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¿Por qué algunas personas nunca contraen la COVID-19?


2022-03-08

Daniela J. Lamas | The New York Times

Es colaboradora de Opinión y médica pulmonar y de cuidados intensivos en el Brigham and Women’s Hospital de Boston.

Este ensayo es parte de una serie de reflexiones de la sección de Opinión del Times sobre los dos años de la pandemia del coronavirus. Lee más en un texto introductorio [en inglés] de Alexandra Sifferlin, editora de salud y ciencia de Opinión, en nuestro boletín Opinion Today.

Como doctora en una unidad de cuidados intensivos, pienso a menudo en el aparente azar de las enfermedades infecciosas. Dos personas salen a cenar y toman lo mismo; una acaba en la sala de urgencias con intoxicación alimentaria, pero la otra no. La gripe estacional afecta a toda una familia, excepto a una persona, que se mantiene sana. Un caso de mononucleosis puede ser un mal recuerdo para una persona y convertirse en una sentencia de muerte para otra. Los médicos buscamos en las vulnerabilidades que podemos ver, como la edad, el estatus de vacunación y dolencias subyacentes, para explicar esos resultados, pero con frecuencia nos quedamos sin respuestas.

La imprevisibilidad del coronavirus ha evidenciado lo mucho que no sabemos. Cuando atendía a los pacientes de la unidad de cuidados intensivos en la primera ola de COVID-19, me preguntaba por qué hombres jóvenes sin factores de riesgo identificables estaban en estado crítico, mientras que sus parejas e hijos podían lidiar con sus síntomas en casa. Más recientemente, la variante ómicron se ha propagado en las ciudades con una tasa de contagio mucho más alta que antes, y sin embargo algunas personas siguieron dando negativo, incluso cuando convivían con una persona que había dado positivo.

Ahora los médicos e investigadores de todo el planeta están haciéndose preguntas similares, e intentando responderlas. Mayana Zatz estaba dando su paseo de costumbre cerca de su casa en São Paulo, Brasil, cuando se dio cuenta de que hacía varias semanas que no veía a uno de sus vecinos. Cuando se encontró con la esposa de su vecino, Zatz se enteró de que había estado enfermo en casa, con fiebre alta, tos y síntomas parecidos a los de la gripe. Ya entonces, febrero de 2020, eran señales de la COVID-19. La mujer estaba cuidando ella sola de su marido, sin mascarilla, y aunque esperaba caer enferma también, se sentía bien.

En las semanas siguientes, Zatz, genetista de la Universidad de São Paulo, no pudo dejar de pensar en sus vecinos. ¿Por qué no había enfermado la mujer? ¿Pudo ser que había evitado completamente el contagio? ¿O solo era que el coronavirus le había afectado menos? Sus vecinos se realizaron la prueba de anticuerpos para coronavirus y compartieron sus resultados con Zatz; como esperaba, el hombre presentó signos de un contagio anterior, pero la mujer no.

Zatz dio a conocer su interés en estudiar a más parejas discordantes como sus vecinos. Apareció en la televisión brasileña preguntando por casos de personas que hubiesen compartido vivienda y cama con una pareja contagiada y no hubiesen enfermado. Para su gran sorpresa, se vio inundada con miles de correos electrónicos. La historia de su vecino no era tan rara, al fin y al cabo.

Desde que la Organización Mundial de la Salud declaró la pandemia de COVID-19 en marzo de 2020, hace casi exactamente dos años, los científicos y profesionales sanitarios hemos aprendido una enorme cantidad de cosas sobre el coronavirus. La incertidumbre y el temor de ese primer brote ha dejado paso a una clara evidencia de cómo tratar mejor a los que enferman. Sabemos cuáles son las vías de transmisión, y en Estados Unidos tenemos la suerte de contar con vacunas y pruebas eficaces. Muchos somos afortunados de que nuestras vidas ya no estén tan limitadas por el virus. Pero por qué algunas personas no enferman, a pesar de su considerable exposición al virus, sigue siendo un misterio, uno de los más importantes de la pandemia. Una red mundial de científicos, entre los que destaca Zatz, creen que algunas pistas cruciales podrían hallarse en nuestros genes.

