Ciencia, Tecnología y Humanidades
La vacuna de AstraZeneca: los obstáculos que ensombrecieron una historia de éxito
Rafa de Miguel, El País
Los responsables del gigante farmacéutico anglo-sueco AstraZeneca han descubierto que es más fácil crear una vacuna para salvar a la humanidad que rescatar una reputación cuando se desmorona. Han depositado su esperanza para remontar el vuelo en los resultados del plan de inmunización del Reino Unido. En los próximos días se publicará un gran estudio preliminar, coordinado por las autoridades sanitarias de Inglaterra, con los efectos obtenidos después de vacunar a casi 18 millones de personas de una población de 60 millones. La compañía confía en que las conclusiones sean muy similares a las alcanzadas esta semana en Escocia.
En esta última región del Reino Unido, estos son los datos alcanzados: cinco millones de habitantes, 1,2 millones de inyecciones. Información cruzada entre hospitales, centros de salud, laboratorios y registro civil. Un enorme ensayo, a todos los efectos, de la cuestionada estrategia “first dosis first” (la primera dosis, prioritaria) adoptada por el Gobierno de Boris Johnson. Una primera dosis de la vacuna al mayor número posible de personas, con la prioridad de los mayores y los más vulnerables. 650,000 pacientes han recibido el fármaco del laboratorio Pfizer. 490,000, el de AstraZeneca. Sin criterios de distinción. Y un intervalo ampliado, hasta 12 semanas, para suministrar la segunda dosis. Resultado: entre cuatro y seis semanas después de recibir la inyección inicial, el número de personas mayores de 80 años hospitalizadas se redujo hasta un 81%.
A falta de una revisión por pares del estudio, son muy buenas noticias que responden además a la incierta esperanza, hace apenas un año, de dar con un remedio que lograra frenar la pandemia. Su efecto sobre los gobiernos y la opinión pública ha sido todavía limitado. Hasta 14 países europeos han decidido no suministrar la vacuna de AstraZeneca a los mayores de 65 años. En el caso de España y algunos otros, el límite se ha puesto en los 55 años. Centenares de miles de dosis permanecen almacenadas en Alemania, porque una gran parte de la población se resiste a ella. Las redes sociales están plagadas de comentarios, algunos con tono humorístico pero la mayoría serios, que hablan de la “vacuna buena” y la “vacuna mala”. El país donde se originaron gran parte de las dudas sobre esta vacuna ha comenzado a dar señales en los últimos días de que podría replantearse su decisión: el presidente del órgano que asesora al Gobierno alemán anunció que pronto cambiarán de criterio respecto a la prohibición para mayores de 65.
Esta es la historia de una crisis reputacional que amenaza con alterar drásticamente los planes de vacunación de Europa. Una mezcla de precipitación, errores inexplicables, cierta dosis de voluntarismo y un peligroso “nacionalismo de vacunas” que ha contaminado de prejuicios la que un día fue la esperanza más fácil y barata de frenar al virus.
Universidad y empresa, dos lenguajes diferentes
Cuando AstraZeneca decidió, el pasado abril, aliarse con la Universidad de Oxford y aportar su capacidad de producción, la científica Sarah Gilbert y el equipo dirigido por el profesor Andrew Pollard ya habían obtenido la información genética del virus de sus colegas chinos, desarrollado un primer intento de vacuna con resultados prometedores en los primeros ensayos con animales y puesto en marcha un primer estudio con seres humanos. El Reino Unido se encontraba ya bajo la tensión del primer confinamiento. 10,000 voluntarios se registraron en un solo día. Oxford había tanteado a otras compañías, como la estadounidense Merck. Optó finalmente por una de buena reputación —la quinta mundial del sector— pero limitada experiencia en la fabricación de vacunas.
AstraZeneca se había hecho fuerte con sus tratamientos oncológicos. Estaba dispuesta a aceptar las condiciones impuestas por la universidad: producción a escala global, fabricación distribuida regionalmente para asegurar un suministro equitativo, y venta a un precio de coste sin beneficios (entre dos y tres dólares la dosis). Oxford aportaba un gran prestigio. A cambio, AstraZeneca se comprometía a limitar su capacidad de actuación. Fabricaría la vacuna, pero el ritmo de los ensayos, las decisiones científicas o la publicación de resultados estaría exclusivamente en manos del equipo académico. “En apenas ocho meses, llevamos a cabo los ensayos clínicos para evaluar la seguridad y la eficacia de la vacuna, mientras poníamos simultáneamente en marcha más de una docena de cadenas de suministro con unos 20 socios en más de 15 países, para cubrir todas las regiones del mundo”, explicaba esta semana ante el Parlamento Europeo Pascal Soriot, el director ejecutivo de la compañía.
