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Para Messi y Argentina, la espera (extra) valió la pena
Por Rory Smith | The New York Times
LUSAIL, Catar — Lionel Messi tuvo que esperar, esperar y esperar. Tuvo que esperar al ocaso de su brillante y gloriosa carrera. Tuvo que esperar hasta haber probado el aguijón de la derrota en una final de la Copa del Mundo. Tuvo que esperar incluso hasta que pareció que había inspirado a la selección argentina a vencer a Francia en la final de este año, primero en el tiempo regular, luego también en el tiempo extra.
Tuvo que esperar incluso después de que anotó dos goles, pero Kylian Mbappé de Francia, quien parece ser su heredero en el escenario mundial, anotó tres, convirtiéndose en el primer jugador en marcar un triplete en una final de la Copa del Mundo en más de medio siglo. El tiempo reglamentario terminó 2-2; la prórroga acabó con un 3-3, y luego llegaron los penales, que ganó Argentina 4-2, el último giro de la final más extraordinaria en la larga historia de este torneo.
Solo entonces, la espera de Messi, su agonía, terminó. Solo entonces, podría al fin reclamar el único premio que se le había escapado, el único honor que anhelaba por encima de todos los demás, el único logro que podría consolidar aún más su posición como el mejor futbolista que ha jugado este deporte: darle una victoria de la Copa del Mundo a Argentina, su tercera copa en la historia, la primera desde 1986.
Una energía agreste y en carne viva se había acumulado en Argentina a lo largo del torneo. Fluía por las calles de Doha, repleta de decenas de miles de hinchas argentinos en el último mes. Se desbordó desde las gradas durante los siete juegos del país, una energía pulsante y urgente.
Los jugadores también la sintieron, su euforia después de cada victoria era un poco más intensa, un poco más desesperada; la presión no solo de acabar con la espera de 36 años de Argentina para tener una tercera Copa del Mundo, sino de asegurar la apoteosis de la carrera de Messi los impulsaba y, quizás, los agobiaba por igual. Messi, de 35 años, había dicho que esta sería su última Copa del Mundo, su última oportunidad de experimentar una alegría que él y muchos de los aficionados no habían sentido nunca en sus vidas.
Todo lo que hizo Argentina en Catar fue al extremo. Su derrota ante Arabia Saudita hundió al equipo en la desesperación. Sus victorias posteriores desataron un júbilo ferviente y desenfrenado.
El domingo por la noche había coqueteado con el logro. Con solo un poco más de 10 minutos por jugar, Argentina estaba en la cúspide. El equipo del entrenador Lionel Scaloni había soportado el peso de la historia, el peso de la expectativa, con una admirable ligereza.
Argentina más que apaciguar a Mbappé lo silenció. Se había adelantado, 1-0, en el minuto 23, cuando Ángel Di María recibió una falta y Messi anotó el penalti. Argentina exhibió su fuerza en el minuto 36 con uno de los goles más suntuosos que ha visto la final de la Copa del Mundo, una jugada fluida orquestada por Alexis Mac Allister y rematada por Di María pero que dependía de un pase que fue un momento de la alquimia característica de Messi, un tacto aterciopelado que convertía la materia más básica en algo dorado.
Durante todo ese tiempo, la ventaja de 2-0 parecía ir viento en popa; Argentina debería haber sabido que no funcionaría así. En el lapso de dos minutos del final de la segunda mitad, Francia eliminó la ventaja de Argentina, toda su ardua labor se vino abajo en un abrir y cerrar de ojos: otro penal, este convertido por Mbappé en el minuto 80, seguido casi de inmediato por una feroz volea, de nuevo de Mbappé.
Los jugadores de Argentina se desplomaron, sin aliento. Habían estado tan cerca. En un instante el marcador decía 2-2 y estaban tan lejos como siempre.
Francia olía la sangre. Argentina no podía hacer otra cosa que aguantar al tiempo extra. Messi volvió a levantarse, llevando la pelota a la portería en el minuto 108 luego de que el guardameta Hugo Lloris atajó un disparo a Lautaro Martínez.
