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Edith Stein: Una Judía intelectual en la cámara de gas


2022-05-05

 

Santa Edith Stein Una mujer «moderna», filósofa, culta y racional. Una verdad: Dios. Su conversión, su amor.

Edith Stein (1881-1942)

El ferrocarril, que viene traqueteando sin parar desde hace casi veinticuatro horas, se detiene por fin. El sol de esa mañana del 8 de agosto de 1942 deslumbra a todos los pasajeros cuando unos soldados nazis abren violentamente los portones de decenas y decenas de vagones. Mientras reciben bruscas y enérgicas órdenes, todos se van desperezando y toman con desgana y tristemente sus pocas pertenencias para bajar en su último destino. Están en la estación ferroviaria de Auschwitz-Birkenau.

Un día antes han salido de Holanda, atravesando parte de Alemania y han llegado finalmente a territorio polaco. Hay hombres y mujeres, ancianos y niños. Una vez abajo, otros guardias leen a gritos listas interminables de nombres y los seleccionan por grupos: algunos son reservados por su fuerza física para los trabajos forzados: los demás tendrán peor destino. En filas, se dirigen a unos camiones que están junto a las vías y suben ayudados unos por otros.

Los últimos gritos y cuatro mil cadáveres diarios

El lugar al que han llegado es el famoso campo de concentración de Auschwitz, construido por la SS nazi en las inmediaciones de la aldea de Oswiecim, definido por uno de los principales generales de Hitler como «la institución más grande de aniquilamiento humano de todos los tiempos». Desde abril de 1941 había comenzado la operación final de terminar rápidamente con los judíos, pero los fusilamientos eran muy lentos y engorrosos, lo mismo que el uso de monóxido de carbono. Es por eso que ensayan el método de la gasificación para eliminar en masa a un número considerable de víctimas: en Auschwitz perdieron la vida unos cuatro millones de personas, a razón de «dos mil cadáveres cada 12 horas», según informes de los «técnicos» por la aplicación del famoso gas «Zyklon-B» ácido cianhídrico, un veneno para matar ratas.

Llegan los camiones al campo de concentración, y se tranquiliza falsamente a los prisioneros de que primero han de ser desinfectados por lo que todos deben desnudarse completamente, también los niños. Y, por grupos de unos 450 o 500, son llevados, por amenazas de golpes, adentro de unas habitaciones de 25 metros cuadrados. La congestión allí es increíble. Una vez que todos están dentro, pasa poco tiempo hasta que el gas comienza a salir por unas perforaciones que hay en los muros. Es cuestión de segundos. Todos se amontonan en un extremo y se abalanzan sobre la puerta de metal por la que han entrado; los más fuertes se apilan allí, subidos encima de los demás; otros, sollozan y dan manotazos, gritan palabras horrorosas de muerte. La asfixia lleva a otros a abrazarse y a rezar piadosas oraciones.

Sólo se necesitan 25 minutos para acabar con sus vidas; entonces, unas bombas eléctricas eliminan el aire cargado y unos hombres bien equipados con máscaras y mangueras cumplen la primera tarea de limpiar la sangre antes de separar con garfios los cuerpos que yacen allí con gestos y contorsiones indecibles. Luego buscarán en los cadáveres el oro de sus dientes y les separarán los cabellos para que el resto sea llevado en carretillas hasta los hornos. Aquí se cumple la última parte del proceso. Sólo resta llevar la fina ceniza a un río cercano o utilizarla como fertilizante.

Ya estoy harta de todo…..

Una de los miles de víctimas se llama Edith Stein, mujer excepcional que ha seguido el mismo destino de millones de hombres que encontraron la muerte sólo por el delito de pertenecer a la raza judía. Pero Edith también ha sido llevada al suplicio por ser católica, dos facetas de su vida que le hacen ser un personaje muy atractivo y de gran interés, sobre todo para los intelectuales.

Había sido educada en el seno de una familia hebrea rigurosamente observante, sobre todo por parte de su madre. Pero al llegar los primeros años de la adolescencia, Dios dejó de ocupar un lugar en su vida y ya no cree nada ni quiere rezar. Le había impresionado siempre la fe de su madre, pero atraviesa por una profunda crisis que le lleva al ateísmo. Durante ocho años dice no poder creer en la existencia de un Dios personal. Las ideas religiosas hebreas no le convencen y espera que la ciencia le dará las respuestas a las grandes preguntas de la existencia. No es extraño que en algunas épocas de la vida sintamos un aburrimiento de todo. Hasta de las cosas más valiosas que uno tiene o ama. Puede ocurrir que nos hartemos de la familia, de nuestro apellido, de la cara que tenemos, del peinado, de una amiga, de Dios, de todo….

