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Rusia y el mundo árabe a la luz de la guerra de Ucrania 


2022-07-29

Adlene Mohammedi | Política Exterior

Aunque Rusia dista mucho de estar aislada en Oriente Medio y África, la guerra parece haber reducido su margen de maniobra y amenaza esa sacrosanta “estabilidad” de la que ha querido ser garante. 

La política árabe de la Rusia postsoviética se basa en tres pilares: flexibilidad, estabilidad y obsidionalidad. La flexibilidad se manifiesta en la doctrina rusa en materia de política exterior: se abandonan las alianzas vinculantes y la lógica de bloques en favor de asociaciones que dejan cierto margen de maniobra. De hecho, las primaveras árabes pusieron en peligro esta postura en la medida en que Rusia tuvo que elegir bando. En el ámbito del mundo árabe, Rusia estaba del lado de la contrarrevolución (como en Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos). Por lo que respecta a Siria, Rusia se encontró del lado del “Eje de la Resistencia” (muy a pesar de Arabia Saudí, pero también de Catar y Turquía). Hubo que esperar sus decisivas victorias militares en Siria para que Rusia apareciera como un interlocutor privilegiado de los actores regionales, independientemente de las diferencias perceptibles durante las primaveras árabes y la guerra de Siria.

El apego a la “estabilidad” implica tres ideas fijas: la importancia otorgada a la lucha contra el terrorismo; la hostilidad hacia un islam político reticular representado principalmente por la red de los Hermanos Musulmanes (apoyada durante las primaveras árabes por el dúo turco-catarí); y el sostén dado a los poderes autoritarios y a los ejércitos (en Siria, pero también en Egipto, Irak, y clandestinamente, en Libia).

Por último, la obsidionalidad designa una mentalidad sitiada que apunta a las potencias “occidentales” (o euroatlánticas), entre las que destaca Washington. Cerca de su territorio, Rusia les reprocha la ampliación de la Alianza Atlántica. Lejos de su territorio, les reprocha su propensión a la injerencia. La intervención militar en Libia en 2011 y la caída del régimen de Muamar Gadafi han sido invocadas habitualmente por Moscú para justificar cierta firmeza a favor del poder establecido en Siria, por ejemplo.

Tras el giro de las primaveras árabes, que vieron deteriorarse las relaciones entre Rusia y algunos actores de Oriente Medio, árabes (Arabia Saudí, Catar) o no (Turquía), la imagen de Rusia en la región ha mejorado en gran medida gracias a las victorias militares obtenidas en Siria a favor del campo legitimista (2016-2018) y el deterioro de la imagen de Estados Unidos (para Arabia Saudí, por el Acuerdo de Viena sobre la energía nuclear iraní; para Turquía, debido al apoyo brindado por Washington a los combatientes kurdos en Siria, aunque la desconfianza hacia Washington se exacerbó con el intento de golpe de Estado de 2016).

Con la plataforma de Astana (acuerdo firmado en mayo de 2017), Rusia se encontró de nuevo en el centro de un trío no árabe (Rusia-Turquía-Irán) ejerciendo una especie de tutela sobre el territorio sirio. Al mismo tiempo, todos los países del Golfo, independientemente de las disputas en Siria, ven a Rusia como un socio esencial. Citaremos tres ejemplos. En diciembre de 2016, la Autoridad de Inversiones de Catar gastó más de 11,000 millones de dólares en comprar el 19,5% de la empresa rusa Rosneft. En octubre de 2017, el rey saudí, Salmán bin Abdulaziz al Saud, realizó una visita histórica a Moscú. En diciembre de 2018, Emiratos, uno de los principales socios de Rusia en la región, reabrió su embajada en Damasco, lo que ciertamente se traduce en un deseo de contrarrestar la influencia turca en Siria, pero que también constituye una señal positiva a favor del bando legitimista apoyado por Rusia.

El Norte de África no es una excepción. Argelia sigue siendo un socio privilegiado, sobre todo en el campo del armamento. En el período 2015-2019, Argelia fue el tercer cliente de Moscú (detrás de India y China) y compra aproximadamente la mitad de las armas rusas exportadas al continente africano. Pero el activismo ruso no se limita a Argelia o al sector armamentístico. Ante las sanciones y contrasanciones posteriores a la anexión de Crimea en 2014, los intercambios comerciales ruso-marroquíes experimentaron un resurgimiento. En el plano geopolítico, Rusia ha desempeñado un papel importante en el actual conflicto libio: como apoyo a determinados actores (desde el mariscal Jalifa Hafter hasta las redes “gadafistas”) y como potencia mediadora, en el marco de un diálogo ruso-turco, como en Siria.