Zatz sospecha desde hace tiempo que la genética puede ser un factor que explique por qué hay personas que reaccionan de forma distinta a una misma enfermedad. Al principio de su formación como doctora, le atrajo el estudio de la distrofia muscular, y se preguntó por qué dos niños con la misma mutación genética podían presentar tan diversos grados de la enfermedad, y que uno acabara en silla de ruedas muy joven y el otro mantuviera una alta movilidad. Antes de la pandemia, también se centraba en los efectos divergentes del virus del Zika en gemelos. Tras observar a parejas de hermanos mellizos expuestos al Zika en el útero —uno nacía con malformaciones congénitas y el otro sin ellas—, su laboratorio pudo mostrar que era probable que esa diferencia también se debiera a la genética.

Cuando la pandemia empezó a propagarse con rapidez en Brasil, Zatz se dispuso una vez más a descubrir si había genes que protegían a las personas de la enfermedad y sus síntomas, y si se trataba de personas con una resistencia natural a este virus. Su laboratorio se puso manos a la obra para recoger muestras de sangre de 100 de las parejas que se habían puesto en contacto con ella tras su aparición televisiva. Los investigadores descubrieron semejanzas entre los miembros contagiados y no contagiados de las parejas en edad y genealogía, pero los hombres eran más propensos a enfermar con el virus.

Zatz y sus colegas creen que no es posible que una única mutación genética pueda afectar a la reacción al coronavirus, de modo que buscaron combinaciones de genes que pudieran tener algo que ver. Al final encontraron algunas variaciones genéticas entre las personas contagiadas y sus parejas asintomáticas que influyen en la actividad de las células asesinas naturales, un componente fundamental del sistema inmunitario. Las personas sin síntomas de contagio eran más propensas a que sus células asesinas naturales reaccionaran con firmeza, lo que puede ayudar a fortalecer la defensa ante la infección. Esto no significa que todos los que evitaron la enfermedad lo hicieran gracias a sus genes, y el equipo de Zatz decidió concentrarse en este aspecto concreto de la respuesta inmunitaria, cuando seguramente influyen otros muchos factores. No obstante, estos hallazgos proporcionaron una pieza del rompecabezas.

Hoy, el laboratorio de Zatz, que se ha hecho famoso por su investigación sobre la resistencia a la COVID-19, también está buscando respuestas en una población que, a primera vista, parece la más vulnerable al coronavirus: los centenarios. Su equipo ha recogido muestras de sangre de 100 personas mayores de 90 años, entre ellas 15 centenarias, de las cuales una se conserva con una extraordinaria salud a sus 114 años. Todas estas personas salieron relativamente indemnes del contagio o tuvieron contacto con el virus, pero nunca presentaron síntomas. Centrarse en esta población, que normalmente se consideraría de alto riesgo por su edad avanzada, pudo ayudar a aislar un factor genético que explica las consecuencias de la COVID-19. El equipo de Zatz va a infectar algunas de sus células con las variantes delta y ómicron en un laboratorio para tratar de identificar qué mecanismos —incluida tal vez la actividad de las células asesinas naturales— podrían brindar esa protección eficaz.

“Si de verdad podemos averiguar cuáles son los genes resistentes y qué hacen, creo que podremos encontrar nuevos tratamientos, pero eso llevará algún tiempo”, me dijo Zatz.

Otra de las figuras clave que está estudiando por qué algunas personas parecen resistentes a la COVID-19 es Jean-Laurent Casanova, inmunólogo pediatra y genetista de la Universidad Rockefeller. También va a la caza de marcadores genéticos de la resistencia a la COVID-19 en sus laboratorios en Nueva York y París. Junto con un equipo internacional de científicos, publicó hace poco un llamado a personas de todo el mundo que hayan mantenido un contacto prolongado con el coronavirus y nunca hayan dado positivo. Ya ha recabado más de 10,000 correos electrónicos de personas de todo el planeta, incluso desde Siberia, la Patagonia e Indonesia, todas dispuestas a que se secuencie su genoma. “Estamos mandando kits de recogida de saliva a las cuatro esquinas del mundo”, me dijo.

Casanova también está trabajando en la misma pregunta, pero a la inversa: ¿cómo es posible que personas en principio sanas puedan desarrollar una enfermedad que amenaza su vida? Desde su consulta de pediatría en París, donde le llamaron la atención los niños que desarrollaban una enfermedad crítica después de lo que debería haber sido una dolencia moderada, ha estudiado las mutaciones genéticas —que él denomina “errores congénitos de inmunidad”— asociadas a varias versiones de infecciones por lo demás relativamente inofensivas. En 2015, su laboratorio demostró que algunos casos graves de neumonía gripal podrían deberse a mutaciones en un gen que controla la producción de interferones del sistema inmunitario, unas proteínas que actúan para mantener a raya los virus. Este trabajo, dijo, era el “campamento base” para su estudio del coronavirus.

