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López Obrador evita felicitar a Biden “hasta que se terminen de resolver los asuntos legales” de la elección

2020-11-08

El mandatario mexicano dijo, durante una visita de emergencia a Tabasco, su Estado natal, que...

David Marcial Pérez, El País

El presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, ha evitado felicitar a Joe Biden por su victoria en las elecciones de Estados Unidos hasta que se “terminen de resolver los asuntos legales” en los comicios, en referencia a la ofensiva legal que ha iniciado el republicano Donald Trump. El mandatario mexicano dijo, durante una visita de emergencia a Tabasco, su Estado natal, que quiere ser "respetuoso de la autodeterminación de los pueblos” y basó su posición en su propia experiencia. Recordó las elecciones mexicanas de 2006, cuando el expresidente español José Luis Rodríguez Zapatero felicitó a Felipe Calderón poco después, a pesar de que el actual mandatario mexicano ya había empezado una campaña denunciando un supuesto fraude. “Fue una imprudencia”, ha añadido López Obrador. El mexicano ha sido una excepción entre los líderes y dignatarios de todo el mundo, quienes felicitaron al candidato demócrata poco después de que le fuera reconocido el triunfo. Sin embargo, el presidente mexicano, quien tiene una buena relación con Donald Trump, se ha limitado subrayar que a Biden lo conoce desde hace más de una década.

Las reacciones no se hicieron esperar en Estados Unidos. El congresista demócrata Joaquin Castro fue muy crítico con el presidente mexicano. “Esto representa un verdadero fracaso diplomático del presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, en un momento en que la administración entrante de Biden busca marcar el comienzo de una nueva era de amistad y cooperación con México”, escribió en Twitter. Durante la campaña, Joe Biden tampoco prodigó mucho en referencias a México, un país que es el principal socio comerical de Estados Unidos. Concentrado en desactivar las mentiras de Trump y proyectar una esperanza de reconciliación ante la fuerte polarización en su país, sus escasos guiños al país vecino han sido más el producto de una mirada regional. El interés, por ejemplo, por encontrar soluciones a la crisis migratoria en Centroamérica, demostrado ya desde la Administración Obama. Una pista de lo que podría llegar a ser una primera bisagra con el Gobierno mexicano, obligado ante las amenazas del presidente republicano a dar marcha atrás a sus promesas humanitarias y convertido hoy en el policía fronterizo.

En teoría, el regreso de un presidente demócrata a la Casa Blanca representa una mayor sintonía ideológica con el Gobierno de Morena. Pero en la agenda bilateral hay marcados en rojo una batería de asuntos espinosos: las divergencias en el futuro de la política energética, las presiones demócratas durante la negociación del tratado de libre comercio, o la cercanía de López Obrador con Trump aventuran una relación futura con más dudas que certezas.

Juega a favor que Biden es un viejo conocido en México. En marzo de 2002, el entonces vicepresidente de EE UU viajó a la capital mexicana para entrevistarse con los cuatro candidatos presidenciales del momento. Uno de ellos era Andrés Manuel López Obrador. El todavía candidato del PRD le trasladó la necesidad de poner en pie “un nuevo modelo de cooperación para el desarrollo” que no se base solo en un enfoque militar, en la inseguridad y en la violencia, y que sirva para “atemperar el fenómeno de la migración con empleos, trabajo y desarrollo”. Sobre esto ha hablado la tarde del sábado el mandatario mexicano, quien se ensuentra de visita en Tabasco, su Estado natal, atendiendo a la población afectada por unas inundaciones. “Lo conozco desde hace más de 10 años, que nos entrevistamos. No hay malas relaciones”, dijo López Obrador en una conferencia de prensa.

Ocho años después y con ambos interlocutores ya como presidentes, los términos de la conversación no van a cambiar demasiado. Biden se ha comprometido a recuperar el espíritu de la diplomacia de Obama. Una apuesta, aún por concretar, por la cooperación internacional para atender la pobreza, la violencia y la corrupción, asumidas como las causas principales de la migración y debilidad institucional en la región.

El plan de Biden, que ya convenció en 2015 al congreso para que aprobara un paquete de ayuda de 750 millones de dólares para la región, podría encajar también en la estrategia inicial de México, y relanzaría su papel como líder regional que tímidamente comenzó a mostrar con el asilo a Evo Morales y el apoyo a un Plan Marshall para Centroamérica. Una iniciativa auspiciada por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), basada en la inversión y el empleo, con la que México trató de compensar el manotazo de Trump que le forzó a endurecer sobremanera los controles migratorios en su territorio, propinando una dura derrota política para López Obrador.

Biden ha prometido demoler el entramado legal levantado por la Administración anterior. Sus planes pasan incluso por acometer una reforma migratoria, una de las eternas promesas demócratas, además de echar para atrás los acuerdos impuestos por Trump para que terceros países, México entre ellos, actúen como diques de contención de los flujos migrantes.

Más allá de las líneas programáticas, al repasar lo sucedido durante la etapa de Obama se detectan profundas contradicciones. Durante su presidencia se registró un récord de deportaciones de inmigrantes. Y pese a las grandes palabras sobre cooperación y entendimiento, Obama apenas cambió un ápice durante sus dos legislaturas el esquema bilateral con México en materia de seguridad. Acordado en 2008 por George Bush, la Iniciativa Mérida es un programa volcado hacia las labores policiales, con entrega de equipo militar estadounidense y formación de las autoridades fronterizas. La hoja de ruta de López Obrador era terminar con la Iniciativa Mérida y dedicar los antiguos recursos al fortalecer el sistema de Justicia. Pero de momento, el cambio está encallado.

