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Vicente Fernández fue un gigante de luces y sombras
Olga Wornat | The Washington Post Hace solo unas semanas publiqué el libro El último rey. Biografía no autorizada de Vicente Fernández. Nunca pensé realizar una investigación así. Como periodista siempre me he dedicado a revisar los bajos fondos de la política, la corrupción y el crimen. Esta vez decidí navegar —junto a un equipo— en la vida de un gigante, con sus luces y sombras, para desacralizar al ídolo y contar la historia de un hombre cuya generación es la misma que la de mi madre. Fue ella quien, sin quererlo, lo impulsó. Pensé en escribir esta biografía desde que mi madre, Dionicia Fernández, murió en agosto de 2012. Ella nació en el campo argentino, apenas estudió hasta tercer grado y era costurera y tejedora. Tenía grabada a fuego la cultura del melodrama, de las rancheras y los boleros, las milongas y el tango, y las películas mexicanas que llegaban tarde al cine del barrio. La separaban 8,000 kilómetros de sus ídolos mexicanos. Las noches de mi infancia estuvieron llenas del sonido tric-trac de su máquina de coser Singer y de las canciones que salían del tocadiscos Winco y hablaban de desdichas y desamor. Ella las tarareaba despacito cuando le daba forma a un vestido con sus manos mágicas, mientras yo aguzaba mis oídos para escucharla mejor. Javier Solís, Pedro Infante, José Alfredo Jiménez, Lucha Villa, Agustín Lara, Lola Beltrán y, por supuesto, Vicente Fernández, la abrazaban por las noches en su soledad. Recuerdo que ella se sentía feliz y yo me sentía igual, al menos en esos momentos. Tengo claro en mi memoria a ella cantando bajito, como susurrando, uno de los primeros temas que Vicente Fernández grabó, en 1969: “Un montón de recuerdos ingratos/ una carta que no se ha leído/ un retrato tirado en el suelo/ y en mi mano una copa de vino/ Eso es todo lo que hay en mi vida/ una vida que no vale nada/ una historia de amores perdida/ porque tú no quisiste ser mía”. Esas canciones de amor y desolación de mi infancia han quedado encerradas en una cajita y solo a veces, cuando la tristeza me invade, la abro para escucharlas nuevamente y llorar, reír o sentirme viva. Vicente Fernández fue —es— el último rey de la canción ranchera: el ídolo máximo de la canción popular mexicana, un prócer que con su talento, carisma, voz de tenor y desmesuras y contradicciones, era capaz de hacer llorar a las piedras. Nadie como él para conectar con las emociones más profundas de la gente y hacerla llorar u olvidar por un momento sus desdichas. El “Charro de Huentitán” murió el 12 de diciembre y cerró una etapa de oro no solo de la música, sino de la historia social de México y la región. Desmesurado como era, se llevó todo en la maleta. Las expresiones públicas de tristeza han abarcado a todo el espectro en el continente: presidentes, empresarios, deportistas, políticos y artistas. Hasta el presidente estadounidense, Joe Biden, le dedicó un tuit de despedida. Fernández encarnaba el prototipo del macho latinoamericano con todos los perjuicios que esto conlleva —desde la homofobia hasta la misoginia— y su historia atraviesa más de medio siglo de la historia de México: refleja no solo el tiempo de oro de la música popular, sino también la de hombres y mujeres que salieron del campo pobre y llegaron a las ciudades desde las periferias con hambre de triunfo. Él fue un claro ejemplo de quienes crecieron en la pobreza para después convertirse en estrellas, como otros creadores e intérpretes que a través de las canciones rancheras reflejaron los cambios de la sociedad mexicana en la segunda mitad del siglo pasado, con muchos de sus claroscuros. Carlos Monsiváis, el gran cronista mexicano, decía que las rancheras venían del “quebranto del alma (…) Es el espíritu de la canción surgida de los barrios, de los bares y cantinas, donde el dolor es también de la familia y de la clase social”. Vicente Fernández entendía bien ese espíritu, aunque tuvo una conflictiva relación con algunos de sus colegas. En el libro, señalo que la razón de su distanciamiento con José Alfredo Jiménez no tuvo que ver con un tema laboral, sino porque Fernández le quiso robar a su mujer. Me interno en el secuestro brutal de su primogénito, Vicente junior, el punto de inflexión más fuerte de su vida, cuando creyó que la misma ya no tendría sentido si no lo recuperaba vivo. También en el mal papel que jugó con él Gerardo, su hijo del medio, y la malsana relación con sus hermanos. Y el esplendoroso renacer de Alejandro, su “Potrillo” menor, el talentoso e indiscutible heredero. A la vez, explico la fuerte influencia de su madre en su vida y cómo su muerte temprana le dejó un trauma que nunca superó. También el enorme esfuerzo que hizo por llegar y mantenerse en la cima del espectáculo; y la relación extensa con su esposa Cuquita y sus infidelidades públicas, que ella soportó en silencio. Al final, su retiro de los escenarios y la caída en el dormitorio de su rancho, que después de varios meses lo llevó a la muerte. Su historia siempre estará ligada a la mía, como a la de muchos más. Lo acabé de entender un sábado de enero de 2020, antes de que llegara la pandemia, mientras recorría las calles empedradas y los tianguis del barrio San Juan de Dios, en Guadalajara, cuna del mariachi. Por azar o destino, escuché mientras caminaba: “Ojalá que te vaya bonito/ ojalá que se acaben tus penas/ que te digan que yo ya no existo/ que conozcas personas más buenas”. La voz de Vicente Fernández venía de una cantina modesta y me catapultó a los momentos más bonitos mi infancia, junto a mi madre. Entré al lugar, me senté en la mesa de un rincón y pedí un tequila para entonarme. Canté bajito —como ella lo hacía—, con un nudo en la garganta. Ahí decidí que sí contaría la historia polémica del “Charro de Huentitán”, tan ligado a la vida de mi madre y a la mía. Regresé a escuchar las melodías que me cobijaron en mi niñez, contacté a las personas cercanas a la familia y personajes de la música que tenían algo que contar. Se lo debía a mi madre, a mí y a esas noches donde sus canciones la acompañaron en su soledad. aranza |
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