Edith también está harta y desanimada. No quiere aceptar nada, ninguna verdad recibida de otras personas, ni siquiera de sus padres, sin antes analizarla ella sola. Pero no está derrotada. Desea ir al fundamento de las cosas por sí misma. ¡Ya está bien que se me dé todo hecho, todas las respuestas a los grandes interrogantes de la vida sin ayudarme nadie a razonarlas y a hacerlas mías, para formar mis convicciones! Por ello Edith busca la verdad sin cansarse. Al acabar el bachillerato siente una fuerte inclinación a la enseñanza, y comienza los estudios de filosofía germánica e historia, pero con mayor fuerza le atrae la psicología, en la que también se matricula. Le inquieta mucho el tema del alma humana, el sentido de la vida, pero se desilusiona con las ideas del psicologismo y el relativismo de entonces: no le convence una ciencia que no quiere saber nada del espíritu. Es entonces cuando se encuentra con los Estudios sobre Lógica del famoso filósofo Husserl que le cautivan totalmente. Esos años son para Edith Stein de gran actividad científica y de numerosas investigaciones publicadas. También por esas fechas conoce a otro filósofo, al judío converso Max Scheller.

Fascinada por estos chispazos de la verdad, se traslada a Friburgo para asistir a las clases de Husserl. El maestro escoge a Edith como ayudante, pues es su más inteligente alumna. Le convencen y le arrastran las ideas del filósofo hacia la verdad como algo objetivo, y, con sus compañeros comparte el mismo entusiasmo pues el maestro les ayuda a dar serios golpes al empirismo, escepticismo y relativismo en todas sus formas.

En 1917 un hecho irrelevante en apariencia le abre un panorama notable: el esposo de una amiga suya, de religión evangélica, muere en combate. A Edith le llama poderosamente la atención que su amiga se mantenga con fortaleza y que no dude en ningún momento ni se rebele ante el dolor. ¿De dónde saca esa entereza de ánimo? Fue para Edith el primer encuentro con un mundo nuevo, algo que empezaba a echar por tierra su dura incredulidad de años.

El golpe final

Algo singular ocurre en decenas de conversiones de adultos a la fe católica: hay siempre un último golpe que, luego de muchas cavilaciones y razonamientos, abre e ilumina la cabeza. Como si de repente se encendiera un foco en la inteligencia. A San Agustín, en el siglo IV, que buscó por años apasionadamente la verdad, le bastó leer una corta frase de la Sagrada Escritura. Al famoso filósofo español García Morente, en 1937, le tumbó oír, casualmente, por la radio, una obra musical de Berlioz que nunca había escuchado. En el caso de Edith, sucedió algo similar. En el verano de 1921, pasa una temporada en la finca de algunos amigos y compañeros, en Bergzarben (Alemania). Una noche, Edith que tiene 29 años de edad, se encuentra con un libro elegido casi al azar: se trata de El libro de su vida de Santa Teresa de Jesús. Se pasa leyendo toda la noche hasta el amanecer. Comencé su lectura —dice ella misma— y me cogió tanto que no la interrumpí hasta que no llegué al final del libro. Al cerrarlo, tuve que confesarme a mí misma: ésta es la verdad. Edith encuentra la Verdad, pero no sólo al Dios teórico de los filósofos. No encuentra sólo al Primer Motor, al Arquitecto del universo, al Ser supremo, un Dios poderoso pero lejanísimo, abstracto, ajeno a lo que nos sucede. No. Edith descubre a Dios como Persona: al Dios Padre Amoroso, al Dios que se hizo hombre, Jesucristo, al Dios-hombre, que nace y vive con los hombres, que sufre con ellos. A un Dios a quien se puede hablar de Tú porque vive. A este Dios yo sí lo entiendo porque El me oye y me entiende.

