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Atar y desatar
Ron Rolheiser Decir a alguien, con todo el corazón, ‘Te amo’, es virtualmente lo mismo que decir ‘Tú nunca morirás’. El filósofo del siglo XX Gabriel Marcel escribió esas palabras, que repiten las escritas quinientos años antes por la beata Magdalena Panattieri, terciaria dominica, quien escribió a un amigo: Yo no podría ser feliz en el cielo si tú no estuvieras allí también. Además, tanto Marcel como Panattieri repiten palabras dichas por Jesús hace dos mil años: Todo lo que atéis en la tierra será atado en el cielo; todo lo que desatéis en la tierra será desatado en el cielo. ¿Qué significa “atar y desatar”? Entre otras cosas, significa que, como cristianos, como miembros del Cuerpo de Cristo, como Jesús cuando caminaba por esta tierra, nosotros tenemos el poder de otorgar la misericordia y el perdón de Dios y ser un lazo salvífico que conecta a otros con la familia de Dios. Si alguien está conectado con nosotros, está conectado con Cristo y con la comunidad de salvación. En anteriores escritos, usé este ejemplo como ilustración: Imaginaos que tenéis un hijo, un cónyuge o un amigo que no va a la iglesia y es indiferente u hostil a la religión. Aparentemente, ha roto con la comunidad de fe. A pesar de todo, en tanto en cuanto améis a esa persona (y ella no rechace vuestro amor) no puede perderse. En tanto en cuanto se dé ese vínculo de amor entre ella y vosotros, ella está conectada con el Cuerpo de Cristo y con la comunidad de salvación, y esto es lo que Gabriel Marcel quiso expresar cuando indica que decir a otro ‘Te amo’ es decirle ‘Tú nunca morirás’. Casi todas las veces que he escrito sobre esto, me han desafiado sobre su ortodoxia (a pesar de que nunca por un teólogo profesional ni un obispo). Invariablemente, el desafío viene de una de estas dos maneras. Un grupo presenta esta objeción: ¿Cómo puedes decir esto? ¡Solamente Cristo tiene el poder de hacer esto! Irónicamente, eso responde a su propia pregunta. Es verdad, solo Cristo tiene el poder de hacer esto, pero nosotros somos el Cuerpo de Cristo. Así, es Cristo, no nosotros, los que estamos haciendo esto. Un segundo grupo objeta diciendo que ellos simplemente encuentran el concepto indigno de ser creído: ¿Cómo puede ser verdad esto? ¡Si lo fuera, resultaría demasiado bueno para ser verdad! Pero, ¿no es eso, de hecho, una idónea descripción de la encarnación? ¡Es simplemente demasiado bueno para ser verdad! La encarnación nos da ese poder y, consecuentemente, como la beata Magdalena Panattieri, nosotros tenemos el poder de decir a Dios que nuestro cielo necesita incluir a un ser querido. Quizás un desafío más serio es este: ¿A quién exactamente se dio este poder? ¿No se le dio explícitamente a Pedro, como vicario de Cristo y, por extensión, a la iglesia institucional en sus poderes sacramentales, en lugar de darlo a cada cristiano sincero? Una primera ojeada al Evangelio de Mateo (capítulo 16) parecería indicar que se le dio exclusivamente a Pedro. He aquí su contexto: Pedro acababa de hacer una valiente confesión de fe, diciendo a Jesús: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”. En respuesta, Jesús le dice: “Tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi comunidad. Y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del reino del cielo; todo lo que ates en la tierra será atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra será desatado en el cielo”. Así pues, ¿atar y desatar están reservados exclusivamente para Pedro? No, más bien por medio de Pedro se le da a la Iglesia entera y a todo aquel que hace la misma confesión de fe que él hizo. Se le da a todo aquel que confiesa que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios viviente, porque es esta confesión de fe y amor lo que otorga a “la roca” que ningún poder, incluso el infierno mismo, pueda prevalecer contra ella. Cuando hacemos la misma confesión de fe que hizo Pedro, nosotros también nos convertimos en la roca, con poder para atar y desatar. Al hacer una confesión de fe, venimos a ser miembros del Cuerpo de Cristo y entonces, exactamente como en el caso de Jesús al caminar por esta tierra, cuando la gente nos toca está tocando a Cristo. Además, como Jesús nos asegura, “todo el que crea en mí realizará las mismas obras que yo mismo hago, e incluso mayores”. (Jn 14, 12) El amor es el supremo poder que hay en la vida. Dios es amor, y al final sólo habrá amor. Ya a un nivel puramente humano, fuera de cualesquiera consideraciones de fe, sentimos su poder, como algo que al fin puede resistir todo. ¡El amor es la roca! Este es doblemente el caso cuando sucede en la encarnación. El amor es la roca sobre la que Jesús edificó su iglesia. De aquí que, cuando amamos a alguien y somos correspondidos a nuestro amor, ser miembros del Cuerpo de Cristo nos da el poder de decir: Mi cielo incluye a este ser amado.
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