¿Está en tela de juicio esta posición relativamente cómoda de los rusos en el Norte de África y Oriente Medio a causa de la guerra de Ucrania? A esta pregunta, es posible dar respuestas generales o respuestas concretas sobre determinados temas. A priori, la respuesta es negativa. Estas regiones no le han dado la espalda a Rusia. Pero la guerra de Ucrania parece haber reducido, en África igual que en Oriente Medio, su margen de maniobra.

Las grandes lecciones diplomáticas de la guerra rusa en Ucrania

No existe una “comunidad internacional” que muestre voluntad de condenar y sancionar a Rusia. Fijémonos en las votaciones de la Asamblea General de Naciones Unidas. En marzo, tras la invasión del territorio ucranio por parte de Rusia, la Asamblea General adoptó una resolución que “exige que Rusia deje de inmediato de emplear la fuerza contra Ucrania”. Veintidós países africanos no manifestaron su opinión, ya sea no participando en la votación o absteniéndose. Mientras los países que votaron en contra son conocidos por su marginalidad en la escena internacional (Eritrea, Siria, Corea del Norte, Bielorrusia), los ausentes y los abstencionistas muestran perfiles muy diversos. En Asia, se trata de países tan importantes como China e India. En África encontramos países tan dispares como Marruecos, Argelia, Senegal, Malí, Burkina Faso, Camerún, Sudán y Sudáfrica.

En abril tuvo lugar otra votación de la Asamblea General. Esta vez se trataba de suspender a Rusia del Consejo de Derechos Humanos. Los votos en contra y las abstenciones se multiplicaron en esta ocasión: además de los países antes mencionados, esta vez hay que destacar la abstención de todos los Estados del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG).

Hay tres factores que explican esta elección: la desconfianza hacia las potencias “occidentales” y la necesidad de expresar una política exterior autónoma; con respecto a la segunda votación, una desconfianza hacia el tema de los derechos humanos; por último, una clara voluntad de proteger a Rusia, considerada por algunos –igual que China- una potencia alternativa. Además, hay que admitir que la actitud de Rusia choca más en Europa que en África. En primer lugar, porque el continente africano sigue familiarizado con los conflictos armados y las intervenciones militares externas (todavía se sienten las consecuencias de la intervención de la OTAN en Libia). Luego, porque una parte de los líderes y de la opinión pública es sensible a los argumentos rusos (sobre la responsabilidad de la Alianza Atlántica).

En estas condiciones, es posible afirmar que Rusia está aislada en Europa, por supuesto, pero no a escala mundial. En otras palabras, a pesar de su intervención en Ucrania, Moscú todavía puede contar con socios lejos de sus fronteras. Esta cooperación, incluso esta interdependencia, es especialmente clara en lo que respecta a las materias primas.

Un gigante esencial de las materias primas

Ya se trate de trigo o de cuestiones relacionadas con la energía, Rusia es una potencia difícil de “marginalizar”. Por consiguiente, incluso los países que más sufren las consecuencias de la guerra que el país libra en Ucrania (escasez, inflación) no tienen intención de darle la espalda y, en general, deploran las sanciones como herramienta de política exterior.

Por lo que respecta al trigo, este conflicto supone una amenaza para la seguridad alimentaria de muchos países. Una nueva crisis alimentaria, con reminiscencias de la de 2007-2008 (subida de los precios de las materias primas agrícolas), sería sinónimo de nuevos “revueltas del hambre” cuyos efectos podrían ser tanto políticos (protestas contra los poderes de turno) como regionales (migraciones). Al igual que se observó durante la pandemia, este conflicto no hace sino revelar las fragilidades (sequías, producción agrícola insuficiente) a las que ya se enfrentan los países árabes y el continente africano. El conflicto es un recordatorio del nivel de dependencia del trigo del mar Negro: Egipto (el mayor importador de trigo del mundo) depende esencialmente de esta zona (70% de las importaciones de trigo en 2021), al igual que Yemen (60%), sabiendo que un país como Argelia –que dependía del trigo francés– se ha dejado seducir por el del mar Negro en los últimos años, a pesar de la inestabilidad de la región.

