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Enrique Peña y los obstáculos para eliminar la corrupción
Fabrizio Mejía Madrid | The Washington Post Mientras era presidente de México, Enrique Peña Nieto insistió varias veces en que la corrupción era un asunto cultural. Lo dijo en el aniversario número 80 del Fondo de Cultura Económica: “La corrupción es un asunto de orden cultural, que es un flagelo especialmente de nuestras sociedades latinoamericanas”. En la reunión con 100 líderes mexicanos, en 2014 y en el Foro de Davos, en 2015, repitió casi la misma frase. Con sus dichos, Peña Nieto trataba de diseminar la idea de que la corrupción era una práctica de todos, una actitud generalizada de desdén por la ética en la vida privada y pública y, en fin, que casi era como comer chiles jalapeños. Hasta una campaña mediática se llevó a cabo para responsabilizar al lenguaje de la deshonestidad y la trampa. Se trataba de equiparar el robo de un pan con el otorgamiento de contratos de obra pública a cambio de sobornos. No es así. Durante su presidencia, nada se dijo de que, como delitos, el enriquecimiento ilícito y el abuso de funciones, habían dejado de ser graves durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari (1988-94), al no considerar “servidores públicos” ni al propio presidente, a los gobernadores de los estados, diputados y senadores. Tanto Salinas como Peña Nieto habían recibido dinero ilegal en sus campañas electorales, pero nunca fueron indiciados jurídicamente por ello. Mientras Peña Nieto culpaba a todos de la inmoralidad “cultural”, se sucedían los escándalos del que él mismo había nombrado como “el nuevo PRI”: Javier Duarte, gobernador de Veracruz, robó al erario cerca de 3,200 millones de dólares; Rosario Robles, como encargada de erradicar la pobreza, desvió 250 millones de dólares que no se usaron en los programas para combatir el hambre; a Cesar Duarte, hasta hace poco preso en Estados Unidos, se le acusó de desviar 300 millones del estado de Chihuahua; 800 millones del gobernador de Quintana Roo, Roberto Borge, entre más de otra docena de funcionarios de su gobierno. Pero ya desde el reportaje del 9 de noviembre de 2014, que reveló el regalo de una mansión de 4.5 millones de dólares que el conglomerado de empresas de construcción, denominado Grupo Higa, le dio a Peña Nieto y a su entonces esposa la actriz de telenovelas, Angélica Rivera, aparentemente a cambio de contratos de obra pública, los mexicanos supimos que el propio presidente de la República era “muy culto”. Al caso se le conoció como “La Casa Blanca”. La denuncia se “investigó” porque había aparecido en tres medios mexicanos y otros más de Europa y Estados Unidos. Se descubrió que el dueño del Grupo Higa, Armando Hinojosa, había recibido contratos por 1,783 millones de dólares. Antes de entrar en la “cultura” del Partido de la Revolucionario Institucional (PRI), Hinojosa era un impresor de anuncios que se ponían a los lados de las carreteras del Estado de México. Pero, cuando Peña Nieto empezó a escalar cargos, desde ser gobernador hasta la presidencia del país, Hinojosa construyó hospitales, puentes, caminos y mansiones, como la que le había regalado a Peña. Se nombró a un amigo de la juventud, Virgilio Andrade, que encabezaba en ese entonces la Secretaría de la Función Pública, para hacerse cargo de la “investigación” que, por supuesto, resultó en absolución. Puestos en entredicho por la denuncia, Peña Nieto y Angélica Rivera, se vieron obligados a atajarla. Ella optó por la confrontación: “Estoy haciendo pública documentación privada sin tener ninguna obligación”. El entonces presidente de México prefirió remarcar que las conductas tanto de Hinojosa como de él mismo “no eran ilegales”. No obstante, agregó: “Estoy consciente de que estos acontecimientos lastimaron e, incluso, indignaron a muchos mexicanos. A todos ellos, les ofrezco una sincera disculpa”. Se terminaba la normalización de la corrupción como tradición y costumbre cultural, y empezaba un señalamiento de las trampas muy precisas que tenían empresarios y funcionarios públicos. La siguiente elección presidencial se definiría a favor de Andrés Manuel López Obrador, por un margen de 30.9 puntos porcentuales, justamente porque logró articular cientos de demandas sociales en las regiones de México bajo la idea de la lucha contra la corrupción. “Separar al poder político del económico”, prometió. Ganó con 30 millones de votos. De Peña Nieto habíamos visto poco, desde que huyó de México en 2018: en octubre del año pasado fue fotografiado saliendo de un hotel en Roma cuyas habitaciones cuestan 2,700 euros la noche; se le dio una “visa dorada” en España conforme a sus inversiones, y hoy vive en una mansión en Valdelagua, cerca de Madrid, como vecino de los actores Penélope Cruz y Javier Bardem. Pero, en una parte de la conferencia del presidente López Obrador del pasado 7 de julio, el encargado de la Unidad de Inteligencia Financiera, Pablo Gómez, notificó que, desde octubre de 2021, el expresidente está siendo investigado por dos asuntos: la entrega de contratos por 500 millones de dólares a una empresa de la que era accionista y las transferencias de familiares a sus cuentas europeas por 1,300 millones de dólares. Una parte de los analistas mexicanos, habituados a leer los eventos como si fueran enigmas de la Esfinge, conectaron el aviso de esta nueva investigación con las elecciones en el Estado de México, tierra política de Peña Nieto, que tendrán lugar hasta el año entrante. Con presteza, recordaron que el actual gobernador del Estado de México, Alfredo Del Mazo, es primo de Peña Nieto. Los que habían escrito sobre un “pacto” de López Obrador para no rastrear la oscura fortuna del expresidente, dijeron, entonces, que se había roto, porque el PRI votó en abril pasado contra la reforma eléctrica que aseguraba la soberanía nacional energética. Pero lo más obvio es, a veces, lo más inadvertido. Casi nadie habló de que, en algún momento antes de la llegada de López Obrador, el expediente de “La Casa Blanca” fue robado por dos servidores públicos que ahora trabajan para el primo de Peña Nieto en el Estado de México. Tampoco se habló de que los responsables por el robo fueron exonerados el 30 de mayo pasado por una jueza, quien los condenó solo a ofrecer una disculpa. El grado de avance que han tenido las investigaciones contra hechos de corrupción en el sexenio anterior no parece estar relacionado con las elecciones, sino con lo que hemos visto en estos cuatro años: el combate a la corrupción tiene en los jueces y magistrados su más tajante obstáculo. aranza |
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