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La democracia plebeya y la revocación de mandato en México
Fabrizio Mejía Madrid | The Washington Post Un camión con 18 personas viajó desde la comunidad Nueva Victoria hacia la cabecera municipal de San Fernando, en el estado de Chiapas. Querían votar en la consulta de revocación de mandato del presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), pero su pueblo fue uno de los más de 100,000 que se quedaron sin casilla por una decisión del Instituto Nacional Electoral (INE). Cuando el camión pasó por un barranco de 100 metros, se volcó. Murieron tres personas. Al día siguiente, la prensa y los partidos de oposición aseguraron que eran llevados contra su voluntad: “acarreados”, dijeron con desprecio. El presidente expresó su pesar por el accidente. Esta escena retrata lo que se vivió en México el domingo 10 de abril durante la primera consulta popular que puso el mandato del presidente en manos de las urnas: los pobres, los indígenas, los campesinos del sur y sureste hicieron lo inconcebible para ir a votar, mientras que el país urbano daba por sentado un ejercicio histórico y se debatía entre creerle a los medios corporativos acerca de que era un mecanismo innecesario, confundido con una elección, con la popularidad del mandatario o, de plano, con un “capricho” de su ego. Esa despolitización que impide ver lo público y sus conflictos, confundiéndolo con el carácter, la personalidad, la atracción tipo influencer. La despolitización que no permite ver en esta primera revocación de mandato un control horizontal del presidencialismo, de abajo hacia arriba; que entorpece deliberadamente la rendición de cuentas de un mandatario al que las urnas le han confiado llevar a cabo un programa de transformación. La despolitización que se enredó entre exigir lo que de todas formas sucederá —que AMLO se vaya cuando termine— y ahora quiere contabilizar la abstención en esta consulta como una fuerza propia. Las imágenes de las y los ciudadanos atravesando ríos en chalupas (balsas), caminando kilómetros de caminos rurales para llegar a la urna y formándose en enormes filas en sus municipios, son las de la democracia plebeya a la que se opone la democracia de la autoridad electoral que decidió, con desdén, instalar una tercera parte de las casillas con las que normalmente se cuenta en una elección federal: de las 160,000 que se habían señalado originalmente, el INE solo aprobó la instalación de 57,000. Lo mismo hizo la oposición y sus medios corporativos cuando insistieron en que ellos eran los auténticos ciudadanos al abstenerse de votar y no los “seguidores” del obradorismo; una paradójica oposición que cree que autonombrarse “sociedad civil” es ser ciudadanos y no lo es salir a ejercer un derecho constitucional. Los plebeyos, los siempre excluidos de la política, saben que ser ciudadanos no es ponerse un nombre sino tomar acción. A las consultas populares se ha opuesto la burocracia electoral que forma parte, junto con los jueces del ramo, de la burocracia de los partidos tradicionales —hoy de oposición— como el Revolucionario Institucional (PRI) y Acción Nacional. A la democracia participativa le han llamado “plebiscitaria”, como si fuera la aclamación del césar debajo del arco de triunfo. En una imprudencia Ciro Murayama, el consejero del INE encargado de la fiscalización de los partidos, comparó a López Obrador con el dictador Benito Mussolini. Trataron por todos los medios de impedir el rasgo plebeyo de esta consulta: desde privilegiar el uso de una aplicación de teléfono para obtener las firmas ciudadanas necesarias para pedir la revocación hasta posponer el propio ejercicio constitucional en diciembre del año pasado, pero la Suprema Corte de Justicia le ordenó no hacerlo. En medio, los consejeros más audaces del INE hablaron en contra del “populismo”, ese monstruo que destruye el equilibrio de poderes y la libertad privada, y hasta desdeñaron al pueblo al transmitir la caricatura de un chile chipotle que lanzaba regaños por no entender la democracia y sus instituciones. Censuraron también a todos los funcionarios públicos que hicieron llamados a votar en la consulta con la interpretación de que era equivalente a difundir “logros de gobierno” y, este fin de semana, trataron de comparar el índice de participación ciudadana con una elección federal presidencial y 100% de las casillas instaladas, y no como fue, con 33%. Al final, acabaron votando 16 millones de personas en 57,000 casillas, es decir, que cada urna hubo más votos que en la elección presidencial de 2018 que llevó a López Obrador a la presidencia. Con 15 millones de votos se declaró ganador a Vicente Fox en la de 2000 y a Felipe Calderón en los comicios fraudulentos de 2006. Así que a la oposición no le quedó sino intentar contabilizar la abstención como si fuera una fuerza propia. Nada más despolitizado que pensar que quien no se presentó a la urna fue porque estaba a favor de la oposición; una pretensión casi triste, una deriva solitaria. 91% refrendó su confianza en el presidente y, por tanto, lo empuja a profundizar las transformaciones. Se equivocan quienes creen que esa paliza electoral lo fortalece sin más. En realidad, lo obliga. En manos de los plebeyos, la política se ha constituido como un nuevo tipo de arraigo mexicano, lejos del nacionalismo revolucionario del Partido Único, el PRI, con sus estatuas presidenciales, sus desfiles rutinarios, su culto al porte del maniquí sonriente. Los plebeyos irrumpen con su pertenencia a la república, no a la nación. Al hacer de la política algo nuevamente vivible y no una esfera que hay que evitar para resguardar el minúsculo planeta de lo doméstico o lo intelectualmente distante, la democracia plebeya expresa la exclusión a partir de su propia irrupción. Los plebeyos se constituyen como pertenecientes a una república que los descalifica, los ningunea, pero que ya los vio. Cunden las expresiones que confunden a los plebeyos con rasgos despolitizantes: por ser pobres, viven manipulados por un líder con sus programas sociales y sus consultas; por no tener títulos universitarios, arruinan al país con su ignorancia; por ser emotivos no “votan bien”, como sostiene el escritor Mario Vargas Llosa; por ser impuros en los temas de política, son infiltrados en un territorio que no les pertenece. Si algo manifiesta el contundente resultado de la consulta revocatoria es el cambio de la relación de fuerzas entre los antes excluidos y los que se sentían habituados al paso de los presidentes. Como siempre, la vitalidad de las democracias se da cuando una parte desdeñada irrumpe en la escena de los sufragios, del imaginario de un país que, por fin, los incluya.
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