas — porque no les entregan los documentos que requieren. Encima, el ejercicio de la justicia selectiva se ha normalizado. La Fiscalía General de la República, que no toca a nadie en el gobierno pese a las denuncias, ha dado muestras de que su apetito se concentra en los casos en donde el fiscal, Alejandro Gertz Manero, tiene intereses personalísimos: un pleito familiar tras la muerte de su hermano, uno empresarial por la propiedad de una universidad y otro laboral en el que terminó persiguiendo a científicos porque el gremio rechazó su inclusión entre los investigadores de élite. AMLO insiste en que, en su administración, la lucha contra la corrupción ha sido herramienta de diferenciación de sus antecesores. Irá a la ONU a decir exactamente eso, a tratar de promocionarse ante el mundo como un adalid anticorrupción. En realidad sí ha hecho algo diferente, algo que no lograron sus antecesores: ya sistematizó el mal que supuestamente quería erradicar.
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