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¿Que es la conciencia y cómo educarla?


2022-04-19

Por: P. Miguel A. Fuentes | IVE 

La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está a solas con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella
         
Muchas personas me han consultado sobre la conciencia. Algunas de ellas explícitamente me han dicho que vivían en una situación de pecado (en concubinato, adulterio y otros vicios) pero que, al mismo tiempo, notaban cierta falta de remordimiento por su estado que los preocupaba; la pregunta en ese caso podría resumirse así: “¿se me ha dormido la conciencia?”. En otros casos el problema rondaba más bien por la conciencia escrupulosa; por ejemplo, una de estas personas decía: “tengo una conciencia algo escrupulosa que me empuja a alejarme de los sacramentos porque así vivo aparentemente más tranquilo (ya llevo más de veinte años sin recibir la comunión ni confesarme porque siempre que lo hacía igualmente me daba la impresión de seguir en pecado); ¿qué me aconseja hacer para formar mi conciencia?”. Finalmente, algunos han hecho preguntas más generales, queriendo informarse mejor sobre este tema tan importante; la más amplia de las consultas proviene de un profesor de religión y reza como sigue: “Quiero saber sobre la conciencia y cómo debe ser educada, también qué papel juega en ella la moral y los valores”.
    
Tomo pie de todas ellas, para exponer los principios generales de la conciencia moral.

1. Algunos errores sobre la conciencia

Se pueden señalar fundamentalmente dos errores sobre la conciencia, que observamos a veces entre la gente común, pero sobre todo defendidos por algunos filósofos e incluso teólogos.

(a) Sobre la naturaleza de la conciencia

El primer error consiste en entender la conciencia como una especie de facultad autónoma, independientemente de la inteligencia. En realidad la conciencia es un acto y no una facultad. En efecto, para explicar su función no hace falta suponer en el hombre una facultad distinta de la inteligencia. Pablo VI, hablando de la conciencia psicológica ha dicho que “es una especie de vigilancia sobre nosotros mismos; es un mirar en el espejo de la propia fenomenología espiritual, la propia persona­lidad; es conocerse, y, en cierto modo llegar a ser dueño de sí mismo” 1. La conciencia moral es ese mismo conocerse pero respecto de la moralidad de esos actos: del bien y del mal de nuestros actos pasados, presentes y futuros (los que planeamos). Las ideas de la conciencia que divulgan en nuestro tiempo muchas corrientes inspiradas en la New Age, hacen de la conciencia una especie de superfacultad, en algunos casos separada de todo hombre, concebida a modo de “alma del mundo” o “conciencia cósmica” o “universal”, que ni es 
Dios ni nada que en el fondo pueda definirse. Tampoco es exacta verla como hace Häring, tratando también de hacerse eco de la visión “holistica” en la que tanto insiste la New Age: “Habita tanto en el entendimiento como en la voluntad y es una fuerza dinámica en ambos, ya que la inteligencia y la voluntad pertenecen, juntas, al campo más profundo de nuestra vida psíquica y espiritual” 2.

(b) Conciencia creadora

Un segundo desacierto es atribuir a la conciencia la función de crear los valores morales, es decir, el determinar lo que está bien y lo que está mal. Advertía Juan Pablo II contra este equívoco: “Las tendencias culturales… que contraponen y separan entre sí libertad y ley, y exaltan de modo idolátrico la libertad, llevan a una interpretación «creativa» de la conciencia moral, que se aleja de la posición tradicional de la Iglesia y de su magisterio” 3.

