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Un marine y un talibán se reencuentran en Afganistán, donde hace 11 años trataron de matarse


2021-12-30

Thomas Gibbons-Neff | The New York Times

MARJA, Afganistán — El té estaba caliente. La habitación, polvorienta y opresiva. Y el comandante talibán que estaba sentado frente a mí, en un edificio con agujeros de bala en el sur de Afganistán, trató de matarme hace poco más de una década.

Yo también había intentado matarlo.

Ambos recordamos bien esa mañana del 13 de febrero de 2010 en el distrito Marja, en la provincia de Helmand. Teníamos más o menos la misma edad: 22 años. Hacía mucho frío.

Mullah Abdul Rahim Gulab formaba parte de un grupo de combatientes talibanes que intentaban defender ese distrito de los miles de efectivos estadounidenses, afganos y de la coalición enviados a capturar lo que en ese momento era un importante bastión talibán. Aunque él no lo sabía cuando nos conocimos hace poco, yo pertenecía a la compañía de marines que sus combatientes atacaron durante esa mañana invernal de hace tantos años.

Tras la victoria de los insurgentes lograda este verano luego de 20 años de guerra, Gulab, que ahora es un comandante de alto rango, estaba sentado frente a mí en el cuartel del gobierno en Marja, un desordenado edificio que los estadounidenses renovaron hace años. Yo era su invitado, junto con dos de mis colegas de The New York Times. Le dije que la lucha por Marja había sido importante para Estados Unidos, y que la mayoría de las personas solo habían escuchado una versión de la batalla. Pero no conocían la perspectiva de los talibanes.

Era 2010 y los talibanes volvían a convertirse en una poderosa fuerza militar que amenazaba casi todos los rincones de Afganistán. En Marja, los insurgentes cobraban tributo a los residentes locales, impartían una justicia cruel y expedita y se quedaban con una parte considerable de los ingresos de la cosecha de amapola.

La Operación Moshtarak, como llamó el ejército de Estados Unidos al intento de 2010 de capturar el distrito, fue el primer escenario de batalla del aumento de tropas de contrainsurgencia del presidente Barack Obama que fracasó.

Once años más tarde, Gulab y yo aún recordamos el llamado a la oración de aquella mañana de febrero en el pueblo de Koru Chareh, un caserío en medio de campos de amapola medio inundados, no muy lejos del centro de Marja. Los árboles circundantes, sin hojas, parecían manos muertas extendidas.

“Los cielos de Marja estaban llenos de helicópteros que dejaban soldados estadounidenses en distintas zonas”, dijo Gulab.

Yo me acababa de mudar con mi equipo de siete marines a una pequeña estación de bombeo de adobe; apenas unas horas antes habíamos aterrizado junto con otros 250 efectivos. Al salir el sol, Gulab reunió a su banda de combatientes talibanes de un pueblo cercano.

Poco después, por el altavoz de la mezquita resonó el mulá, fuerte y molesto. Gulab y sus talibanes rezaron.

Luego empezó el tiroteo.

“Fue una pelea muy difícil”, dijo Gulab.

Estaba en lo correcto. Al final del día, un ingeniero marine estaba muerto y hubo varios heridos. Los insurgentes también sufrieron bajas.

Como la guerra terminó en agosto, los lugares en los que combatí como marine han vuelto a ser accesibles: territorios donde mis amigos murieron y yo vi el desarrollo de los fallos militares de mi país. Ahora, como periodista del Times, quería volver para reportar lo que había cambiado, y lo que no, en estos antiguos campos de batalla y sus alrededores.

En noviembre, el trayecto en auto por ese distrito, ahora controlado por los talibanes, fue bastante sencillo. Las carreteras estaban transitadas por motocicletas y camiones cargados de algodón. El pavimento estaba estropeado por los cráteres de las bombas de carretera que los insurgentes habían puesto ahí. Puestos de avanzada militares y policiales abandonados estaban desperdigados por la autopista cual esporádicos Stonehenges.

Marja era como yo la recordaba, pero algunas cosas habían cambiado. Había un camino pavimentado. Los canales estaban secos.

Y la guerra había terminado.

Ahora se estaba realizando la cosecha de algodón del otoño, y, en ausencia del sonido de fondo de los disparos, se escuchaba el motor de los tractores y el parloteo de los peones, a pesar de que una sequía fulminante amenaza el sustento financiero de muchos agricultores.

El edificio de dos pisos que alguna vez utilizamos como centro de comando, donde mis amigos Matt Tooker y Matt Bostrom fueron heridos ese día de febrero, ahora era una clínica de parteras.