Actualmente, la exportación de trigo ruso y ucranio está paralizada por un obstáculo físico (el bloqueo de los puertos y las minas) y un obstáculo técnico (las sanciones a las transacciones financieras con Moscú). En este tema, Moscú puede contar con el apoyo de Ankara.

En lo relativo a los hidrocarburos, la actitud de los países del Golfo se caracteriza por cierta prudencia y por el rechazo a ceder ante las presiones estadounidenses. En este caso no se trata de hacer sufrir a Rusia lo que se infligió a la Unión Soviética en la década de los ochenta. De hecho, los países de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), donde Arabia Saudí ocupa un lugar central, se negaron a aumentar drásticamente su producción tras la ofensiva rusa en Ucrania y prefirieron cumplir con el acuerdo con Moscú en el marco de la OPEP+. A principios de junio, el dúo OPEP-Rusia decidió aumentar la producción de nuevo, aunque Rusia debe enfrentarse ahora a un embargo de la Unión Europea. Mientras algunos observadores externos especulan sobre una ruptura entre la OPEP y Rusia, países como Arabia Saudí y Emiratos tienen tres buenas razones para no ceder a las presiones estadounidenses y europeas: mantener un medio de presión frente a Washington, consolidar relaciones con una potencia que goza de una influencia cierta en Oriente Medio y beneficiarse de un barril a más de 100 dólares, limitando el aumento de la producción.

En el mercado del gas, Catar es probablemente el gran ganador de la guerra de Ucrania. Por una parte, al igual que los demás países del CCG, Catar pretende conservar unas relaciones cordiales con Moscú. A pesar de algunos discursos firmes sobre la agresión rusa y la intención expresa de no volver a invertir en Rusia, Doha se opone a las sanciones económicas. Por otro lado, como principal exportador de gas natural licuado (GNL), Catar parece la principal alternativa a Rusia en el mercado europeo, dado que Argelia, ante una fuerte demanda interna, difícilmente puede compensar las exportaciones rusas y se vuelve hacia los inversores extranjeros para explorar su suelo. Es posible imaginar un reparto del mercado mundial entre Catar y Rusia: Catar suministraría cada vez más GNL a Europa, mientras que Rusia aumentaría sus envíos a Asia (especialmente a China). Una vez más, la guerra en Ucrania no ha hecho más que acelerar una tendencia (y una desconfianza hacia el gas ruso) que se percibe desde hace décadas.

Los límites de la proyección rusa

Al movilizar a la vez ejércitos convencionales y fuerzas clandestinas (los mercenarios del grupo Wagner, por ejemplo), Rusia ha demostrado una capacidad de proyección insospechada hace apenas 10 años. Sus victorias militares en beneficio del campo legitimista en Siria, su intervención clandestina en el contexto del conflicto libio y su presencia en el África subsahariana han convertido a Rusia en una auténtica potencia mundial capaz de imponerse lejos de sus fronteras. Pero ¿con qué propósito?

La presencia rusa en Siria y Libia se explica por varias razones. En Siria, Rusia no quería un cambio de régimen que le sería desfavorable; pretendía consolidar su presencia en el Mediterráneo oriental (la base de Tartús se ha utilizado para repostar, mantener y aprovisionar a los barcos que se dirigían al mar Negro antes del conflicto de Ucrania), luchar contra el terrorismo transnacional (que podría amenazar su propio territorio) y contener la influencia “occidental” tras la intervención militar en Libia.

En Libia, algunos años después de la caída del régimen de Muamar Gadafi, al sostener a Jalifa Haftar,  Rusia pretendía apoyar un poder autoritario capaz de proporcionar la “estabilidad” necesaria (aunque esta vez fuera contra el gobierno reconocido internacionalmente), instalarse en el corazón del Mediterráneo, recuperar las pérdidas económicas sufridas tras el derrocamiento de Gadafi (al menos 4,000 millones de dólares en contratos de armamento, según las autoridades rusas) y, de nuevo, frenar la influencia “occidental”. En este último punto, tanto en Siria como en Libia, hay que admitir que las potencias no occidentales (principalmente Rusia y Turquía) desempeñan ahora un papel protagonista.

