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Un mesero, un chofer de taxi, un ingeniero: los combatientes de Estados Unidos con rumbo a Ucrania


2022-03-15

Por Kimiko de Freytas-Tamura | The New York Times

NUEVA YORK — A principios de marzo, Yuriy Blazhkevych, un taxista que vive en Brighton Beach, Brooklyn, estaba en su garaje viendo imágenes de Ucrania en su celular que mostraban edificios con ventanas destrozadas por las explosiones, tanques que arrollaban coches y personas que huían por sus vidas.

Luego, vio las fotos de niños muertos.

“Estaba llorando”, dijo Blazhkevych en su casa, menos de 24 horas antes de abordar un vuelo hacia Varsovia, Polonia. “Cada cinco minutos había algo nuevo. Entonces, me dije: ‘O veo la guerra a través de Facebook, escribo en los comentarios y lloro. O voy y ayudo’”.

Blazhkevych, de 63 años, se mudó a la ciudad de Nueva York desde Leópolis, una ciudad al oeste de Ucrania, poco después del colapso de la Unión Soviética en 1991. Blazhkevych comenzó a usar pantalones de mezclilla —que estuvieron prohibidos durante mucho tiempo donde vivía— y a escuchar los álbumes originales de Pink Floyd, no las versiones piratas. Treinta y tantos años después, tiene tres hijos —entre ellos, una niña de 11 años—, una esposa y una exesposa, con quien mantiene contacto cercano. La vida ha sido amable con él.

Y, a pesar de todo, forma parte del contingente cada vez mayor de ucranianos en Nueva York y en todo Estados Unidos, muchos de los cuales nunca han disparado un arma, que están respondiendo al llamado del presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, para unirse a la primera línea de defensa en contra de Rusia.

También es el caso de Ana Bogdanova, de 37 años, una científica de datos que está cambiando las cafeterías y las tiendas de ropa de East Village en Manhattan por un entrenamiento para usar armas en su ciudad natal, Ternópil. Es la misma situación de Ivan Danyliuk, de 18 años, de Ridgewood, Queens, quien es mesero en Veselka, el popular restaurante ucraniano en East Village que se ha convertido en un centro para que los neoyorquinos muestren su solidaridad. Y está Yuriy Nikolaevich, de 55 años, un ingeniero forestal que ha vivido en Somerset, Nueva Jersey, durante 20 años.

Entre la gente que ya partió están Bogdan Globa, de 33 años, un activista de los derechos de la comunidad LGBT que vive en el Upper East Side de Manhattan y está colaborando con ayuda humanitaria en la frontera polaca, y Andrey Liscovich, de 37 años, un emprendedor tecnológico que estudió en la Universidad de Harvard y dejó su trabajo en Silicon Valley para combatir en Zaporiyia, el sitio donde está la planta nuclear más grande de Europa, de la cual se apoderaron las fuerzas rusas.

“Estoy muerta de miedo, pero eso no cambia nada”, dijo Bogdanova, quien para este artículo solicitó cambiar su apellido por el equivalente de un segundo nombre, porque sus padres, que están en Ucrania, no conocen su decisión.

“Déjame ponerlo así: cuando veo hormigas en la cocina, las junto y las llevo afuera”, dijo Bogdanova. “Me es imposible lastimar a otro ser vivo. Pero, en este caso, están destruyendo y bombardeando todos los días. Haré lo que tenga que hacer. Tomaré las armas, no dudaré”.

Al parecer, tampoco lo hará Blazhkevych, quien hace poco empezó a conducir lento en su auto —al cual le pintó obscenidades para referirse al presidente de Rusia, Vladimir Putin— por Brighton Beach, en donde residen muchos rusos.

Zoryana Blazhkevych y Yan Bocharov, su hija y yerno, saben que es terco. Según ellos, esto explica su decisión y los hace preocuparse más por su bienestar en una zona de guerra.

“Nunca usa calcetines. Hasta cuando nieva, usa sandalias”, dijo Zoryana, medio resignada, quien estaba sentada junto a su padre y Oksana, que tiene 11 años y es la hija más joven de Blazhkevych, el día previo a su partida a Polonia. El esposo de Zoryana agregó: “El hombre odia los calcetines, ¿qué va a hacer cuando necesite usar botas?”. Ambos rieron un momento, luego se cubrieron los ojos y lloraron bajito. Oksana se quedó callada.

“Oksanka”, le dijo Yuriy Blazhkevych a la niña con delicadeza, usando un término de cariño. Ella se hundió más en el respaldo del sofá. Él suspiró, se levantó y caminó sin hacer ruido por la sala, con los pies descalzos.

“Estoy muy enojado”, dijo Blazhkevych, defendiendo su decisión. “Estoy tan enojado que perdí todo el cabello”, dijo mientras se quitaba la gorra de béisbol y se tocaba la cabeza calva.

Él creció durante la ocupación soviética. Tenía poco más de 20 años cuando descubrió, “poco a poco”, que Ucrania había tenido sus propios idiomas y cultura durante cientos de años antes de ser absorbida por la Unión Soviética. “Destruyeron la historia y la cultura de Ucrania durante siglos”, dijo. Hasta el día de hoy, se niega a beber vodka hecho en Rusia.

“Haré lo que me pidan que haga”, dijo cuando se le preguntó sobre su plan una vez que se enliste en Leópolis, su ciudad natal. “Puedo conducir camiones para ellos”, dijo. “Pero me gustaría disparar”.