Una vez más, Messi quedó abrumado por sus colegas delirantes. Una vez más, estaba frente a los hinchas argentinos, alzando los brazos, un ídolo y sus feligreses. Y una vez más, Mbappé no aceptaría que se le negara, no admitiría un papel de reparto en la historia de alguien más. Su disparo golpeó el brazo extendido de Gonzalo Montiel de Argentina. Mbappé perforó el penalti. El juego llegaría hasta el final, a la dulce crueldad de los penales.
Ahí, por una vez, no sería Messi —ni Mbappé— quien daría el golpe decisivo. Ambos anotarían. Pero sin importar el modo en que los equipos intentan manipular el orden, dirigir al destino, la tanda de penales es, invariablemente, un lugar donde se forjan héroes inesperados y villanos desafortunados. Kingsley Coman y Aurélien Tchouaméni le fallaron a Francia, dejando a Montiel, un lateral inesperado, de pie con su país—y el legado de Messi— pesando sobre sus hombros.
El ruido de los hinchas de Argentina cuando la pelota golpeó la red pareció atravesar el cielo. La espera de Messi al fin había terminado.
Sin embargo, en los instantes después de llegar a lo que siempre se consideró su destino y su deber, Messi parecía estar inesperada, dichosamente tranquilo. Mientras sus compañeros de equipo corrían para encontrarse a la multitud de hinchas argentinos detrás de la portería en la que se asestó el golpe final y crucial, la mayoría de ellos no pudo soportarlo más.
Para la mayoría, todo esa esperanza, toda esa creencia, todo ese temor se desbordó inmediatamente. El rostro de Di María estaba manchado de lágrimas, su pecho agitado mientras intentaba recuperar el aliento. Messi, por otro lado, sencillamente sonreía, la ceja arrugada de un modo conocido para cualquier padre mientras intentaba averiguar cómo haría su esposa, Antonela Roccuzzo, para llevar a sus tres hijos a la cancha.
Fue solo entonces cuando abrazó a su madre, minutos después, que ya no podría mantener la compostura, cuando al final permitió que su alegría, su alivio, lo arrasaran. Puede que Messi haya comprendido hace mucho que no sería fácil emular a Diego Armando Maradona, convertir a Argentina en campeón del mundo. Seguramente no pudo imaginar que sería tan difícil.
Ahora estaba hecho. Felicitó a sus compañeros de equipo. Se les unió, con los brazos sobre sus hombros, mientras bailaban y saltaban con sus hinchas. Halló a su familia y los estrechó fuerte.
Y luego lo convocaron al escenario que se había erigido en mitad de la cancha. A la FIFA le gusta alargar estas cosas. Antes de entregar el trofeo de la Copa del Mundo, debe premiarse al jugador joven del torneo, el arquero principal, al máximo goleador, el mejor futbolista. Ese galardón final, por supuesto, era para Messi. Esta Copa del Mundo era suya. Siempre fue de él.
Recogió su estatuilla de mejor jugador de las manos de Gianni Infantino, presidente de la FIFA, estrechó la mano de las personalidades ahí reunidas y se alejó caminando del podio. El trofeo que le importaba reposaba ahí, dorado y brillante, frente a él.
Pasarían aún algunos minutos antes de que tuviera la medalla alrededor del cuello, un bisht ceremonial en los hombros y la oportunidad de alzar el trofeo en el aire. Pasaría una hora o algo así antes de que recorriera la cancha a hombros de sus compañeros de equipo, con una enorme multitud de personal, socios y niños detrás, un homenaje a los festejos de Maradona en 1986, la última vez que Argentina fue campeón del mundo.
Todo esto aún estaba por venir. Pronto sería dueño de su momento. Pero ahora se detuvo junto al trofeo. Lo miró. Y luego se inclinó tan suavemente, acarició su domo liso y lo besó. Una vez, dos veces. Messi había esperado suficiente. No quiso esperar más.
Jamileth
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