Dos dificultades surgieron desde el comienzo de la aventura. La incapacidad de la empresa de controlar unos ensayos dirigidos por científicos, más interesados en plantear preguntas y buscar nuevas respuestas que en presentar, con el plan de comunicación apropiado, un producto redondo que entusiasmara a los mercados financieros. Y un montón de nuevos aliados con los que ensayar y afinar un procedimiento de fabricación complejo y minucioso. “Las vacunas son medicinas biológicas. Su proceso de fabricación es mucho más complejo que el de los compuestos químicos. Exige miles de parámetros que necesitan ser constantemente ajustados para obtener el máximo rendimiento”, explicaba Soriot.
El misterio de la “media dosis”
La primera cisterna con el compuesto de la vacuna, para comenzar los ensayos clínicos, la elaboró una fábrica italiana. Un malentendido en las técnicas de medición provocó que el fármaco resultante fuera menos potente de lo previsto. Los primeros voluntarios recibieron solo media dosis en la primera inyección. Los retrasos en la fabricación provocaron que la segunda dosis fuera inoculada dos meses después. Ajustada la producción, el siguiente grupo de voluntarios fue inoculado con las dos dosis previstas, y un intervalo menor de separación. El desajuste acabó siendo una sorpresa afortunada. Los resultados preliminares señalaron que la eficacia de la vacuna, en el subgrupo inyectado con una primera media dosis, era del 90%. Los que recibieron las dos dosis completas mostraron una eficacia del 59%.
La clave del hallazgo, creen los científicos, no estaba tanto en la cantidad sino en la distancia temporal entre ambas inyecciones. La eficacia de la vacuna se incrementaba si aumentaba la distancia entre dosis. El error de Oxford y AstraZeneca fue publicar un promedio de ambos resultados, y presentar una eficacia del 70%. La corrección sobre la marcha de un contratiempo es algo habitual en cualquier investigación científica. Apresurarse a publicar un promedio de los resultados de dos subgrupos bajo ensayo no es muy ortodoxo. “No tiene por qué retrasar necesariamente la aprobación de la vacuna. La eficacia obtenida en el grupo que recibió las dosis ya es superior al 50% mínimo exigido por la Organización Mundial de la Salud. No es extraño alterar años después la dosis o la programación de una vacuna ya autorizada”, defendía entonces Helen Fletcher, inmunóloga de la prestigiosa Escuela de Londres de Higiene y Medicina Tropical.
Al contratiempo de la media dosis se sumó la decisión de Oxford, aceptada por AstraZeneca, de retrasar la participación de voluntarios mayores de 65 años hasta que no comenzaran a recabarse datos que reafirmaran la seguridad de la vacuna. “Una decisión que entonces nos pareció la correcta”, afirmó Andrew Pollard, el científico al frente del equipo de la universidad. Fue un empeño ético que, sin embargo, colocó en desventaja a la vacuna frente a competidores como Pfizer o Moderna, que habían incluido un número superior de pacientes mayores, y acabó siendo un bumerán. La autoridad reguladora británica (MHRA, en sus siglas en inglés), fue la primera en dar luz verde al uso del producto de Oxford y AstraZeneca. Consciente de la limitación de datos en la franja de mayor edad, se centró en la respuesta inmunitaria provocada en todos los voluntarios, muy elevada, y en la seguridad demostrada de la vacuna. El mismo criterio por el que se inclinó un mes después la Agencia Europea del Medicamento y más de 20 organismos reguladores por todo el mundo. Pero todos quedaron a la espera de nuevos datos que corroboraran, en el caso de las personas mayores, su decisión.
El “nacionalismo de las vacunas”
El Gobierno de Boris Johnson adoptó desde el principio de la pandemia una estrategia de aceleración. Puso al frente de un equipo de compra a la financiera Kate Bingham, quien llevaba años especializada en invertir capital de riesgo en proyectos farmacéuticos prometedores, y se le dio la orden de salvar vidas. Punto. Tenía una relativa barra libre para gastar, vía directa hasta con el propio Johnson para tomar decisiones que a veces debían adoptarse en 24 horas, y pocos prejuicios. En el mes de mayo, Downing Street había contratado 100 millones de dosis a AstraZeneca e invertido en un proyecto todavía incierto más de 100 millones de euros. Había algo de orgullo nacional en el hecho de que la universidad fuera Oxford y la compañía con que se alió, medio inglesa. Pero sobre todo había el empeño de saltarse toda burocracia y acelerar la campaña de vacunación. De hecho, el Reino Unido fue el primer país en aprobar la vacuna de Pfizer y comenzar a distribuirla entre su población. “Aseguramos 400 millones de dosis, porque no sabíamos cuáles de ellas funcionarían. En mayo no existía una vacuna, ni confianza en que alguna llegara a servir. Elegimos las mejores, cada una correspondiente a los cuatro tipos que se estaban fabricando”, explica Bingham.