Lamentablemente, el Pontífice no hablaba de corrientes ajenas a la Iglesia sino de posiciones enseñadas por moralistas “católicos”. Por ejemplo, B. Häring habla de la “cualidad creativa de la conciencia”, como algo superior a lo que él llama conocimiento abstracto y sistemático 4. Esto, traducido en lenguaje comprensible para los “no iniciados” significa lisa y llanamente que es el hombre quien en última instancia debe decidir cómo obrar en cada circunstancia concreta, sirviéndose sólo de modo ilustrativo de cuanto enseña la filosofía, la tradición, el magisterio y el mismo evangelio, etc. De este modo, un acto o comportamiento sería bueno si ha sido decidido “en conciencia”; pero la expresión “en conciencia” no significa aquí, como para la sana tradición filosófica, “después de haber visto qué es lo que Dios quiere (lo que muchas veces ya está expresado en sus mandamientos, en la revelación y en el magisterio auténtico de la Iglesia) y la naturaleza de las cosas exige” sino solamente en una especie de “resolución prometeica”: pura determinación de la voluntad del individuo en contra (o al menos, con total independencia) del querer de Dios y de la naturaleza de las cosas. Juan Pablo II ha notado en su encíclicaVeritatis splendor que a esto responde el mismo cambio de lenguaje que se ha operado entre la gente común: a los actos de la conciencia no se los llama ya “juicios” sino “decisiones” 5; en efecto, el juicio implica una comparación respecto de una norma (se juzga si algo está bien o mal, según que se adapte o no con una norma superior); en la decisión, en cambio, soy yo quien sentencia el valor que tendrán las acciones. Esta concepción, lastimosamente, quiebra la función de la inteligencia como “lugar” donde el hombre encuentra la luz de Dios que ilumina su obrar 6.

De aquí se sigue que, cuando se exige “libertad de conciencia”, lo que se pide, con frecuencia, no es respeto por aquello que vemos sinceramente que Dios (a través de las vías que tiene para mostrar su voluntad al hombre: naturaleza, revelación, magisterio) quiere de nosotros, sino el “derecho” de decidir lo que a cada uno le parece bien, y obrar en consecuencia. Muy semejante a la tentación del Paraíso: el pecado de Adán y Eva —a tenor del relato bíblico— consistió en el querer determinar por su propia cuenta el bien y el mal de sus actos, sin importarle la voluntad objetiva de Dios.

(c) La conciencia, último juez absoluto

Un tercer error que podemos señalar es el de quienes hacen de la conciencia el último juez absoluto. Es la consecuencia lógica del error anterior. Si la verdad objetiva (natural o revelada) juega un papel fundamental en la determinación de lo que está bien y de lo que está mal, entonces el último juez es la verdad objetiva, y nuestra conciencia debe, ante todo, buscar y descubrir esa verdad y adecuarse con ella. Pero si no es así; si nuestra conciencia es independiente de la realidad objetiva de las cosas y de las leyes divinas y humanas, entonces, cada uno de nosotros es su propio juez. En filosofía esto se denomina “justificación absoluta de la conciencia errónea”. Lo cual se dice pronto y fácilmente, pero ¿quién es capaz de medir las consecuencias de esta falsificación de las ideas? Recomiendo vivamente la lectura de la novela de Dostoievski “Crimen y castigo” para ver cuáles son los finales de tales principios. Si no se puede acceder a esta obra, puede tenerse una visión aproximada leyendo la crónica policial de cualquiera de los diarios de esta mañana. Después nos quejamos cuando escuchamos al machista que justifica su crimen diciendo “la maté porque era mía”. Este no es más que un caso de “conciencia-juez supremo” (uno de todos los que día a día elaboran las mentes de personas que no pasan por malevos sino por honrados ciudadanos… de este mundo).

Así y todo, esto es lo que enseña, por ejemplo, el ya citado Häring, cuando escribe que, en caso de conflicto entre la razón humana (que es falible, recordamos nosotros) y las leyes divinas (que son infalibles, recordamos nuevamente nosotros) … ¡hay que dar el privilegio a la razón humana! 7

