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El deporte no resuelve conflictos políticos, pero puede intentarlo
Alberto Lati, The Washington Post Existe una extraña predisposición en los sorteos del deporte que lleva a enfrentarse en la cancha a quienes, por tensiones políticas o desencuentros históricos, se preferiría que no se enfrentaran. Eso ha propiciado que la Unión Europea de Asociaciones de Futbol (UEFA) coloque candados cada que expone a la suerte los grupos clasificatorios para Eurocopas o Mundiales. Por ejemplo, rumbo a Qatar 2022 se imposibilitó que compartieran sector eliminatorio hasta seis pares de equipos (como Rusia-Ucrania o Kósovo-Serbia). Una medida que surgió rumbo a la Eurocopa 2008, cuando Armenia y Azerbaiyán tenían que medirse a visita recíproca, y resultaron con partidos suspendidos por la guerra entre estas exrepúblicas soviéticas por el territorio en disputa de Nagorno-Karabaj. Una forma de asumir los límites del deporte es impedir que jueguen ciertos rivales. Implica una clara confesión de que el deporte fracasó: cuando ya ni una cancha puede compartirse es que no queda margen alguno para la convivencia ni, por ende, para una solución pacífica. Ley de Murphy a la futbolera, podríamos llamarle, y los precedentes abundan. Precisamente cuando se dio el primer cisma en el comunismo internacional, el rompimiento entre el líder yugoslavo Josip Broz “Tito” y el líder de la Unión Soviética Iósif Stalin, estas selecciones se encontraron con elevado rencor en los Olímpicos de 1952, cada plantel presionado por su respectivo mandatario a ganar como fuera. O semanas después de la entrada de tanques soviéticos a Hungría, estos países chocaron por una medalla de polo acuático en Melbourne 1956, violentísimo cotejo apodado “El juego de la sangre en la alberca”. O al sortearse la segunda ronda de la Concacaf de cara al Mundial de 1970, el destino se entercó en que se vieran las caras Honduras y El Salvador, ya divididas por profundos odios; lo que sucedió en la cancha encendió tan explosivo cóctel y detonó la denominada “Guerra del Futbol” o “Guerra de las cien horas””: 6,000 muertos, 20,000 heridos, miles de desplazados. Sin embargo, hubo casos en los que el conflicto no se vio venir. De cara a Rusia 2018 quedaron juntos Serbia y Suiza. De este último país su primordial característica es la neutralidad y parecería complicado que selección o afición alguna tuviera alguna rencilla previa con él. Pero al disolverse Yugoslavia en seis pedazos, tras la guerra de finales de los años noventas entre Serbia y Montenegro y el grupo rebelde albanés de Kósovo, esta última zona fue mantenida como parte de Serbia. Los serbios siempre han insistido que Kósovo es la cuna de su patria, aunque para ese momento la mayoría de la población kosovar ya era albanesa. Muchos de esos albaneses habían ido regresando a la tierra de sus abuelos, expulsados por los serbios a fines del siglo XIX. En esa guerra hubo odio étnico, persecución religiosa y represión hacia los kosovares del entonces mandatario serbio, Slobodan Milosevic. Hasta que la intervención de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, en 1998, derivaría en la independencia de Kósovo. Esa independencia era rechazada por Serbia, apoyada por su mayor aliado y protector, Rusia. El 22 de junio de 2018, en la Arena Baltika de Kaliningrado, hubo un empecinamiento de los astros para crear un duelo de alta tensión. Kósovo estaba ausente del Mundial, incapaz de calificar en su primera eliminatoria como selección admitida por la FIFA. Pero Serbia se iba a encontrar con lo más cercano posible al cuadro kosovar: una Suiza multicultural compuesta por nigerianos, cameruneses, chilenos, bosnios… y hasta cuatro integrantes con sus raíces en Kósovo o Albania. Serbia no tenía nada evidente en contra de Suiza, aunque sí de una Albania que comparte etnia, cultura e idioma con los kosovares. Antes del partido en Kaliningrado, el entonces ministro serbio de Exteriores, Ivica Dacic, había calificado la victoria previa sobre Costa Rica como un acto de venganza, recordando que el gobierno tico fue de los primeros en reconocer la independencia de Kósovo. Esa noche, la afición serbia exhibió en las gradas retratos de Ratko Mladic, militar serbio condenado por crímenes de lesa humanidad y limpiezas étnicas en Bosnia. Llegado el partido Granit Xhaka, hijo de un independentista kosovar que estuvo preso, haría el primer gol suizo. A eso se añadiría el segundo tanto, obra de otro suizo-kosovar, Xherdan Shaqiri, cuyos zapatos pretendió prohibir la federación serbia por mostrar la bandera de Kósovo. En los festejos de los dos goles, Xhaka y Shaqiri corrieron como poseídos haciendo con las manos la seña del águila albanesa. Hace unos días, en el sorteo del Mundial Qatar 2022, sucedió que Suiza y Serbia volverán a compartir grupo. Para mayor extrañeza, como cuatro años atrás los acompaña Brasil: tres conjuntos amarrados por el destino. El deporte ha probado en numerosas ocasiones su capacidad terapéutica, su inigualable rol para acercar a quienes están peleados y sus dotes diplomáticos. China y Estados Unidos descongelaron su relación en la década de 1970 a partir de unos partidos de tenis de mesa. Costa de Marfil frenó su Guerra Civil gracias a la pacificación emprendida por el delantero Didier Drogba al calificar al Mundial 2006. Nelson Mandela evitó el augurado conflicto postapartheid al servirse de la coronación sudafricana en el Mundial de rugby en 1995 para reconciliar a una población dividida. Como me explicara en una entrevista el polaco Lech Walesa, premio Nobel de la Paz en 1983, ya quisiéramos que en la vida sucediera lo que en el deporte: competir bajo reglas iguales y de antemano aceptadas por cada contendiente. Al mismo tiempo, si no permitimos que jueguen juntos quienes tienen algún rencor, cerramos la puerta a su convivio y cohabitación. El camino más corto al respeto es vernos como semejantes y escucharnos. Quienes no tienen la capacidad de disputar en paz un balón, mucho menos la tendrán para coincidir en cualquier ámbito fuera de la cancha. No obstante, el futbol jamás podrá sustraerse de lo que acontece en la realidad. Rara vez se inventa en un estadio una tensión política. Más bien, ahí termina por exhibirse y, en ocasiones, exponenciarse. Por ello hace falta mayor cuidado con expresiones políticas en la cancha, como las proyectadas en dichos festejos, aunque en vano clame el deporte que es apolítico. No lo ha sido, no lo es y no lo será, como toda manifestación de la humanidad. Por lo pronto, lo que la FIFA no hubiera querido: Shaqiri y Xhaqa, águilas con Suiza, la “otra selección kosovar”, enfrentarán de nuevo en un Mundial a Serbia. Jamileth |
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