AstraZeneca entendió desde un primer momento su compromiso con el Reino Unido como un proyecto único, en el que llevaba meses trabajando, cuyo resultado tenía un solo propietario. A pesar de que parte de la elaboración se realizó en otras plantas europeas, como la de la holandesa Halix B.V.
El anuncio de la compañía a la Comisión Europea, a mediados de enero, de que el rendimiento de las vacunas contratadas para la UE no estaba siendo el esperado desató la tormenta. Bruselas se sintió engañada por una farmacéutica muy vinculada al Reino Unido (su sede central está en Cambridge). En medio de una pandemia que había sensibilizado especialmente a la opinión pública. Recién salidos de un Brexit doloroso con las heridas aún frescas. Y mientras Downing Street celebraba su primer éxito en meses: una campaña de vacunación a un ritmo vertiginoso.
A la tensión política, en la que AstraZeneca tenía difícil evitar la sensación generalizada de ser el villano de la historia, se sumó una sospechosa campaña mediática procedente de Alemania. El influyente diario económico Handelsblatt aseguró que la vacuna de Oxford tenía una eficacia de apenas un 8% entre los mayores de 65 años, y atribuía esa afirmación a una fuente anónima del Gobierno federal. “Completamente falso”, respondió de inmediato AstraZeneca. El propio Gobierno alemán aseguró que no podía confirmar la información, pero el periódico optó por el sostenella y no enmendalla. Sacó a la palestra la falta de un número alto de evidencias entre la población mayor de los ensayos clínicos de Oxford. Algo conocido por las autoridades regulatorias que habían aprobado el fármaco —que esperaban, como la propia compañía, futuras evidencias que completaran la información sobre la vacuna—, pero de difícil digestión entre una población angustiada. En cadena, media Europa siguió a Alemania en su decisión de restringir el uso de la vacuna a los menores de 65 o incluso de 55 años. En un momento clave en la lucha contra la pandemia, con los suministros recortados o limitados por la mayoría de las farmacéuticas, se alteró el orden de vacunación. El compuesto de AstraZeneeca no se usaría aún con la población más vulnerable. Un cambio de planes respecto al fármaco en el que todos los gobiernos habían basado gran parte de su estrategia de vacunación, por su bajo coste y su fácil almacenamiento y transporte. Una reordenación de las prioridades.
Nada se extiende más rápido que el miedo, mucho más en una época dominada por las redes sociales. Los bots originados en Rusia hablaban de la “vacuna del mono”, en referencia al virus del resfriado común del chimpancé que utilizó Oxford para desarrollar su fármaco (un procedimiento habitual y aceptado en la elaboración de vacunas).
El peor efecto secundario
La decisión de los gobiernos europeos de utilizar exclusivamente la vacuna de AstraZeneca en población adulta joven, y concentrarla además en grupos muy concretos como bomberos, policías o profesores, tuvo como consecuencia una visibilidad ampliada ante la opinión pública de los previsibles efectos secundarios en algunos pacientes. En primer lugar, como explican los científicos, porque toda vacuna los tiene. En segundo, porque cuanto más joven es el organismo, más fuerte es su sistema inmunológico y más potente su reacción natural. La fiebre o el dolor de cabeza son señales de que la vacuna está logrando su efecto y activando las defensas. Y en tercer lugar, es previsible que esas reacciones resulten más llamativas cuando surgen concentradas en un grupo concreto de personas que cuando se dispersan entre millones de personas vacunadas.
La reacción más dañina, sin embargo, ha sido el escepticismo extendido entre la población europea ante la vacuna de AstraZeneca. Se pronunciaron incluso dirigentes como el presidente de Francia, Emmanuel Macron, quien no dudó en calificar de “pseudoeficaz” el fármaco cuando se desató la batalla política entre la compañía y la UE y ha tenido que salir a la palestra para asegurar que no tendría ningún problema en que le inyectaran la vacuna de AstraZeneca.
“El suministro de vacunas es cada vez mayor, y en breve tiempo comenzaremos a sentir su impacto. Confío en que podamos trabajar juntos para comenzar a sanar las heridas de esta pandemia”, dijo el pasado jueves Soriot ante el Parlamento Europeo. “La prueba de la virtud del cocinero está en el sabor del pudin”, asegura un refrán inglés. AstraZeneca confía ahora en que los resultados a gran escala, como recientemente han apuntado los datos de Escocia, contribuyan a enderezar la situación y sirvan para curar la herida recibida —y, en parte, autoinflingida— por la propia farmacéutica.
JMRS