El marco bilateral aun vigente permite establecer sanciones económicas, mediante la retirada de los apoyos, en caso de no cumplirse ciertos objetivos. El último amago llegó el plena campaña electoral. Trump amenazó de nuevo con sancionar a México si no “hace más” en la lucha con el narcotráfico. Pese a reconocer la administración de Morena ha aumentado el número de extradiciones de capos de la droga, las suspicacias han aumentado en los últimos meses. Como prueba evidente, las dos recientes detenciones en suelo estadounidense de dos poderosos exfuncionarios mexicanos: Genero García Luna, secretario de Seguridad con Felipe Calderón; y Salvador Cienfuegos, jefe del Ejército con Enrique Peña Nieto. Ambos están acusados de haber trabajado a sueldo para el crimen organizado. Y en ambos casos, el Gobierno mexicano se ha quejado de la nula comunicación de las autoridades estadounidenses con sus homólogos mexicanos.

La captura de Cienfuegos despertó una de las pocas críticas mexicanas hacia el vecino del norte durante estos cuatro años. Ante la dimensión que puede alcanzar el mediático juicio y en un intento de mantener al menos algo de control, López Obrador exigió hace apenas dos semanas a la DEA que comparta la información del caso para abrir una investigación judicial el México. Está por ver si continúa con esa línea de exigencia en las negociaciones con el nueva Gabinete demócrata.

De momento no ha habido noticias de una respuesta satisfactoria por parte de EE UU. Como tampoco la hay en otro de los asuntos recurrentes que México pone sobre la mesa: el combate contra el tráfico de armas. Los intentos de avanzar hacia un mayor control han sido una lucha estéril durante al menos dos décadas. También durante la etapa de Obama, que además carga sobre sus espaldas el estruendoso fracaso de la operación Rápido y Furioso (Fast and Furious, en inglés). Entre 2009 y 2010, las autoridades norteamericanas entregaron gran cantidad de armamento a los cárteles de la droga mexicanos con el objetivo final de hacer un seguimiento de las armas y descubrir así los entresijos del crimen organizado. Pero lo único que se logró fue perder el rastro de las armas y que algunas de ellas aparecieran en escenas de crímenes a ambos lados de la frontera.

La diplomacia mexicana tendrá además el reto de afrontar los objetivos de su agenda en un ambiente inicial de cierta desconfianza por parte del nuevo equipo del presidente estadounidense. En el entorno demócrata no han gustado los progresivos acercamientos que ha tenido López Obrador con Trump. Dos políticos en apariencia antagónicos ideológicamente, pero que han demostrado compartir una desaforada entrega a las políticas de gestos, su ruptura con los códigos tradicionales y, al menos en el discurso, una guerra permanente contra el establishment. Un bando al que pertenece Biden, con 50 años en la primera fila de la vieja guardia demócrata.

López Obrador y Trump

Pese a los duros ataques iniciales y los pulsos perdidos, López Obrador se afanó desde la llegada del magnate republicano a la Casa Blanca en envolver su posición diplomática en clima de sintonía y alejamiento de las hostilidades. La mayor escenificación de esa estrategia de acercamiento fue la reunión de este verano en Washington entre los dos mandatarios. La cita cobró aún más envergadura al tratarse de la primer y hasta ahora única visita internacional del presidente mexicano. En dos años, López Obrador ha declinado viajar a Japón a la cumbre del G20 o a Nueva York para asistir a la Asamblea de Naciones Unidas. Sin embargo, aceptó la invitación de Trump, interpretada como otra concesión a su homólogo, al que otorgaba un imagen de estadista conciliador a cuatro meses de las elecciones presidenciales. Algo que no ha sentado nada bien en las filas demócratas.

“Somos amigos contra todo pronóstico”, afirmó entonces Trump desde el Jardín de las Rosas de la Casa Blanca. El motivo oficial del viaje era sellar la puesta en marcha el nuevo tratado de libre comercio para America de Note (T-MEC) tras más de dos años de duras negociaciones, en las que, nuevamente, México acabó cediendo en los flecos finales. Esta vez, ante las exigencias de último momento de los legisladores demócratas, que obligaron a México a elevar los estándares de su mercado de trabajo, con el objetivo de rebajar la competencia con los obreros industriales estadounidenses.

A cambio, López Obrador lograba sacar adelante una de sus mayores esperanzas para relanzar la maltrecha economía mexicana, que cerró en negativo el año pasado y, según los pronósticos internacionales, será una de las más afectadas por el golpe de la pandemia.

La derivada económica es uno de los mayores argumentos para la estrategia diplomática de brazos abiertos hacia Estados Unidos que México ha seguido hasta ahora. De la frontera dependen más de tres cuartas partes de las exportaciones mexicanas —que a su vez suponen el 35% del PIB del país— y más de la mitad del turismo, que representa casi el 10%. Si añadimos otro 3% del sector automotriz —alimentado a su vez por la demanda de EE UU. El resultado es que casi la mitad de las palancas del PIB mexicano dependen del vecino del norte.

También en esta área aparecen aristas en la nueva relación entre los dos vecinos. Biden, pese a no abrazar por completo la agenda del llamado Green New Deal, bandera del sector más progresista del bando demócrata, sí se ha mostrado favorable a incentivar la industria de las energías renovables. El nuevo presidente ha llegado a prometer una inversión de 2 billones de dólares durante los cuatros años de mandato. En México, por su parte, las energías renovables están en retroceso, ante la clara línea política de rescatar a toda costa el esplendor de Pemex y CFE, las dos viejas empresas públicas energéticas mexicanas. Las ortodoxas políticas de López Obrador en materia energética ya han provocado roces diplomáticos con la Unión Europea y Canadá. Un nuevo frente que podría incluso empeorar con la estrategia energética del nuevo gobierno en EE UU.



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