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¿Qué hay en una despedida?


2022-06-10

Ron Rolheriser

Las despedidas pueden ser duras. Cuando amamos a alguien que se marcha, hay siempre tristeza, particularmente desgarradora cuando ese ser querido se ausenta por muerte.

Aun así, sabemos por experiencia que al final del día las despedidas no son tanto una muerte cuanto una transición. Una manera de estar presente uno con otro está acabando y dando paso a otra que es solo el comienzo y, a la larga, servirá mejor al amor.

Esto puede sonar abstracto. No lo es. Lo experimentamos diariamente en nuestras vidas. Por ejemplo: considerad a una joven que se gradúa de bachiller y se ausenta del hogar familiar para vivir por su cuenta. Para sus padres, esto puede ser doloroso. Vuestra hijita ya no es vuestra hijita; y su adiós a vosotros, mientras dejáis de ayudarla a que se mude a su nuevo lugar, grabará en vuestro ánimo el hecho de que ella ya no es una niña ni tampoco vuestra. Algo fundamental ha cambiado y puede ser duro dejarla marchar después de la forma como antes os había estado presente. Pero ella no está muerta. Lejos de eso, más bien su vida está abriéndose ahora a una nueva riqueza; está dando un nuevo paso, mayor y necesario en su crecimiento, aun cuando ese paso incluya un notable cambio en el modo como ahora os estará presente

¿Cómo os estará presente ahora que ha abandonado vuestra casa y está viviendo por su cuenta? Paradójicamente, puede ser que ahora os esté más presente de lo que estuvo antes, aunque de diferente manera. Ahora, de adulta, tiene cosas que daros que la hijita que vivía en vuestra casa no podía ofreceros. Por supuesto, los jóvenes pueden expresar un amor muy especial a sus padres, pero una hija o hijo adulto puede expresar algo más que es también muy rico. Por eso toda chica o chico al fin necesita manifestar a sus padres las palabras que Jesús dijo a sus discípulos en la noche anterior a su muerte: os conviene que yo me vaya. Si no me voy, siempre tendréis un niño en vuestra casa; pero si me voy, volveré a vosotros como un adulto y os traeré una nueva riqueza.

La fría separación de una despedida puede al fin ceder el paso a un encuentro cálido y más profundo que ya no dependa de la proximidad física. Un honrado adiós es una transición, no un final.

Esto resulta cierto, incluso de una manera más conmovedora, frente a la despedida que tiene lugar con la muerte. No perdemos a nuestros seres queridos en la muerte; experimentamos una transición en su presencia. En un funeral, experimentamos la misma transición de presencia y relación que los padres experimentan cuando un hijo o hija crece y abandona el hogar. En un funeral, por supuesto, las contingencias emocionales son mucho más altas, pero la dinámica es al fin la misma. Está teniendo lugar un cambio fundamental en la relación. En el caso de la muerte, por lo general tarda cierto tiempo, años quizás, antes de que reconozcamos que esto fue una transición, no una muerte. Permitidme un ejemplo personal.

Cuando yo tenía veintitrés años, en el espacio de tres meses, murieron mi padre y mi madre. Eran aún jóvenes (sesenta y dos - cincuenta y ocho años, respectivamente) Nuestra familia también era aún joven, demasiado joven (por nuestra propia evaluación) para pedir que asumiera esto. De aquí que, inicialmente, sus muertes se sintieran como una muerte fría, severamente amarga, más bien que como una transición. Sin embargo, el tiempo cura, y no sólo porque al margen de la profundidad del dolor finalmente salimos del apuro. En nuestro caso, el tiempo también curó, porque al fin empezamos a sentir de nuevo la presencia de nuestros padres de una manera más rica y profunda de lo que habíamos conocido antes de sus muertes. Ellos se fueron, pero volvieron más ricos, más cercanos y más profundos.

En su discurso de despedida en la Última Cena, Jesús dice a sus discípulos que no teman ni les aflija demasiado su marcha. Se queda repitiendo las palabras os conviene que me vaya. Si no me voy, no os puedo enviar mi espíritu. Es como esa hija joven que abandona el hogar para emprender su propia vida y expresa un doloroso adiós a sus padres, pero un adiós que se afirma en el hecho de que ahora será capaz de estarles presente de una manera diferente y muy rica. Su despedida no es una muerte, sino una transición.

Las despedidas y adioses, incluso esos de los funerales, no son innaturales rupturas de relación que vayan contra el plan de Dios y contra el modo como se supone que culminan esas relaciones. Ese puede ser el caso, por supuesto, cuando una despedida o adiós es causado por la ira, el odio, el abuso o la violencia. Con todo, cuando el adiós es el resultado natural del ciclo de la vida misma, la muerte experimentada es de hecho solamente parte del rico, inefable y paradójico misterio del amor mismo.
 



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