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La crisis política de Perú no comienza ni termina con Pedro Castillo
Jonathan Castro Cajahuanca | The Washington Post Jonathan Castro es periodista peruano y editor general de ‘La Encerrona’. Parado ante un momento en el que se juega la continuidad de su gobierno, el presidente de Perú, Pedro Castillo, hizo lo que mejor sabe hacer: una repartija de poder para salvar el pellejo. Castillo ha escapado a la responsabilidad de darle rumbo a su gestión al tomarle juramento a un Gabinete de Ministros seleccionado con base en las pequeñas alianzas que le brinden los votos necesarios para evitar ser destituido por la oposición. No tiene planes para cada sector y la mediocridad promedio del equipo de gobierno es la primera consecuencia de todo ello. A seis meses de gestión, Castillo se encuentra acechado por continuos escándalos debido a malas decisiones, denuncias de corrupción, nombramiento de funcionarios incompetentes o inmorales, y una oposición visceral. El último episodio del drama peruano fue el nombramiento, una semana atrás, de un primer ministro, Héctor Valer, acusado de agredir a su hija y a su fallecida esposa. El presidente anunció una recomposición del Gabinete de Ministros, pero, tras cuatro días de espera y reuniones con más de 40 personas, la solución brindada es decepcionante. El debate central ahora es cómo salir de la profunda crisis política: vacar al presidente, renuncia voluntaria, se van todos o gobernabilidad precaria. Los partidos políticos y las élites han planteado soluciones que, hasta ahora, muestran una mirada cortoplacista, como si el único origen de nuestros problemas fuera la precariedad del presidente o el “golpismo” de la oposición. Sin una agenda que priorice las reformas que eviten que se repita una elección como la de 2021, cualquier decisión solo hará que la crisis continúe siendo nuestra normalidad. No existe una salida rápida. En estas circunstancias, forzar la salida del presidente, como ansiosamente quiere la oposición y parte de la prensa, solo puede conducir a un proceso atropellado de disputa encarnizada por el poder, con discursos populistas y refundacionales, muy fragmentada, como la que vimos el año pasado. Una nueva elección ahora no nos garantiza mejores resultados, pues los partidos no son representativos, y la voluntad para forjar alianzas de ancha base dependerá de los protagonistas en plena competencia. La prioridad debería ser retomar el debate sobre el fortalecimiento institucional de los partidos políticos, para reducir la desafección y el amateurismo. Este es un paso anterior a todas las alternativas que se debaten para acabar con la crisis. La derecha y las élites peruanas —principalmente— le piden al presidente y la vicepresidenta, Dina Boluarte, que renuncien y den paso a una transición encabezada por la presidenta del Congreso, quien debería convocar a nuevas elecciones. Pero ese deseo es naif y tiene un camino opaco. Para empezar, el hartazgo que se expresa en el debate político no se ha trasladado a ninguna movilización importante contra el gobierno. La derecha y el centro no tienen capacidad de aglutinar fuerzas, y el antifujimorismo disconforme con Castillo carece de motivaciones para marchar junto a los que hasta ayer les decían “cojudignos” por votar contra Keiko Fujimori en la segunda vuelta de 2021. Tampoco hay marchas fuertes de una izquierda que esté a favor del gobierno. La desidia impera. Difícilmente un presidente dimitirá sin la calle en contra. Más aún uno como Castillo, incapaz de reconocer un error públicamente y que no consume medios de comunicación. A esto se suma el antecedente de la política peruana: todo presidente que deja el poder ingresa inmediatamente a las cortes judiciales. Cualquier asesor le recomendaría al presidente que no sea un “cojudigno” que renuncie. Además, no se tiene certeza sobre el mecanismo que se activará después. Aunque la Constitución establece expresamente que la presidenta del Congreso deberá convocar a elecciones, no especifica si se trata de generales o solo presidenciales. La actual titular del Parlamento, María del Carmen Alva, ha señalado que, en su interpretación, solo debería ser presidencial. Esta opción es peligrosa, pues podría generar un desbalance de poder si el mandatario elegido pertenece a alguna agrupación con representación minoritaria en el Congreso. De otro lado, una elección general sin cambios de reglas solo patearía el problema para más adelante. La incertidumbre genera temor auténtico en los que no quieren que la actual oposición —tan precaria como el oficialismo— tome el poder. Hay también un razonamiento que no se puede pasar por alto: a fin de cuentas, la elección de Castillo fue la salida que millones de peruanos eligieron frente a la crisis generada por los partidos del establishment que hoy quieren su renuncia. Fue una salida improvisada, pero elegida al fin y al cabo. La solución a una crisis no puede ser el retorno a la anterior situación. El otro camino es el de la vacancia, cuya responsabilidad recae en el Congreso. A fines del año pasado, la oposición intentó tomar esta opción, pero no tuvo éxito. Ahora, Castillo ha conformado un Gabinete Ministerial, con cupos de algunas bancadas y facciones, que le garantice tener un tercio del Congreso a su favor, cifra suficiente para evitar ser destituido. Pero no le alcanza para nada más, quizás ni si quiera para obtener el voto de investidura del Parlamento que necesitan para trabajar. La cabeza del nuevo equipo es el jurista Aníbal Torres —antes ministro de Justicia—, quien no luce incómodo ante una repartija de poder en la que se han priorizado los intereses particulares antes que los colectivos, y en el que se ha mantenido a varios ministros cuestionados y designado a otros peores, como Hernán Condori, el nuevo ministro de Salud, investigado por corrupción. Al fin de cuentas, Torres cesó de forma prepotente al procurador general del Estado que denunció al presidente por un presunto caso de corrupción. La oposición no lo quiere, y probablemente el camino que adopten sea insistir en la búsqueda de votos mientras interpelan o censuran a algunos ministros, lo que generará más tensión. Desde la izquierda, en cambio, lo que se pide es que se le dé gobernabilidad. Pero lo cierto es que cada día el gobierno de Castillo le hace daño al país por la falta de rumbo en cada sector. Un gobierno progresista debería plantear soluciones a los problemas de las clases populares, pero este gobierno ha demostrado, con creces, su ineficacia para ello. Administran los puestos en la administración pública; en lugar de buscar el interés público, buscan el interés de su público. Difícilmente el gobierno de Castillo durará cinco años. Todos los escenarios descritos son frágiles, por lo que el fortalecimiento de los vehículos de representación política debe ser prioritario. El dilema es que esas decisiones deberían tomarse en el Congreso, donde la polarización es la norma. Hay algunas reformas ya planteadas que podrían ser la base para la discusión, como el retorno a la bicameralidad del Congreso, la ampliación del número de representantes, la eliminación de la prohibición de reelección parlamentaria, permitir que el candidato presidencial pueda postular a la Cámara de Senadores, porque es mejor que aprenda en el Parlamento y no en el Ejecutivo. También implementar efectivamente la ley del servicio público, para evitar convertir el Estado en la bolsa de trabajo del partido de gobierno. Más allá de la discusión inmediata sobre la salida de Castillo, el objetivo debería ser no volver a pararnos frente a la cédula de votación y sentir, como el escritor César Calvo en Las tres mitades de Ino Moxo, “me dan ganas de nacionalizarme culebra, o palo-sangre, o piedra de quebrada, cualquier cosa”.
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