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Entrevista a un condenado a muerte 


2022-07-14

P. Alberto Ramírez Mozqueda

Hace poco fuimos un grupo de sacerdotes a comer con una amiga y antes de partir, nos pidió que pasáramos a ver una imagen de Cristo que había adquirido recientemente. Era un óleo de 2 metros de altura, con un Cristo con corona de espinas, y la mirada que reflejaba sin duda alguna el dolor de aquellos momentos terribles antes de la crucifixión. Pero la señora nos dijo que sus hijos le habían pedido que retirara la pintura porque los deprimía y les hacía sentir mal. ¿Deprimidos por contemplar la figura de Cristo doliente? ¿En qué cabeza cabe? ¿Realmente la figura de Cristo es para deprimir a los cristianos y sobre todo a los cristianos jóvenes? 

De aquí yo me propuse hacer una entrevista a Cristo para ver si realmente logró espantar a los cristianos de su época y a los de la nuestra. Gracias a algunos contactos en el cielo, casi sin mucho trámite me consiguieron entrada para el encuentro con Jesucristo. Fui introducido hasta una terraza desde donde podía contemplar perfectamente el universo entero, las estrellas, los astros, e indudablemente el planeta tierra. Cuando me anunciaron de la llegada del Salvador, no pude menos que ponerme de pie, aunque dudaba si ponerme de rodillas, pues la luminosidad que despedía era muy grande. Él tomó la iniciativa de invitarme a sentarme frente a él, pero yo no podía pronunciar palabra, solo balbucee tímidamente que me dijera cómo quería que lo llamase durante la entrevista, si Mesías, o Salvador, o Ungido, o Camino, Verdad y Vida, pero me dijo que a él le gustaba que le llamaran sencillamente Jesús, y que comenzara mi entrevista, tomándome todo el tiempo que quisiera. Quise orientar entonces mi interrogatorio sobre los últimos días de su vida, buscando el rostro que había espantado a los hijos de nuestra amiga. 

Jesús, ¿la última semana de tu vida fue particularmente difícil?

“Toda mi vida fue difícil, desde la niñez, cuando mis padres se vieron obligados a verme nacer en un pesebre, lugar de animales, de noche, y lejos de los seres queridos; luego, la huída a Egipto, para escapar con vida, otra vez entre extraños, con otra lengua, con otras costumbres, e indudablemente en otra fe distinta de las que mis padres me heredaron como humano. Aquí aclaro que hablo de “padres” aunque mi verdadero y único padre es mi buen Padre Dios”.

Pero el día de la entrada en Jerusalén por ninguna parte se te veía cara de sufrimiento...

 “La verdad es que ese día fue interesante. Las gentes me sintieron muy cercano, uno más de los suyos, y uno que podía sacarlos de tanto sufrimiento en que vivían, y por eso sacaron sus mantos y los tendieron a mi paso, cortaron sus ramos y se apresuraron a verme pasar, montado en un burrito humilde y sencillo, el transporte de los sencillos y los pobres. Todos se me entregaron ese día, pero no dejaba de preocuparme que las gentes que no me querían y que habían planeado mi muerte, pronto azuzarían a la multitud para que pidieran mi desaparición de este mundo. Y la verdad es que me reclamaron acremente, hasta pretender que yo callara a aquella multitud que cantaba y gritaba Hosannas al Señor. Tuve que ser particularmente fuerte con ellos, al indicarles que si aquellas gentes callaran, las mismas piedras hablarían”

Señor Jesús, la verdad es que el rostro que reflejan las pinturas que los hombres han hecho de ti en el huerto de los olivos, poco antes de tu aprensión, no era precisamente para agradar a nadie, y sobre todo contrasta mucho tu actitud en esa noche, con esa palabra con la que acallaste tantas inquietudes de los hombres: “No tengan miedo”, palabra que escucharon los apóstoles, San José e incluso tu misma madre... 

“Si, es verdad, esa noche sentí un miedo terrible de lo que se me venía encima, la cruz, el calvario, la muerte, pero lo que me agobiaba era el peso de los pecados de todos los hombres, que me estrujaban y me oprimían por todos lados. Tu sabes que soy Hijo de Dios, pero también sabes que soy hombre, que nunca dejé de serlo, que me metí en el pellejo de todos los hombres, y que como tal, no podía menos de sentir angustia, por la soledad en la que me metería la ingratitud de los hombres. Mi organismo no resistió en un momento, y eso hizo que de mi frente se desprendieran gruesas gotas de sangre y de mis ojos amargas lagrimas. Sin embargo, no estuve solo. El Padre siempre me acompañó, lo mismo que el Espíritu Santo me sostuvo para no desviar mi camino de lo que mi Padre Dios, me había marcado, y lo que los hombres esperaban de mí, aunque momentáneamente me hubieran dejado solo como los mismos apóstoles que a unos cuantos pasos de mí, estaban totalmente ajenos e indiferentes ante lo que ocurría conmigo. Creo que todo hombre ha experimentado esa soledad en algún momento de su vida, pero ahora puede sentirse acompañado, porque nunca dejaré solos a los que mi Padre me ha confiado. 