A propósito de una discusión sobre el tema, y ante alguno que defendía posiciones semejantes a la que aquí trascribimos (por supuesto, siempre en el campo abstracto de los principios donde las consecuencias últimas quedan desdibujadas por las nubes de las alturas especulativas), escribió el entonces Cardenal Ratzinger en un hermoso discurso (sugestivamente titulado “Elogio de la conciencia”): “Una persona objetó a esta tesis que, si esto tenía valor universal, entonces quedarían justificados incluso los miembros de las S.S. nazistas, a quienes tendríamos que buscar en el Paraíso. Porque estos, en efecto, realizaron sus atrocidades con fanática convicción y también con una absoluta certeza de conciencia. A esto, el otro respondió con la mayor naturalidad que las cosas eran precisamente así: no hay ninguna duda que Hitler y sus cómplices, que estaban profundamente convencidos de su causa, no hubieran podido obrar de otro modo y que, por tanto, aunque sus acciones hayan sido objetivamente espantosas, ellos, en el plano subjetivo, se comportaron moralmente bien. Desde el momento en que siguieron su conciencia —aun cuando estuviese deformada— se debería reconocer que su comportamiento era para ellos moral y, por tanto, no se podría dudar de su salvación eterna. Después de tal conversación quedé absolutamente seguro que había algo que no cuadraba en esta teoría del poder justificativo de la conciencia subjetiva; en otras palabras: quedé convencido que lo que lleva a tal conclusión debía ser una falsa concepción de la conciencia. Una convicción firme y subjetiva y la consiguiente ausencia de dudas y escrúpulos no justifican para nada al hombre” 8. Por algo Juan Pablo II afirmó que “hablar de la inviolable dignidad de la con­ciencia sin ulteriores especifi­caciones, conlleva el riesgo de graves errores” 9.

2. La auténtica concepción sobre la conciencia

El Concilio Vaticano II describió la conciencia como “el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está a solas con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella”10. Decíamos más arriba que por “conciencia” (moral) no designamos otra cosa que el juicio moral de nuestra inteligencia sobre nuestros propios actos (presentes, pasados y futuros). Esto es posible porque se da en nosotros no sólo una conciencia psicológica de nuestro obrar (o sea, autopercepción de nuestros propios actos: yo sé lo que he hecho, lo que estoy haciendo y lo que proyecto hacer en el futuro) sino también un conocimiento de los principios fundamentales del bien y del mal (de la moral): “llevamos dentro de nosotros mismos —ha dicho el Cardenal Ratzinger— nuestra verdad, porque nuestra esencia (nuestra naturaleza) es nuestra verdad” 11. Esto nos permite captar la armonía o el desacuerdo de nuestros actos con esos principios morales que advertimos como universales y superiores a nosotros. San Pablo, al hablar de los paganos, ha escrito:cuando los paganos, que no tienen ley [es decir ley revelada], cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, son para sí mismos ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón (Ro 2,14). Esto explica la percepción de determinados comportamientos como abominables en cualquier cultura, época o nivel de civilización, como la traición a la patria, el filicidio, el homicidio del inocente, etc. Cada vez que obramos percibimos la conformidad o desajuste de nuestros actos con esa ley sobre el bien y el mal escrita en nuestro corazón (como lo atestiguan los remordimientos de los malos y la serenidad de conciencia de los buenos). Por eso, la conciencia moral es la inteligencia cuando descubre esa “ley que él (el hombre) no se da a sí mismo, pero a la cual debe obedecer… Ley inscrita por Dios en su corazón” 12.

De este modo, la conciencia, cumple un triple oficio: es testigo de lo que estamos haciendo o hemos hecho, de la bondad o malicia de lo que obramos o hemos obrado (cf. 2Co 1,12; Ro 9,1); es juez (aunque no supremo), porque nos aprueba cuando lo que obramos es bueno, y nos condena (remordimientos de conciencia) cuando hemos obrado o estamos obrando mal; y es pedagogo al descubrirnos e indicarnos el camino del buen obrar 13. Como decía san Buenaventura: “La conciencia es como un heraldo de Dios y su mensajero, y lo que dice no lo manda por sí misma, sino que lo manda como venido de Dios, igual que un heraldo cuando proclama el edicto del rey. Y de ello deriva el hecho de que la conciencia tiene la fuerza de obligar” 14.

