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En Perú, ninguna fuerza política ve más allá de sus narices
Jonathan Castro Cajahuanca, The Washington Post “El Perú no está pasando por un buen momento”, dijo el presidente Pedro Castillo luego de levantar una arbitraria orden de inmovilización obligatoria por 24 horas en Lima y Callao que decretó el lunes 4 de marzo cerca de la medianoche. En ocho meses de gobierno, fueron sus primeras palabras con las que la mayoría de los peruanos podríamos estar de acuerdo. Solo en las últimas dos semanas atravesamos un intento de vacancia presidencial, la censura al ministro de Salud, estallidos sociales a nivel nacional y los primeros muertos en conflictos sociales de su gobierno (el único respiro que tuvimos fue la clasificación de la selección de fútbol al repechaje para el Mundial de Qatar). El problema es que no hay ningún motivo para creer que el oficialismo y la oposición, juntos o separados, puedan enrumbar al país hacia algún mejor futuro. No hay ni agenda mínima común ni mucho menos pacto para una transición a un nuevo gobierno. Los últimos días solo han revelado las otras aristas con las que el país tiene que lidiar, así como la incapacidad de los actores políticos para darse el trabajo democrático de negociar salidas ante el entrampamiento en el que se encuentran. Cada uno ha preferido permanecer pétreo, cómodos en la marginalidad de la historia. A estas alturas, lo mejor es evitar pensamientos esperanzadores sobre el futuro político peruano. Castillo es un gobernante que ha destruido la escasa tecnocracia estatal y ha repartido puestos públicos entre grupúsculos pequeños, con acusaciones de corrupción de por medio. Sobre el papel tiene una decena de objetivos prioritarios, pero no lidera ni comunica nada al país. Además, se ha ido quedando sin aliados importantes en corto tiempo: no solo ha cambiado de equipos ministeriales de forma continua, sino también a su núcleo de asesores. Esto se agrava porque es incapaz de diferenciar entre un charlatán y un profesional al momento de elegir a sus funcionarios. También está rodeado de aduladores, como el ministro de Cultura, Alejandro Salas, quien en plena crisis dijo que “tenemos un presidente que escucha, un gobierno que no es represor ni dictador; tenemos un gobierno que camina de la mano con sus ciudadanos, que sabe escuchar”. Luego de los primeros días de las huelgas regionales de esta semana, motivadas por el alza de precios, la Dirección Nacional de Inteligencia elaboró un informe recogiendo los rumores sobre los inminentes saqueos que habría en la capital. Castillo se lo creyó, pese a que tenía los instrumentos suficientes para corroborar una afirmación que no tenía precedente en las últimas décadas. Asustado, en lugar de reforzar la seguridad policial en puntos claves, dio la orden de inmovilizar a más de diez millones de peruanos, y de paso le alcanzó la gasolina a sus adversarios. Hasta hace pocas semanas, los plantones limeños a favor de la vacancia de Castillo generaban la misma atracción que trabajar un lunes. Era imposible que sus promotores despierten una empatía descomunal, pues eran, en buena parte, el corazón de la vieja clase política, aquellos que intentaron robarse la elección de 2021 y le lavaron la cara a los viejos y los nuevos delitos del fujimorismo. Castillo, al ordenar inmovilizar Lima, regaló los motivos suficientes para que miles de ciudadanos, pese a sus diferencias, se plieguen legítimamente a una marcha en su contra. Frente a esta movilización y a la presión del Congreso, Castillo anunció que dejaría sin efecto la inmovilización. Donde algunos vieron a un presidente con capacidad para corregir sus errores, lo que vi fue a uno que toma decisiones sin medir las consecuencias. La oposición —tan errática como el Ejecutivo— no tiene los votos suficientes para destituir a Castillo. Ahora, además, un sector tiene una lectura errónea de lo sucedido: consideran que esta protesta ha roto el dique de las movilizaciones contra el gobierno. Pero me inclino a pensar que la protesta no se sostendrá de forma permanente, pues al día siguiente de las marchas ni siquiera volvieron a sonar las cacerolas por las ventanas. La aglomeración en las calles se consiguió, principalmente, por la amenaza de una decisión arbitraria antes que por la ilusión de cambio que pueden despertar los líderes de la derecha. Además, el vandalismo desatado por los matones que participaron en la marcha —saquearon una sede del Poder Judicial— tendrá un costo elevado. Fuera de Lima el malestar contra el gobierno es muy diverso: algunos piden que se vaya, otros que cumpla sus promesas, que solucione el alza de los precios derivados del alza internacional del combustible. También hay quienes quieren granjear gollerías y privilegios —como los transportistas informales— aprovechando el pánico. Además, estos grupos no tienen liderazgos claros con quienes dialogar. Estos factores —que antes no eran analizados— exigen que las siguientes decisiones se tomen con cuidado para evitar que los conflictos del país no exploten en simultáneo. La oposición más radical no ha planteado ninguna alternativa que lleve a una transición pacífica: su único objetivo es destituir a Castillo sin perder poder en el Congreso. Algunos no están dispuestos ni a reunirse, pues significaría ceder ante los “comunistas”. Del otro lado, el oficialismo tampoco está interesado en plantear salidas porque, por ahora, tiene los votos suficientes para no caer, y no quiere hacerle juego a los “fascistas”. Mientras tanto, las agrupaciones de centro se han repartido entre los que siguen a los primeros y los que se acomodaron con los segundos. Y la izquierda no castillista solo se ha limitado a plantear como solución la redacción de una nueva Constitución, en lugar de trazar una ruta que a corto plazo nos aleje del caos sin ser furgón de cola de la derecha. El único escenario en el que la oposición conseguiría los votos suficientes para vacar a Castillo es el más trágico de todos: que los conflictos sociales que están activos sigan escalando y un mal manejo de ellos generen más muertos. Ese es el escenario que se debe evitar. Lamentablemente, ninguna fuerza política ve más allá de sus narices. La permanencia de Castillo en el poder y de las fuerzas actuales en el Congreso solo debilitarán el sistema democrático, y generarán más inestabilidad que perjudica, sobre todo, a las clases más populares. El camino menos traumático para el país debería ser un adelanto general de elecciones. Pero sin reformas institucionales que eviten que el siguiente proceso arroje resultados parecidos a los últimos, mas que una huída hacia adelante, tendremos una huída en círculos. A estas alturas, soy escéptico de que el actual Congreso realice cambios que mejoren el sistema político. Sin líderes que rompan la polarización, estamos encaminados a mantener una larga conflictividad social. Jamileth |
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