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A la guerra de Putin contra Ucrania no solo se opone Occidente. Muchos rusos tampoco están de acuerdo.


2022-02-22

Vladimir Kara-Murza, The Washington Post

El domingo 20, la Policía dispersó brutalmente a un grupo de manifestantes que fueron a la plaza Pushkin de Moscú, el sitio tradicional donde se realizan manifestaciones disidentes desde la era soviética, para denunciar el posible ataque de Vladímir Putin a Ucrania. Los protestantes, entre los que se encontraba el veterano líder defensor de derechos humanos y exdiputado Lev Ponomarev, fueron detenidos en cuanto desplegaron sus pancartas; algunos fueron puestos bajo custodia policial y acusados de violar la estricta prohibición de manifestaciones públicas impuesta en Moscú bajo el pretexto de la pandemia. Por supuesto, la prohibición aplica solo para los mítines de la oposición. Cuando Putin se dirigió a 80,000 personas atestadas en un estadio para conmemorar el aniversario de la anexión de Crimea, las autoridades no tuvieron ninguna objeción.

La protesta del fin de semana fue solo la más reciente del creciente coro de voces dentro de la propia Rusia que se opone a las amenazas de Putin a Ucrania. Es una tendencia que ha sido poco cubierta por los medios internacionales, lo que ha dejado a muchos en Occidente con la impresión de que todo el mundo en Rusia apoya la guerra. Este, ciertamente, no es el caso. En los últimos días, las principales figuras culturales del país —quienes tradicionalmente tienen una gran influencia moral aquí— se han pronunciado en contra de un ataque a Ucrania. “Rusia no necesita una guerra con Ucrania o con Occidente”, decía un comunicado firmado por el músico de rock Andrei Makarevich y la actriz Liya Akhedzhakova, entre otros. “Nadie nos está amenazando, ni atacando. La política que impulsa la guerra es inmoral, irresponsable y criminal”.

Una de las más grandes novelistas contemporáneas de Rusia, Lyudmila Ulitskaya, denunció los planes bélicos del Kremlin y los calificó como una “locura”. El aclamado pianista Evgeny Kissin declaró que quienes provoquen la guerra serán recordados como “criminales sedientos de sangre”. El renombrado tenista y excampeón de Grand Slam Yevgeny Kafelnikov dijo que “solo alguien con un trastorno psicológico puede amenazar con ir a la guerra”. Por otro lado, Yábloko, el último partido de oposición genuino de Rusia que aún tiene estatus de “registrado”, inició una petición pública nacional para oponerse al ataque contra Ucrania. Miles de personas firmaron en cuestión de días. “Esta no es nuestra guerra”, dijo Boris Vishnevsky, uno de los líderes del partido y miembro de la legislatura de San Petersburgo. “Todavía tengo la esperanza de que se pueda evitar la guerra. Y solo nosotros, los ciudadanos rusos, podemos detenerla… no Occidente, ni nadie del exterior”.

A pesar de todas las dificultades para medir la opinión pública en un Estado autoritario —donde todas las cadenas de televisión están controladas por el gobierno y donde muchas personas, comprensiblemente, dudan en compartir sus opiniones políticas con encuestadores u otros extraños— las encuestas disponibles muestran un fuerte rechazo a un ataque militar contra Ucrania entre los ciudadanos rusos en general. La mayoría de las personas en Rusia ni está a favor de enviar tropas a Ucrania ni acepta la narrativa del Kremlin de tratar a Occidente como un enemigo.

No hay en absoluto certeza de que la oposición interna a la guerra en Rusia pueda tener algún efecto práctico. Lo cierto es que al alzar la voz contra otra nueva agresión del Kremlin, los miembros de la élite cultural de Rusia, actuando en la mejor tradición de la intelectualidad rusa y soviética, están defendiendo el honor de la nación de la misma manera en que los siete manifestantes que protestaron en la plaza Roja contra la invasión soviética en Checoslovaquia lo hicieron en agosto de 1968. “Una nación menos yo, no es una nación entera. Una nación menos diez, cien, mil personas no es una nación entera”, recordó Natalia Gorbanevskaya, poeta y una de las manifestantes de 1968. “Así que las autoridades ya no podían decir que había una aprobación nacional de la invasión a Checoslovaquia”.

En tiempos más democráticos en Rusia, la oposición a los actos de agresión del Kremlin no se limitaba a aquellos con la suficiente valentía como para enfrentar el encarcelamiento o algo peor por confrontar a un régimen autoritario. En enero de 1991, más de 100,000 personas se congregaron en la plaza Manézhnaya de Moscú, justo afuera de las murallas del Kremlin, para denunciar el ataque militar soviético a Lituania. En la década de 1990, se realizaron manifestaciones masivas en Moscú y San Petersburgo en oposición a la brutal represión en Chechenia. Cuando los legisladores comunistas intentaron realizarle un juicio político al entonces presidente Boris Yeltsin en mayo de 1999, sus colegas liberales le restaron importancia a la iniciativa y la calificaron de teatro político; sin embargo, incluso algunos de esos escépticos terminaron votando a favor del artículo que condenaba la guerra en Chechenia (no alcanzaron la mayoría requerida de dos tercios por apenas 17 votos).

En aquel entonces, Rusia tenía un parlamento real. En contraste la semana pasada la Duma, aliada oficialista, aprobó sin mucho debate una resolución sobre el reconocimiento diplomático formal de los dos enclaves separatistas respaldados por el Kremlin en el este de Ucrania, con una votación de 351 a 16 (todos los principales partidos de “oposición” estuvieron de acuerdo. De hecho, fueron los comunistas quienes amablemente presentaron la moción en beneficio del Kremlin).

Si Putin realmente ataca a Ucrania, podría terminar haciéndolo bajo su propio riesgo. Los gobernantes rusos no tienen un buen historial de “pequeñas guerras victoriosas” lanzadas con fines políticos internos, desde las desastrosas campañas del régimen zarista en Crimea y Japón en el siglo XIX y principios del siglo XX hasta la invasión de Afganistán en los últimos años de la Unión Soviética. El resultado suele ser lo contrario a lo que se pretendía. “Para Rusia, este tipo de guerras no solo terminan sin éxito, sino que a menudo culminan en una catástrofe política”, advirtió el profesor Andrei Zubov, un eminente historiador que fue despedido de la principal academia diplomática de Rusia en 2014 por su oposición a la anexión de Crimea. “Sabemos cuál fue la actitud de la población tras la derrota en la guerra ruso-japonesa de 1905 (que condujo a la primera revolución de Rusia). Podríamos ver lo mismo ahora. Podríamos enfrentar una situación en la que la gente no acepte esta apuesta del régimen”.

Para alguien tan obsesionado con la historia de Rusia como Putin, sería irónico que tropezara con uno de sus errores más repetidos.



Jamileth


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