3. Dos corolarios fundamentales

Yo señalaría dos temas importantísimos que deben tenerse en cuenta sobre la realidad de la conciencia: su relación con la verdad y el problema del error.

(a) La conciencia y la verdad

Con muy buen tino un teólogo de nuestro tiempo ha hablado de la función mediadora de la conciencia. ¿Qué significa esto? Quiere decir que la conciencia no es la instancia absoluta del bien y del mal en nuestros actos, sino que hay algo que está por encima de ella, y que sí merece el título de referencia moral última. Por eso, los antiguos decían que la conciencia era «regula regulata»: regla reglada; algo así como “regla medida”. Ella debe guiar nuestros actos, pero a condición de que ella misma se deje guiar, se con-forme, con algo que superior a sí misma. Eso superior es la verdad objetiva, que se contiene en Dios, porque es la Verdad Absoluta, y en la misma esencia de las creaturas, como verdad participada.

Ocurre con nuestra conciencia lo mismo que con un árbitro deportivo. Los jugadores deben atenerse a él y a sus decisiones, pero él juzga bien de un partido en la medida que aplique correctamente el reglamento y no distorsione la realidad según sus gustos, intereses o ganancias personales. A veces uno escucha: “es un referí bombero 15; sólo le pedimos que cobre lo que hay que cobrar”. El sentido común entiende que siempre hay un“lo que” (una relación objetiva) con lo que hay que ajustarse para estar en la verdad. Muchos tienen una conciencia bombera, pero como “cobra” a favor de nosotros (y en contra de la verdad) “no levantamos la perdiz” 16.

Así nuestra conciencia es árbitro de nuestros actos, pero sobreentendiendo que hay un Reglamento superior a ella; por tanto ella guía bien en la medida en que es fiel al reglamento de la verdad. La dignidad de la conciencia proviene de que nos hace de puente, intermediario, con esa verdad que, según hemos dicho, se encuentra escrita en lo profundo de nuestra naturaleza y corazón; naturaleza creada por las manos de Dios. Es por eso que la Sagrada Escritura insiste constantemente que busquemos la verdad y juzguemos de acuerdo a la verdad: No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto (Ro 12, 2).

(b) La falibilidad de la conciencia

El segundo tema que hay que tener en cuenta es la realidad de que la conciencia a veces se equivoca, puede fallar. “Ella, dice Juan Pablo II, no es un juez infalible” 17. Es un acto de nuestra inteligencia, la cual es creada, finita, falible, herida e influenciable.

Hay afirmaciones que son puramente abstractas o especulativas y que, por tanto, no nos comprometen en absoluto (mi vida difícilmente se encuentre en una encrucijada por declarar cosas como “hoy es un día pintoresco” o “pi es la decimosexta letra del alfabeto griego”). Pero hay otras que comprometen seriamente nuestra conducta (como reconocer que “nadie puede salvarse si muere en el estado en que yo me encuentro en este momento” o “en un peligro como el que se nos viene encima, un hombre honrado debe jugarse el pellejo”); estos son “juicios prácticos” que exigen de nosotros actitudes correspondientes, sacrificios, heroísmos o simplemente “obrar de modo consecuente”. Y como no todos están dispuestos a cambiar situaciones que hay que cambiar, a afrontar riesgos que hay que afrontar, a mantenerse firmes a pesar de las desventuras que puedan venir cuando la verdad lo exige, ocurre que los gustos, miedos, hábitos, comodidades, oportunismo, cobardía, flaqueza de ánimo o ruindad, interfieren sobre nuestra conciencia para “matizar”, “acomodar”, “ahogar, “amordazar” o “cauterizar” la conciencia. De allí que no siempre ésta pueda juzgar libre de prejuicios e influencias. Y por eso, tantas veces yerra o juzga tuertamente.