En este viaje de regreso a Marja, no se permitía el ingreso a los hombres. Pero a través de la rendija de la puerta pude ver las escaleras donde se habían sentado mis amigos heridos, vendados y sonrientes por los analgésicos, antes de que llegara el helicóptero de evacuación.

Más o menos al mismo tiempo que un tirador talibán disparó una ráfaga de balazos contra mis compañeros de equipo, Gulab perdió a uno de sus combatientes, como si el péndulo de la violencia que ocurrió ese día intentara balancearse.

“Mis amigos disparaban a los extranjeros desde un jardín y uno murió”, dijo Gulab, antes de explicar el modo en que sus hombres habían sembrado explosivos para los marines de avanzada como yo.

“Por cada dispositivo explosivo improvisado había un talibán para detonarlo”, dijo.

Gulab se unió a los talibanes en 2005, un año antes de que yo me uniera a los marines. Acaba de perder dos hermanos en la lucha, ambos eran talibanes.

Yo crecí en los suburbios de Connecticut. Gulab creció en una zona aislada y montañosa de la provincia de Helmand.

“De niño iba a la madrasa y nuestro mulá nos decía ‘los extranjeros quieren ocupar nuestro país y ustedes muchachos, ustedes deben estar listos para derrotarlos’”, explicó Gulab. “Yo quería unirme a los muyahidín”.

Para cuando aterricé en Marja, Gulab era un combatiente experimentado que había sobrevivido a los ataques aéreos estadounidenses, mientras el flujo constante de tropas estadounidenses y de la OTAN inundaba el sur de Afganistán. Estaba a cargo de unos 60 efectivos y sabía cómo navegar las reglas de combate que evitaban que los soldados extranjeros mataran a combatientes talibanes desarmados que lanzaban sus rifles en la zanja más cercana.

Siempre que se acercaban los soldados estadounidenses, dijo Gulab, “lanzábamos nuestras armas y luego salíamos a las calles y les decíamos ‘hola’ y nos preguntaban, ‘¿dónde andan los talibanes?’ y les decíamos ‘no sabemos’”.

“Luego, los niños y la gente del pueblo recogían nuestras armas y las guardaban en sus casas hasta que las recuperábamos”.

Gulab y sus combatientes usaban a los niños como vigías para identificar las patrullas y llamaban a sus hombres tan pronto como los estadounidenses dejaban sus puestos. Lo mencionó casualmente, como de pasada, pero hace una década, cuando empezamos a enterarnos de que niños de 8 años ponían en riesgo la vida de nuestros amigos nos preguntamos –y debatimos— cuán lejos estaríamos dispuestos a llegar para asegurarnos de que ninguno de nosotros muriera en una guerra que ya sabíamos que estábamos perdiendo.

Mientras Gulab relataba sus recuerdos de todas las formas en que sus amigos habían matado a mis amigos y viceversa, yo miré su rifle de asalto junto a mi brazo derecho. Lo había recargado en la silla junto a la mía antes de que me sentara. Era una carabina estadounidense M4, muy parecida a la que yo había usado en 2010.

Durante un momento fugaz me quedé suspendido en el tiempo, entre el inicio de mi guerra y su final.

El rifle era una herramienta familiar, alguna vez fue una extensión de mí mismo y siempre lo tenía al alcance de la mano. Pero ya no era necesario, era poco más que una masa de plástico y acero y no tenía relevancia en mi interacción con Marja y Gulab. Él ya no era un enemigo sino un hombre sentado en el piso que reflexionaba sobre su siguiente frase. No peleaba una guerra que parecía no tener final. Ni yo tampoco.

Él había ganado su guerra. Yo perdí la mía.

Regresé a casa en julio de 2010. Cinco años después, el distrito de Marja cayó ante los talibanes, excepto por unos cuantos puestos de avanzada. Luego, este verano, apenas dos semanas antes de que Kabul cayera, los talibanes lo capturaron completamente.

“Estoy muy contento de que los extranjeros se fueran del país y que haya terminado”, dijo Gulab. “No tenemos que matarlos y ellos no están matando a mis amigos”.

A lo largo de la entrevista quise decirle que yo había sido marine. Que había estado en Marja el 13 de febrero de 2010 y que había peleado contra él. Quise decirle que lo lamentaba todo: la muerte innecesaria, la pérdida. Sus amigos. Mis amigos.

Pero no dije nada. Me puse de pie, estreché su mano y sonreí.

Y abandoné Marja.



Jamileth


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