Cuanto antes compra un catecismo y un Misal. Los estudia a fondo y después entra por vez primera a una templo católico. Cuando acaba la Misa, pide insistentemente el Bautismo y se le anima a irse preparando y se fija su entrada a la Iglesia el 1 de enero de 1922. Su conversión no supone un rompimiento con el pueblo judío al que pertenece: todo lo contrario. Yo había dejado de practicar mi religión judía — dice— cuando era una jovencita de 14 años y sólo después de mi vuelta a Dios volví a sentirme judía. A su madre le causa un gran dolor el cambio radical de su hija. Aunque Edith la sigue acompañando a la sinagoga, a la afirmación de su madre de que también se puede ser piadosa siendo judía, responde ella: —Cierto, pero cuando no se ha conocido otra cosa.

Una filósofa de primera línea

En 1925 se le abre otro nuevo panorama de vida intelectual, pues un profesor le anima a traducir obras del converso Cardenal Newman y posteriormente que haga lo mismo con algunas de Santo Tomás de Aquino. De Tomás aprende que la fe es camino para la verdad y que el trabajo de la filosofía puede ser un servicio a Dios.

Aunque hoy en día es habitual, en aquél tiempo, al acabar la Primera Guerra Mundial, las mujeres no podían acceder a una cátedra universitaria, y por eso sólo puede pasar unos años trabajando ocultamente en Spira, dedicada a la enseñanza, a sus estudios y a dictar numerosas conferencias dentro y fuera de Alemania. Por fin, en 1931 ya han cambiado los tiempos y le dan facilidades para ser catedrática en Friburgo o en Breslau. Hace algunas gestiones para conseguirla pero ya es demasiado tarde, pues la situación política del país se lo impide. Para entonces Edith ya venía alimentando otro profundo deseo: hacerse religiosa.

En 1933, aunque ya tiene 52 años de edad, es aceptada en el convento de las carmelitas de Colonia y escoge para sí un nuevo nombre Sor Benedicta de la Cruz. Sus superioras le piden que se ocupe de tareas intelectuales: terminar algunas de sus obras y otros trabajos que le van llevando de la filosofía a la mística, convirtiéndose también en maestra de vida interior.

Como comienza a desatarse progresivamente un violento racismo contra los judíos, es urgente que Edith se traslade al convento de Echt, en Holanda, donde también vive su hermana Rosa. Poco antes los Obispos holandeses mediante una Carta Pastoral habían hecho una pública denuncia de los atropellos nazis contra los ciudadanos judíos y las deportaciones que comenzaban. Para Edith esto es fuente de un sufrimiento continuo, pues era y se seguía sintiendo judía de raza.

Ante la defensa de los judíos por parte de los Obispos, los nazis reaccionaron adoptando las medidas crueles contra cualquiera que tuviera el coraje de defenderles. La venganza tarda sólo una semana en comenzar. El 2 de agosto son detenidos todos los católicos de Holanda de origen judío, a pesar de las garantías ofrecidas con anterioridad y de la indignación de los ciudadanos holandeses.

Una católica ofrece su vida por los judíos

Es el domingo 2 de agosto de 1942. Un día normal en el convento. A las cinco de la tarde suenan las campanas de la oración. Edith Stein, ahora Sor Benedicta, lee en alta voz. De pronto, la tornera llama a la Madre Priora: los oficiales de la SS buscan a la monja «judía» que saben que está allí. La Priora, Madre Antonia, intercede por ella, pero es inútil. Sor Benedicta vuelve al Coro y, en una despedida rápida, pide a sus hermanas que recen. Al salir, pide la bendición a la Priora. Toma de la mano a su hermana Rosa y le susurra: —Ven, vamos a sacrificarnos por nuestro pueblo.

No es una reacción del momento. En los nueve años que lleva allí, Sor Edith se ha convencido de que la vida está sellada por el signo de la cruz y que su pueblo judío estaba siendo llevado por las circunstancias a sufrir ese mismo destino. También ella quiere unirse a ese dolor inmenso y contribuir a soportar, unida espiritualmente a Cristo, el dolor de los hombres y a expiar la injusticia del mundo. Está plenamente dispuesta a ofrecerse por su pueblo oprimido y humillado. El destino de ese pueblo —decía— es también el mío.

Aquí comenzaron los últimos siete días de su vida, cinco de ellos en viaje hacia el Este. Poco tiempo para seguir amando a Dios, consolando a los demás compañeros de martirio, pero suficientes para que los compañeros de viaje se conviertan en testigos de su eximia santidad.