Pero cuando la conciencia juzga erróneamente —apartándose de la verdad— pierde su dignidad. Sólo hay un caso en que la conciencia, aún en el error, mantiene accidentalmente cierta dignidad: cuando yerra involuntariamente y es absolutamente incapaz de salir del error porque ni siquiera sospecha que está en el error. Esto es lo que los moralistas llaman “error invencible”. Ocurre cuando buscando decididamente la verdad cree encontrarla donde la verdad no está y la persona no puede percibir su error por ningún medio. En estos casos, la conciencia es subjetivamente inocente y nos desliga de toda responsabilidad. Pero esto no ocurre siempre tan limpiamente. No es el caso de los que no aman la verdad, ni se preocupan de ella; no es tampoco el caso de los que desprecian el consejo de los sabios y prudentes, y, en nuestra condición de católicos, no es el caso de quienes desprecian la enseñanza autorizada del magisterio de la Iglesia. Juan Pablo II, hablando de los teólogos que enseñaron (y enseñan) que se puede seguir la propia conciencia aún después de haberse enterado que el magisterio, en este o aquel punto concreto, enseña lo contrario de nuestro propio parecer, afirma con particular dureza: ¡“esta negación hace vana la cruz de Cristo”! 18; porque precisamente “…el magisterio de la Iglesia ha sido instituido por Cristo el Señor para iluminar la conciencia”19. El magisterio no es una opinión más sino una de las fuentes donde debemos iluminar la conciencia. De ahí que nos deban interpelar agudamente aquellas palabras de un documento sobre la función del teólogo en la Iglesia: “Oponer al magisterio de la Iglesia un magisterio supremo de la conciencia es ad­mitir el principio del libre examen, incom­patible con la economía de la Revelación y de su transmisión en la Iglesia, así como con una concepción correcta de la teología y de la función del teólogo” 20. O sea: es mala teología y equivale a renovar el error de los reformadores protestantes.

Por eso, citando nuevamente a Juan Pablo II, debemos decir que “no es suficiente decir al hombre ‘sigue siempre tu conciencia’. Es necesario añadir inmediatamente y siempre: ‘pregúntate si tu conciencia dice la verdad o algo falso, y busca incansablemente conocer la verdad’. Si no se hiciera esta necesaria precisión, el hombre arriesgaría encontrar en su conciencia una fuerza destructora de su verdadera humanidad, en vez del lugar santo donde Dios le revela su verdadero bien” 21.

4. La educación de la conciencia

Esto nos lleva al último punto: la necesidad de educar nuestra conciencia para que nuestros juicios sean siempre veraces 22. Para esto son necesarias dos cosas.

Ante todo, vivir virtuosamente y buscar la virtud. Sólo la virtud puede garantizarnos que nuestras pasiones no fuercen nuestra conciencia para “justificar” los comportamientos defectuosos o los pecados que no queremos reconocer.

Y en segundo lugar, debemos iluminar (instruir) nuestra conciencia sobre el bien y sobre la verdad. Y esto se hace mediante la fe, la meditación de la Palabra de Dios y el estudio de la enseñanza del magisterio de la Iglesia. Vale para todos lo que Juan Pablo II mandaba a los Obispos de Francia: “Los Pastores deben formar las conciencias llamando bueno a lo que es bueno y malo a lo que es malo” 23. ¿Se va a exceptuar un laico católico de esta obligación por el hecho de no ser pastor de nadie? Sólo si uno ha puesto todos los medios para que su conciencia sea recta (estudio, búsqueda de la verdad, oración) puede honestamente tener la certeza moral de que es un hombre o una mujer de conciencia y que obra en conciencia. Si se equivoca, después de poner tales medios, no sería culpable. Pero sólo después de poner tales medios y no antes.

El 6 de julio de 1535 quien fuera Canciller del Reino de Inglaterra fue decapitado por orden del Rey. Perpetró el crimen (políticamente) imperdonable de no aceptar la nulidad del matrimonio del monarca con su primera (y única verdadera) esposa, el cual, objetivamente no era nulo. Tuvo en sus manos la llave de la vida: decir lo que el rey quería que dijese. Rechazó una llave que para él exigía un precio impagable. Y por eso Tomás Moro fue decapitado; pero antes de morir pudo escribir a su hija: “Hasta ahora, la gracia santísima me ha dado fuerzas para postergarlo todo: las riquezas, las ganancias y la misma vida, antes que prestar juramento en contra de mi conciencia”. ¡Cuántas cabezas en nuestros días viajan cómodamente sobre sus hombros, porque dentro de ellas ya no pilotea una conciencia inmaculada!