Hasta la fecha, Casanova y sus colegas han identificado un pequeño porcentaje de pacientes graves de COVID-19 con mutaciones en genes relacionados con los interferones, lo que produce una falla en la capacidad del cuerpo para defenderse de la infección. Todas estas personas estaban sanas antes de contagiarse del coronavirus. Después descubrió que el 15 por ciento de ellas tenían anticuerpos que atacaban por error a los interferones y mermaban su funcionamiento en la respuesta inmunitaria.

Aunque el equipo de investigación de Casanova está acostumbrado a este tipo de hallazgos, no es habitual que representen un porcentaje de casos tan alto, dijo. “Es una sorpresa para todos en mi campo”, me contó. Esto indica que quizá los científicos podrían realizar pruebas de estos anticuerpos a gente con otras vulnerabilidades, como las personas mayores, con el fin de saber quiénes están en especial riesgo de contraer una enfermedad grave. Los doctores Zatz y Casanova enfocaron este trabajo con hipótesis concretas, con ideas sobre qué pasos del sistema inmunitario podrían explicar la susceptibilidad o la resistencia al coronavirus. Pero esa no es la única forma de investigar el papel de la genética en la enfermedad. Casanova, junto con otros científicos, adopta además otro enfoque distinto para la misma pregunta, y utiliza biobancos de datos genéticos de grandes franjas de la población para buscar en genomas enteros vínculos entre los genes y la enfermedad. Este método se conoce como “estudios de asociación del genoma completo”.

“Dejamos que los datos nos enseñen lo que tengan que enseñarnos”, dijo Benjamin Neale, codirector del Programa de Genética médica y Poblacional del Instituto Broad en Boston. En marzo de 2020, él y sus colegas crearon la Iniciativa de Genética del Huésped COVID-19 que une a académicos y compañías de venta de pruebas genéticas al consumidor con bases de datos genéticos, como Ancestry.com y 23andMe.

Conscientes de que el tiempo era oro cuando el virus se propagaba en todo el mundo, los investigadores se congratularon de haber encontrado “datos sólidos”, dijo Mark Daly, director del Instituto de Medicina Molecular de Finlandia y uno de los responsables de la iniciativa. Los datos mostraban asociaciones entre infecciones graves de coronavirus y variaciones genéticas relacionadas con cómo reacciona el sistema inmunitario a la infección, incluidos los genes implicados en el funcionamiento de los interferones. También se encontraron asociaciones entre enfermedades graves y variaciones genéticas relacionadas con otras dolencias pulmonares, como la enfermedad pulmonar intersticial y el cáncer de pulmón. Que se hayan encontrado estas conexiones no es una prueba definitiva de que las variaciones afecten a cómo reacciona una persona a la COVID-19, pero sí sugieren una posible conexión que explorar más a fondo.

El trabajo de esta red de investigadores ha suscitado interés por un campo de estudio que no suele ser un centro de atención. Aunque los investigadores han estudiado la susceptibilidad genética y la resistencia al VIH, la tuberculosis y la malaria, nunca se había emprendido un esfuerzo a tal escala para discernir el papel que podría desempeñar la genética en la reacción a una enfermedad concreta, con múltiples estudios y resultados a la vez. Naturalmente, nunca había ocurrido que un virus nuevo paralizara y remodelara de forma tan exhaustiva a una sociedad y los científicos dispusieran de herramientas de secuenciación genética.

“La reacción del huésped a los agentes infecciosos no ha recibido ni de lejos la misma atención de la genética que las enfermedades raras, las dolencias crónicas comunes y el cáncer —señaló Daly—. Los conocimientos adquiridos aquí, y entender tanto la susceptibilidad como la gravedad, me ha hecho ver lo mucho más que nos puede enseñar la genética sobre la biología de las enfermedades infecciosas.”

