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Militares en transformación: las claves para entender un viraje histórico en México


2022-03-01

Pedro Miguel | The New York Times

En 2017, en las postrimerías del régimen encabezado por el Partido Revolucionario Institucional en México, en Palmarito, un municipio del estado de Puebla, integrantes del Ejército que combatían a ladrones de combustible hirieron a un civil desarmado y luego lo ejecutaron de un tiro en la cabeza. El hecho quedó grabado en una cámara de vigilancia y se encuentra en YouTube.

Tres años antes, en Tlatlaya, una localidad del Estado de México, elementos de un batallón de infantería redujeron tras una breve balacera a presuntos narcotraficantes que se encontraban en una bodega abandonada. En total murieron 22 personas; 13 de ellas fueron torturadas y asesinadas después de rendirse.

En enero de 2019, cuando el gobierno recién estrenado de Andrés Manuel López Obrador emprendía una campaña contra el robo de gasolinas de los ductos de Petróleos Mexicanos —una actividad delictiva que hasta 2018 provocaba al erario pérdidas de entre 2,500 y 3,500 millones de dólares anuales—, un pinchazo clandestino en un ducto provocó una fuga de gasolina en Tlahuelilpan, Hidalgo. Un grupo de pobladores acudió al lugar para recolectar combustible en cubetas y bidones. Soldados uniformados intentaron persuadirlos, pero fueron rechazados, insultados e incluso golpeados por habitantes del lugar; pese a eso, evitaron la violencia. Poco después, la pequeña laguna de gasolina se incendió de golpe. El saldo final fue de 137 personas muertas y 13 personas heridas.

En septiembre del año siguiente, agricultores de Chihuahua descontentos por el reparto de aguas se apoderaron de la presa de La Boquilla, que era resguardada por efectivos de la Guardia Nacional (Policía militarizada). Ante la perspectiva de que se produjera una masacre, el oficial a cargo de la guarnición se rindió a los civiles y ordenó a sus efectivos que entregaran sus armas. En una de sus conferencias matutinas, el presidente elogió la disciplina y la contención del mando militar.

Después del enfrentamiento inicial, según los comunicados de la institución, guardias nacionales repelieron otra agresión que derivó en una persona muerta y fueron de inmediato sometidos a investigación.

¿Qué ocurrió en el curso de dos años? Para entender el cambio hay que empezar por referir las singularidades históricas del Ejército mexicano: se originó en la fusión de las facciones del pueblo en armas que resistieron —y a la postre, derrotaron— el golpe de Estado que Victoriano Huerta protagonizó en 1913 para deponer al presidente Francisco I. Madero. Hasta la fecha, conserva un carácter eminentemente popular y en el periodo neoliberal —1988 a 2018— fue uno de los pocos mecanismos de movilidad social que quedó en pie.

Por añadidura, México es uno de los pocos países de América Latina que carece de potenciales adversarios bélicos. No guarda diferendos territoriales con ningún Estado vecino: Estados Unidos es demasiado poderoso como para enfrentarlo en una guerra convencional y Guatemala y Belice no representan riesgo alguno.

En México la amenaza de excesos y atropellos a la población no proviene de los militares en sí, sino de las órdenes que reciben del presidente. Los mandos castrenses guardan celosamente la disposición constitucional que coloca su comandancia suprema en la persona del titular del Ejecutivo federal, y en nadie más.

Esa supeditación —su gloria y su tragedia— es clave para entender la diferencia entre la conducta de las Fuerzas Armadas en el gobierno actual (que se denomina a sí mismo la Cuarta Transformación, en referencia a la Independencia, la Reforma y la Revolución Mexicana) y cuando fueron comandadas por Felipe Calderón, Enrique Peña Nieto y otros mandatarios que los involucraron en la guerra contra las drogas, la contrainsurgencia en Chiapas, la guerra sucia de las décadas de 1970 y 1980 del siglo pasado o la masacre de Tlatelolco de 1968, con todo lo que eso representó en violaciones a los derechos humanos.

En contraste con las Fuerzas Armadas, las corporaciones policiales federales han padecido de una debilidad endémica. Varios agrupamientos como la Dirección de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia, la Dirección Federal de Seguridad o la Policía Federal, tuvieron que ser disueltos ante las evidencias de su descomposición. Incluso, los máximos directivos de la Policía Federal en el sexenio de Calderón, como Genaro García Luna, Luis Cárdenas Palomino y Facundo Rosas, enfrentan procesos penales en Estados Unidos y en México.

También las Policías estatales y municipales experimentan una grave vulnerabilidad a la infiltración por la delincuencia organizada. El factor que explica la mayor fortaleza de los organismos militares sobre los civiles en el entorno de violencia e inseguridad heredado por el actual gobierno se resume en una palabra: disciplina.

La disciplina castrense permite una mayor vigilancia de los mandos y una intervención eficaz en la educación, el entrenamiento, las condiciones de vida y hasta la alimentación de la tropa. Es por ello que Andrés Manuel López Obrador ha pedido que el mando de la Guardia Nacional, la corporación federal con funciones policiales, se sitúe de manera permanente en el ámbito militar y no en el civil.

La disciplina castrense es también una de las razones por las cuales el actual mandatario entregó al Ejército y a la Marina la ejecución y la administración de importantes proyectos regionales —el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles, el Tren Maya, el Corredor Interoceánico— y el manejo de las aduanas. Los militares tienen un mayor control de los recursos, que ayuda al control de la corrupción y de los calendarios de entrega de las obras.

Por añadidura, el intensificar la convivencia entre uniformados y civiles permite superar la fractura que se generó entre unos y otros a raíz de la propensión de los gobiernos anteriores a usar a los soldados como instrumento de represión y hostilidad contra la población. Hoy, la intención no es militarizar a la sociedad sino socializar a los militares.

La “guerra contra las drogas” o “contra la delincuencia” terminó. El país transita por un nuevo paradigma de seguridad pública opuesto al populismo penal y centrado en la construcción de la paz y el combate a las causas profundas de la criminalidad: la corrupción, la pobreza y la marginación, el desempleo, las carencias educativas y sanitarias, la desintegración social. Y en este programa, salvo por la reconstrucción de la seguridad pública y las tareas de inteligencia, los principales instrumentos de seguridad no son policiales ni militares, sino los programas de política social.



aranza


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