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1 Pablo VI, Alocución del 12/II/1969; Cf. Homilía en el I Domingo de Cuaresma, 7/III/1965.

2 B. Häring, Libertad y fidelidad en Cristo (Barcelona 1983), I, 244-245.

3 Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 54.

4 B. Häring, Libertad y fidelidad en Cristo, I, 249. “Una teología moral que intente afirmar la fidelidad y libertad creadoras como conceptos clave jamás podrá olvidar esta dimensión. Precisamente un consenso creciente del hecho y naturaleza de tal conocimiento empuja a numerosos teólogos a valorar el conocimiento abstracto y sistemático como una forma secundaria y derivada de conocimiento” (Ibídem).

5 Cf. Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 55.

6 “Durante estos años, como consecuencia de la contestación a la Humanae Vitae, se ha puesto en discusión la misma doctrina cristiana de la conciencia moral, aceptando la idea de conciencia crea­dora de la norma moral. De esta forma se ha roto radicalmente el vínculo de obediencia a la santa voluntad del Creador, en la que se funda la misma dignidad del hombre. La conciencia es, efectivamente, el ‘lugar’ en el que el hombre es iluminado por una luz que no deriva de su razón creada y siempre fali­ble, sino de la Sabidu­ría del Verbo, en la que todo ha sido crea­do…” (Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el II Congreso internacional de teología moral, 12 de noviembre de 1988, L’Osservatore Romano, 22/I/1989, p. 9, n. 4).

7 “Ya que las reglas de la prudencia se muestran eficaces en las cuestiones de (…) ley humana positiva (…), no parece que haya inconveniente de aplicarlas también a la ley positiva divina, y aun a las leyes esenciales que dimanan del orden de la naturaleza y de la gracia… En principio la libertad «posee» sobre la ley” (B. Häring, La Ley de Cristo, [Barcelona 1973] I, 224-225). La aplicación de este principio a la ley humana es correcta, porque ésta es falible como también nuestra razón; pero no vale lo mismo para la ley divina ni para la ley natural (que es ley divina) que es infalible y divina (y, por tanto, no se le escapan las excepciones al legislador al formular su ley). Es una cuestión de (sana) lógica: en el conflicto entre una razón falible y una infalible, no puedo pensar que tal vez sea la falible la que tenga razón.

8 J.  Ratzinger, Elogio della coscienza, “Il Sabato”, 16 marzo 1991.

9 Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el II Congreso internacional de teología moral, 12 de noviembre de 1988, L’Osservatore Romano, 22/I/1989, p. 9, n. 4.

10 Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 16.

11 Cf. L’Osservatore Romano, 15/X/93, p.22.

12 Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 16.

13 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1777.

14 San Buenaventura, In II Librum Sententiarum, dist. 39, a. 1, q. 3, concl.

15 En lenguaje coloquial de Argentina y Uruguay “bombear” es perjudicar deliberadamente a alguien.

16 Levantar la perdiz = alertar.

17 Juan Pablo II, Enc.Veritatis splendor, 62.

18 El Papa está diciendo en este discurso que la enseñanza de la anticoncepción como gravemente ilícita (contenida en la Humanae vitae) “es una enseñanza constante de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia que el teólogo católico no puede poner en discusión” (Discurso a los participantes en el II Congreso internacional de teología moral, 12 de noviembre de 1988, L’Osservatore Romano, 22/I/1989, p.9, n. 5).

19 Juan Pablo II, Ibídem, n. 4.

20 Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo, 24/V/1990, nº 38.

21 Juan Pablo II, Catequesis del 17/VIII/83, nº 3.

22 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1783-1784.

23 Juan Pablo II, L’Osservatore Romano, 15/III/87, p.9, nº 5.



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