Desde la comandancia de Roermond son conducidos primero al campo de concentración de Amerstorf, Holanda. A uno de los sobrevivientes le llama la atención la «despreocupación y casi jovialidad» de Sor Benedicta y de los demás religiosos y religiosas que sufren el mismo castigo por su fe y por su raza. Son unos trescientos católicos de raza judía en el campo de concentración. Es notorio el influjo que Sor Benedicta ejerce sobre los demás por su temperamento, su cultura y su santidad.

Otros testigos la ven silenciosa, con el reflejo de un enorme sufrimiento interior, pero sin miedo. Y como sigue buscando al Cristo que le falta, lo encuentra especialmente en los niños destinados también al suplicio.

Encontrar, por fin, el sentido del dolor

En la noche del 3 al 4 de agosto trasladan a los prisioneros hacia el norte de Holanda; sufren enormes vejaciones que los verdugos no ahorran a los pobres destinados al holocausto. Les hacen fotografías con el número de presidiario en la mano, primero de frente, luego de perfil. El día 6 se les da permiso de escribir algunas cartas, y saben que es su última oportunidad de hacer contacto con los de fuera. En dos hojitas de calendario, Edith aprovecha para pedir ropa para su hermana Rosa y habla de sí misma con serenidad: —Mil gracias a todas, su afectísima y agradecida hija, Benedicta.

Desde el convento se hacen continuas gestiones y pesquisas para localizar a las prisioneras e intentar su liberación. Por fin, dos emisarios pueden entrar en el campo de concentración: hablan con ella y luego relatarán: Nos refería todo esto, tranquila y serena. En sus ojos resplandecía la misteriosa luz de una santa carmelita. En voz baja y sosegadamente nos contó las contrariedades de los detenidos, pero silenciando las suyas…

Un agente holandés se ofrece a hacer alguna gestión, llamar a alguien, moverse, intentar algo para salvarla. Pero ella se niega y sonríe:

—¿Por qué voy yo a ser la excepción? Si yo no puedo compartir la suerte de los demás, consideraría inútil mi vida. —¡Nada de eso! Y acompañada de su hermana Rosa, se dirigió orando al ferrocarril que iba a Auschwitz.

Edith Stein había cumplido un antiguo deseo: ofrecerse en holocausto por su pueblo. En 1933 había escrito: Me dirigí al Redentor y le dije que sabía muy bien qué clase de Cruz pesaba en aquél momento sobre el pueblo judío: en su mayor parte ellos no lo comprendían, pero quienes tenían la gracia de entenderlo, deberían aceptar esa cruz con plenitud, en nombre de todos. Me daba cuenta de que estaba dispuesta y pedía al Señor que me hiciera ver cómo debía realizarlo. Al terminar la Hora Santa tuve la íntima certeza de haber sido escuchada, aunque todavía no supiera en qué consistiría aquella Cruz que se me imponía.

Había buscado siempre, apasionadamente, la verdad y la encontró, con todas sus consecuencias, porque no se puede conocer a Dios sin toparse a la vez con el misterio de la Cruz. Edith la aceptó y la entendió en su propio nombre: Benedicta de la Cruz, «bendecida por la cruz». Dios bendice con el dolor a sus hijos: enfermedades, sufrimientos físicos y morales durante toda la existencia que pueden parecer tantas veces injustos o absurdos. Es que nuestra capacidad intelectual sola sin la ayuda de la fe —aunque seamos genios o tengamos una inteligencia superdotada—, es incapaz de comprender el dolor y su sentido en la vida de los hombres.

Abrámonos al mensaje que ella nos dirige como mujer del espíritu y de la ciencia, que supo ver en la ciencia de la cruz la cima de toda sabiduría; como gran hija del pueblo judío y como fiel cristiana en medio de millones de hombres martirizados sin culpa, ella vio cómo la cruz se acercaba a ella de forma implacable; pero no escapó atemorizada, sino que, animada por la esperanza cristiana, la abrazó con amor y entrega total. (…). Su vida es consuelo para todos aquellos a quienes les resulta difícil creer en Dios. La búsqueda de la verdad es ya en lo más profundo una búsqueda de Dios. Edith Stein es un regalo de Dios, una llamada y una promesa para nuestra época[1].

Esta mujer excepcional fue canonizada como mártir en octubre de 1998.  Un año más tarde fue declarada, por Juan Pablo II, patrona de Europa,  junto con Santa Brígida de Suecia y Santa Catalina de Siena.

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[1] Juan Pablo II, Homilía en la Beatificación de Edith Stein, 1 de mayo de 1987.
 



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