La genética es complicada. Suele haber mucho ruido, sobre todo durante la evolución de una pandemia. Para empezar, entender por qué una persona podría no contraer la COVID-19 se vuelve más difícil ahora, cuando hay factores —como las vacunas, las dosis de refuerzo y los contagios previos— que pueden influir en cómo se las arregla la gente contra el virus. Incluso la pregunta de si algo tan simple como el grupo sanguíneo se relaciona con las consecuencias de la COVID-19 —a lo que se prestó mucha atención al principio de la pandemia— está plagada de ciencia en conflicto y no es algo que a los médicos que trabajamos en cuidados intensivos nos parezca muy trascendente. Para dificultar las cosas, la conducta y el entorno de las personas pueden afectar al funcionamiento de sus genes.

“Como genetistas, tenemos una práctica excepcional en la identificación de áreas del genoma que tienen importancia de algún modo, pero nos queda mucho camino antes de poder convertir ese ‘de algún modo’ en conocimiento de cómo repercute en una enfermedad concreta. Ahí es justo donde estamos en la genética. Es asombroso, pero también muy frustrante”, dijo Neale.

Y ni siquiera el conocimiento más profundo de la genética de una enfermedad garantiza que los científicos puedan desarrollar un medicamento que funcione. Para complicar las cosas, las mutaciones pueden tener efectos positivos y negativos de forma simultánea: la misma variación genética que puede generar resistencia al VIH también puede aumentar la susceptibilidad al virus del Nilo Occidental.

Pero si hubo alguna vez un momento idóneo para avanzar en un campo mediante la colaboración mundial y con decenas de miles de personas dispuestas a ofrecer su información genética para ayudar a impulsar la investigación, es este. Del mismo modo que se desarrolló una vacuna contra la COVID-19 en unos plazos que a muchos les parecían imposibles, también la investigación genética de la enfermedad podría progresar a pasos agigantados que en tiempos de normalidad parecerían implausibles.

“Creo que esta pandemia ha unido a dos comunidades que no habían cooperado lo suficiente”, me dijo Daly, refiriéndose al campo de la genética y al de las enfermedades infecciosas. Y esto es solo el comienzo.

Cuando empecé a pensar en el posible papel de la genética en esta enfermedad, me preocupó que al contar la historia de los genes desviáramos la atención de los fracasos sociales que han exacerbado los estragos del virus. Cualquier científico te dirá que los factores observables, como las dolencias subyacentes, la edad y las aportaciones del entorno que determinan el riesgo, desempeñan un papel importante. Las personas sin acceso a la atención médica o que viven en hogares hacinados y desatendidos seguramente corren un mayor peligro que aquellos que poseen ciertos marcadores genéticos y tienen el lujo de poder mantenerse a salvo.

Sin embargo, esa no es la única manera de contar esta historia. El poder de la genética consiste en dar sentido al azar y entender la biología y, con ello, dejar de culpar a la persona.

Hace poco hablé con una antigua paciente de COVID-19 que estuvo a punto de morir por la enfermedad, mientras que sus padres se mantuvieron sanos en general, a pesar de haber convivido con ella los días previos a la aparición de los síntomas y de haber cuidado de ella. Dijo que las personas que se enteran de lo que le ocurrió siempre buscan una explicación, alguna pista, de por qué una joven sana casi muere a causa del virus. Debe de haber algo que la puso en riesgo. “Creo que a las personas les incomoda tanto el azar que acusan a la víctima. Se apartan así de la tragedia —dijo—. He perdido el control de mi vida, básicamente. Y la gente no quiere creer que hay azar en ello, porque les produce auténtico pavor.”

Es improbable que alguna vez tengamos una explicación completa para todas las personas que enfermaron de gravedad y para todas las que no lo hicieron. Pero tal vez este trabajo en la genética pueda procurarnos una forma de asimilar la verdad de que cualquiera de nosotros podría ser vulnerable. Hay vulnerabilidades que podemos ver, como la edad y las dolencias médicas subyacentes. Y también hay vulnerabilidades menos visibles, que incluso estén codificadas en nuestros genes.

Pero nuestro código genético es solo donde empieza todo. A los vecinos de Zatz les fue bien, al final. El hombre se recuperó mientras que la mujer sigue sin contagiarse, o al menos no ha tenido síntomas. ¿Fue por sus genes? Quizá los científicos nunca lo sepan. En última instancia, nuestros genes son solo una pieza de la increíblemente compleja historia de este virus, una historia que contamos y volveremos a contar en los años que vendrán.
 



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