Blazhkevych gastó más de 3000 dólares en equipo militar en Nueva Jersey, incluidos uniformes militares, botas, gafas de protección nocturnas y un casco. Zoryana laminó fotografías de la familia para que se las pudiera llevar.

Cuando aterrice en Varsovia, usará WhatsApp para comunicarse con quienes lo llevarán al otro lado de la frontera.

Ivan Danyliuk, el mesero joven del Veselka, piensa partir pronto a su ciudad natal, Ternópil, en el oeste de Ucrania, con muy poco equipaje, excepto algo de dinero en efectivo que ganó en su trabajo.

“En realidad no sé cómo decirlo, pero nunca extrañé Ucrania hasta que comenzó la guerra”, dijo Danyliuk, quien tenía 14 años cuando llegó a Nueva York. En buena medida, su vida en la ciudad se ha enfocado en el trabajo, jugar fútbol, salir con los amigos y cosas de adolescentes, dijo. “Así que me siento un poco avergonzado de estar aquí, a salvo, mientras mis amigos pelean”.

Una noche, después de que comenzó la guerra, su madre entró en su habitación a las 3:00 a. m. “¿Viste las noticias?”, le preguntó. “¿Vas a ir a Ucrania?”. Cuando él le dijo que “sí”, su madre se rió: no le creía. Un día después, se dio cuenta de que hablaba en serio.

“Ella se enojó. Mi papá se enojó. Dejamos de hablar de eso”, dijo. “No quiero que mis padres se enojen. Así que les enviaré un mensaje por WhatsApp cuando esté en Polonia”.

Yuriy Nikolaevich, el ingeniero forestal, es una peculiaridad entre los entrevistados: tiene entrenamiento militar. De joven en la Unión Soviética aprendió a operar misiles antisubmarinos en San Petersburgo. “Puedo manejar rifles Kalashnikov, armas automáticas, tan solo necesito un par de días” para familiarizarse de nuevo con las armas, dijo.

La semana pasada partía hacia Ivano-Frankivsk, la ciudad al oeste de Ucrania donde creció, y tenía la intención de unirse a la resistencia en Kiev o en algún otro lado que esté bajo un fuerte ataque más al este.

El consulado de Ucrania en la ciudad de Nueva York ha asesorado a los voluntarios sobre lo que deben empacar, dijo Nikolaevich. “Nos pidieron que lleváramos muy pocas pertenencias personales, tan solo una bolsa por persona, y nos dieron una lista de equipo y ropa militar”, comentó. Como se están agotando las provisiones, Nikolaevich también lleva más de una docena de bolsas llenas de medicamentos y diversos artículos como calcetines térmicos para otros soldados.

Oleksii Holubov, el cónsul general ucraniano en Nueva York, enfatizó que su oficina no es “una agencia de reclutamiento”, pero confirmó que hay una lista sugerida de artículos para las personas con pasaporte estadounidense que deseen participar como voluntarias. Incluye “buenas botas, protección para ojos y oídos, talco para pies” y cinturones y soportes compatibles con fusiles AK47.

Nikolaevich tiene dos hijas, la menor de las cuales, Sofía, de 21 años, también espera unirse como voluntaria médica. Su esposa y su hija mayor también están considerando ser voluntarias. “Todas las familias ucranianas están ayudando, ya sea reuniendo donaciones o luchando”, dijo.

Hace unos días, Liscovich, el emprendedor tecnológico, partió de San Francisco rumbo a Zaporiyia, su ciudad natal, con dos cambios de ropa, un panel solar para cargar sus teléfonos y computadora portátil, un sistema de filtración de agua, un equipo de primeros auxilios, 4000 dólares en efectivo y tarjetas de crédito para provisiones. Liscovich voló a Polonia, luego tomó dos trenes a Ucrania. De ahí, aprovechó el aventón de unos bomberos y luego seotro de unos desconocidos.

“Nunca he sostenido un arma que no sea una pistola de agua”, dijo Liscovich, a quien sus colegas militares han apodado “el Estadounidense”. Debido a sus antecedentes en el sector tecnológico, fue designado jefe de logística y abastecimiento de la unidad militar local. Ya ha gastado 20,000 dólares en provisiones, gracias a las donaciones que le han enviado a través de Venmo.

Se está hospedando en un hotel enfrente del principal edificio administrativo de la ciudad, similar al que bombardearon los rusos en Járkov, y le preocupa su seguridad. “Por ahora, puedo ver la bandera ucraniana desde mi ventana, pero es lo primero que derribarán si toman el control”, afirmó.

En las noches, los ataques aéreos no lo dejan dormir, por eso se siente agotado mental y físicamente. Todas las noches baja corriendo ocho pisos y busca refugio en el sótano de su hotel, un búnker antiguo construido los soviéticos en la década de 1970 y que ahora les brinda protección a los ucranianos. “Es justo lo que ves en la serie Chernóbil de HBO”, dijo. “De noche, no hay luz. Está oscura y fantasmagórica; es escalofriante. Nunca había visto mi ciudad así”.

Un pianista ávido, Liscovich dijo que una de sus piezas musicales favoritas es la Séptima sinfonía de Beethoven. Ahora está incluida en un testamento que escribió hace poco en su laptop en el vuelo hacia Europa.

“Es fúnebre”, comentó. “Pero es la música que se toca después de que mueres, ¿no?”.



Jamileth


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