Pero eso no es todo. Rusia tiende a mostrar activismo lejos de sus fronteras cuando se siente amenazada en su entorno inmediato. En el África subsahariana, paradójicamente, Rusia se erige en defensora de los Estados establecidos apostando por la clandestinidad: el recurso a los mercenarios del grupo Wagner. En su guerra de información contra Francia en África, Rusia se ve afectada por la imagen de estos mercenarios. En la República Centroafricana, igual que en Malí, se les acusa de estar vinculados a masacres de civiles.

África no es una prioridad en la doctrina rusa. Su verdadera prioridad es lo que solía llamarse el “extranjero próximo”. Cuando Rusia acude a contrarrestar la influencia francesa en la República Centroafricana y Malí, es en parte para disponer de un instrumento al servicio de sus intereses en Europa (en Ucrania, por ejemplo). Hoy estamos lejos de eso. Es cierto que Malí y la República Centroafricana se abstuvieron en la Asamblea General de Naciones Unidas. Pero no está claro cómo la presencia rusa en África puede remediar, al menos en un futuro inmediato, el aislamiento de Rusia en Europa. Si Rusia se quedara estancada en Ucrania, y si las relaciones con Europa en los próximos años se redujeran a sanciones y contrasanciones, Oriente Medio y África parecerían más sustitutos que instrumentos para Rusia.

Turquía, un socio valioso

Desde un punto de vista geopolítico, la guerra de Ucrania ha tenido para Rusia consecuencias esencialmente europeas. En otros lugares, tanto en Asia como en África, lejos de las sanciones, Rusia todavía disfruta de una relativa benevolencia. El ministro de Asuntos Exteriores ruso, Serguéi Lavrov, viajó a Turquía el 8 de junio para tratar sobre el desbloqueo de cereales ucranios (no un desbloqueo inminente), pero también sobre la situación en Siria.

A pesar de los desacuerdos ideológicos y políticos expresados durante las primaveras árabes, Rusia y Turquía acabaron “domesticando” sus diferencias y entablaron un diálogo constante destinado a superar las divergencias entre ambos países. En Siria, Libia y el Alto Karabaj, Moscú y Ankara apoyan a actores enfrentados, pero cada uno tiene en cuenta las líneas rojas del otro. Más allá de sus relaciones bilaterales (que versan sobre energía, armamento, comercio, turismo…), los dos países comparten la misma desconfianza hacia Occidente, a pesar de que Turquía es miembro de la Alianza Atlántica.

En Siria, uno necesita al otro. Dicho de otro modo, cada uno es consciente del poder nocivo del otro. Rusia necesita la cooperación turca para evitar un nuevo gran conflicto contra el régimen sirio y dar crédito al proceso político. Turquía necesita la cooperación rusa para evitar una nueva ofensiva militar en Idlib (que supondría una nueva afluencia de refugiados hacia Turquía) y mantener alejados de su frontera a los combatientes kurdos de las Unidades de Protección Popular (YPG).

Al intervenir militarmente en Ucrania, Rusia fortalece a Turquía (y, por lo tanto, se debilita a sí misma en el diálogo ruso-turco en Siria). En efecto, Rusia no solo ofrece a Turquía –que controla los estrechos del Bósforo y los Dardanelos que unen el Mar Negro con la cuenca del Mediterráneo– un papel de potencia mediadora, sino que la refuerza dentro de la Alianza Atlántica. La guerra de Ucrania ha impulsado a países como Suecia y Finlandia a querer entrar en la OTAN, lo que ofrece a Turquía la oportunidad de ejercer su veto, justificándolo con la complacencia de estos países con el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK). Al hacerse indispensable para los estadounidenses en este tema, Turquía podría obtener de ellos lo que ya no necesita esperar de los rusos: la retirada de los combatientes kurdos. Todavía no hemos llegado a ese punto y Rusia tiene una baza: en caso de una nueva ofensiva militar turca en Siria (con luz verde de Moscú o, menos probablemente, sin ella), podría obligar a los combatientes kurdos a incorporarse definitivamente al poder sirio (y así reforzarlo). Pero es probable que solo su liberación por parte de los estadounidenses los empuje realmente a los brazos de Damasco.

Rusia dista mucho de estar aislada en Oriente Media y en África, como lo está en Europa. Sin embargo, la guerra que libra en Ucrania tiende a fortalecer a algunos de sus interlocutores y a amenazar esta sacrosanta “estabilidad” de la que ha querido ser garante./
 



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