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¿Por qué España influye cada vez menos en América Latina?
Ramón González Ferriz | The Washington Post El 9 de febrero, el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, afirmó que su gobierno buscaba “una pausa” en sus relaciones con España: “Para respetarnos y que no nos vean como tierra de conquista. Queremos tener buenas relaciones con todos los gobiernos del mundo, pero no queremos que nos roben”. Es probable que la frase, como la carta que en 2019 mandó al rey español Felipe VI pidiéndole que se disculpara por los abusos de la Conquista, respondiera más a las necesidades de política interna que a un intento de alterar de manera duradera las relaciones diplomáticas. Pero es cierto que las relaciones entre España y los países latinoamericanos —que fueron un motivo de orgullo para la primera— no son las mismas que en el pasado. ¿Qué ha ocurrido? Durante las casi tres décadas y media transcurridas entre 1978 —el año de aprobación de la Constitución española aún vigente— y 2011 —cuando quedó claro que la crisis financiera iba a tener efectos políticos duraderos— la vida pública española versó, en gran medida, sobre la llamada Transición. Esta había permitido pasar, con dificultades pero logros reales, de la dictadura nacionalcatólica de Francisco Franco a una democracia liberal cada vez más integrada al mundo. En política exterior, aunque el país se centraba en su entrada y consolidación en las instituciones europeas, veía su influencia en América Latina como una prueba de su cada vez mayor ascendiente. A los españoles les gustaba pensar que su Transición había sido el modelo para otras posteriores en América Latina, y algunos políticos e intelectuales reconocían que esta les había servido, al menos en parte, de inspiración. Ricardo Lagos, expresidente chileno, dijo que en los años previos a la transición chilena había observado con atención la española y que esos procesos de democratización que lideró España habían creado “una identidad política de valores compartidos” entre ambos lados del Atlántico. El historiador mexicano Enrique Krauze afirmó que la “transición democrática española” fue un proceso que los mexicanos “seguimos con pasión porque desmintió la leyenda de que los pueblos de raíz hispana estamos incapacitados para la democracia”. Pero la influencia política de España iba más allá de las transiciones democráticas. Como recordó recientemente en la revista Política Exterior el político Ramón Jáuregui, España fue fundamental para los acuerdos de paz en América Central en 1986, lideró la organización de la primera Cumbre Unión Europea-América Latina en Río de Janeiro en 1999 y fue clave para la creación en 2003 de la Secretaría General Iberoamericana. España no solo tenía influencia política en América Latina, también demostraba allí su fortaleza económica. Ese proceso inició a finales de los años 1990 cuando, después de un proceso de liberalización de la economía y la entrada en el euro, algunas grandes empresas españolas iniciaron su expansión global invirtiendo en América Latina. Un informe de 2003 del Real Instituto Elcano señalaba que España era “uno de los países más influyentes del mundo en América Latina”. Y la llegada de las empresas españolas había sido una “apuesta estratégica” beneficiosa para ambas partes. La acción española, agregaba, había ido más allá de la inversión: “Ha puesto también un énfasis especial en la creación y reforzamiento de instituciones políticas y económicas con capacidad de cimentar el proceso de desarrollo y de facilitar la transformación de las sociedades iberoamericanas”. España estaba “fortaleciendo la expansión de las libertades y la integración de América Latina en la economía internacional”. Y sentía que exportaba a América Latina, al mismo tiempo, riqueza y democracia. Por buenas que fueran las intenciones, no era difícil ver en esas afirmaciones un aire neocolonial. Sin embargo, en los últimos años, España ha tenido un papel muy reducido en el proceso de paz de Colombia y fue poco relevante en las negociaciones de Venezuela. Y hoy, el gobierno español asiste asombrado a cómo López Obrador, Daniel Ortega en Nicaragua o el propio Nicolás Maduro en Venezuela cuestionan su papel en la región y le atribuyen la culpa histórica de sus carencias políticas, económicas y sociales. Algo parecido sucede en el plano económico. España sigue siendo el segundo mayor inversor en la región, tras Estados Unidos, y casi 30% de las inversiones españolas en el exterior van a parar a América Latina. Pero algunas de las empresas españolas que desembarcaron allí hace más de dos décadas están desinvirtiendo; por ejemplo, Telefónica abandonó inversiones en Colombia y Chile, Santander salió de Puerto Rico y BBVA de Paraguay. Esa progresiva retirada tiene varias causas: la crisis financiera de 2008 y la posterior crisis de deuda, a partir de 2010, que obligaron al gobierno español a centrar en la Unión Europea la mayor parte de su actividad exterior; la disparidad de objetivos políticos de los distintos países de América Latina, que ya no ve en dicha Unión un ejemplo para su propia integración y, por lo tanto, a España como un ejemplo a seguir y una mediadora entre las dos partes; la fuerte entrada de inversión china; la volatilidad política de la región; y, por supuesto, un cambio generacional en ambos lados que ha cambiado las prioridades políticas. Hoy, el Partido Socialista Obrero Español y el Partido Popular, tradicionales de la democracia española y que en su momento fueron también un modelo de organizaciones democráticas de centroizquierda y centroderecha, han perdido la influencia que solían tener en América Latina. Quienes la ejercen ahora son los dos partidos políticos de ámbito nacional español más extremos: Podemos, con fuertes vínculos con los gobiernos de Venezuela y Bolivia, y Vox, que ha creado con algunos partidos de derechas de la región una fantasmagórica unión anticomunista cuyos objetivos se resumen en la llamada Carta de Madrid. El vínculo cultural entre los dos lados sigue siendo el más fuerte entre continentes, quizá con la salvedad del existente entre Reino Unido y Estados Unidos. En muchos sentidos, eso bastará para que la relación entre ambos siga siendo especial. Pero si durante décadas España fue arrogante y dio por sentado que podía ocupar el centro de Iberoamérica por ser más rica, y porque su modelo político era fácilmente exportable, hoy apenas se defiende de manera convincente cuando algunos líderes latinoamericanos acosados por problemas internos la utilizan como herramienta de distracción. La pregunta lógica es si España puede encontrar la manera de ser una presencia benigna en América Latina abandonando al mismo tiempo toda tentación paternalista.
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