Señor Jesús, he venido con la intención de contemplar tu rostro, por ver si eres capaz de espantar a los que no te conocen, y la verdad, en la cruz, tu rostro no era para atraer a nadie... 

“Tienes razón, Isaías, un hombre que mi Buen Padre Dios envió a los hombres algunos siglos antes de mi partida para la tierra, ya describía mi rostro en el calvario y en la cruz, como algo que inspiraría temor, pues la verdad que mi rostro quedó irreconocible, por el cansancio, los escupitajos, el polvo del camino y los golpes, aquellos terribles golpes que me di con la cruz, las varias veces que estuve tirado en el suelo, apabullado por el peso de la misma cruz y por aquellas terribles espinas que me hacían sangrar por todos lados. Nadie daría un centavo por mí en ese entonces, a juzgar incluso por aquellos terribles momentos de abandono que sentía yo en lo alto de la cruz, colgando materialmente de aquellos clavos que penetraron mis carnes y que me arrancaron gritos de dolor y de desesperación, sobre todo cuando la respiración se me fue haciendo más difícil, hasta llegar a aquel momento en que las gentes me oyeron decir: “!Dios mío, porqué me has abandonado!”. Sin embargo, lo que las gentes no sabían es que yo recitaba un salmo, el 22, que mi pueblo cantaba en momentos de angustia y abandono, porque es un canto de liberación y de total confianza en Dios, escucha: “en ti confiaban nuestros padres y los salvabas, a ti gritaban y quedaban libres, en ti confiaban y no los defraudabas... porque no le ha repugnado la desgracia de un desgraciado, no le ha escondido el rostro: cuando pidió auxilio, le escuchó”. Esa confianza, y la obediencia mostrada a mi Padre Dios, y mi abandono en sus brazos, fueron decisivos en aquel momento que más me hermanó con mis hermanos los hombres: la muerte, esa muerte que algunas sectas tontamente quieren hoy glorificar porque al fin y al cabo, si bien es verdad que la muerte fue consecuencia del pecado de los hombres, también es verdad que ha quedado vencida y vencida para siempre desde mi muerte sobre todo a partir de mi propia resurrección”.

Cuando llegamos a este punto, reparé que los pies y las manos de Cristo tenían unas llagas visibles a toda costa, donde los clavos atravesaron su carne, pero eran llagas que ya no despedían sangre, sino fragancia, perfume, luz, claridad, y reparando en su rostro, caí en la cuenta de que aunque era luminoso en sumo grado, se dejaba ver que era el mismo rostro que el del domingo de ramos, el de la agonía en Getsemaní, y el de la cruz en Jerusalén y ya no acerté a formular ninguna pregunta, pero Cristo lo adivinó y por eso me dijo: 

“No te sorprendas, es el mismo rostro de todos los tiempos, ya lo dijo uno de mis hermanos predilectos, Pablo: “Cristo es el mismo ayer, hoy y siempre”, y si bien pasé por todas esas etapas difíciles de mis hermanos los hombres, mi Buen Padre Dios reconoció en mi rostro el rostro de todos los mortales, y cuando me volvió a la vida y para siempre, colocándome en el centro del universo, pude, habiendo metido mi cabeza, hacer que todo mi cuerpo, todos los hombres mis hermanos, pudieran caber y estar como cuerpo donde yo estoy, encabezando la marcha de todos los hombres, con María mi Madre a la que le encomendé el cuidado de los míos mientras yo volvía a estar con ellos.

No sé como fue la despedida, creo que no hubo tal, pues sentí que Jesús me insinuaba que me permitiría volver a entrevistarlo, pero en ese momento sentí la necesidad de volver al lado de Cristo, pero ya no como entrevistador y por algunos minutos, sino para quedarme para siempre cerca de Jesús, la luz que ilumina el camino de todos los que estamos llamados a vivir cerca de nuestro Buen Padre Dios.
 



aranza


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