Diagnóstico Político

Occidente ante el dilema del apaciguamiento 

2021-12-17

Y así fue de nuevo. La victoria occidental, indiscutible y completa, quedó plasmada...

Josep Piqué | Política Exterior

Ante el reto sistémico que plantean China y Rusia, Occidente duda. ¿Apaciguamiento o confrontación? ¿Chamberlain o Churchill?

Rusia despliega un gran contingente militar en su frontera con Ucrania. China intensifica sus incursiones militares en el espacio aéreo de Taiwán y avanza en su proyecto de militarización y anexión “de facto” del mar de China Meridional, desplegando una estrategia de AD/A2 (Acces Denial/Anti Acces) que imposibilite cualquier intento de intervención militar estadounidense en la zona. Irán sube sus pretensiones a cambio de volver al acuerdo nuclear, denunciado en su día por la administración de Donald Trump. Turquía, en un juego de peligrosa ambigüedad, sigue con su decisión de adquirir tecnología rusa antimisiles, a pesar de su pertenencia a la Alianza Atlántica.

Son claros ejemplos de los desafíos que esas potencias “no occidentales” plantean a un Occidente atribulado y aquejado de profundas divisiones internas. Son desafíos a la hegemonía global de Estados Unidos, reafirmada a raíz de su victoria en la guerra fría del siglo pasado. Y lo son no solo a nivel económico, comercial o financiero. Son una parte sustancial del cuestionamiento de la “pax americana”, que pasa por el posicionamiento estratégico en África, Oriente Próximo, Asia Central o América Latina e incluyen todos los conceptos de una pugna sistémica y de valores, desarrollándose a través de los diferentes instrumentos de la “guerra híbrida”.

Hay múltiples evidencias al respecto, desde la desinformación a la desestabilización social y política, pasando por el uso desalmado de los flujos migratorios. Además, como indican los ejemplos citados, incluyen también la presión militar convencional o, incluso, nuclear.

La gran pregunta es qué hacer ante ello. Porque corremos el riesgo de que, paso a paso (y algunos de proporciones importantes), se vayan minando las bases sobre las que descansan las sociedades libres: la democracia liberal, el respeto a los derechos humanos y al Estado de Derecho, la solidez de la separación de poderes y de la independencia del poder judicial, la economía de libre mercado o los valores constitutivos de sociedades abiertas; es decir, la libertad individual y la garantía frente a posibles abusos o arbitrariedades de los poderes públicos, y la igualdad de oportunidades y de derechos de todas las personas.

«No es la primera vez que los regímenes liberales se enfrentan a ese enorme desafío sistémico: primero, con los intentos de volver al ‘ancien régime’; en el siglo XX, con la amenaza de los totalitarismos nazi y comunista»

Así, poco a poco, pero inexorablemente, se contraponen esos principios a los que se derivan de la pretendida superioridad del poder político autoritario e intervencionista, garante aparente de la seguridad por encima de la libertad, y de la subordinación de los derechos individuales a un quimérico interés colectivo. Tales objetivos se persiguen a través de propiciar políticas de desistimiento, alimentando las divisiones sociales y la polarización política, y el sentimiento de que estamos ante un inevitable fin de ciclo de los sistemas políticos y sociales surgidos del espíritu de la Ilustración y de las revoluciones liberales y que conforman ese concepto que hemos dado en denominar “Occidente”.

No es la primera vez que los regímenes liberales se enfrentan a ese enorme desafío sistémico. Primero, con los intentos de volver al “ancien régime” y que fueron fracasando por doquier, con enormes conflictos y sufrimientos. Pero los dos grandes paradigmas del reto planteado han sido la amenaza de los totalitarismos en el siglo XX: los fascismos y el comunismo. Y es bueno extraer algunas lecciones.

Ante el ascenso de los fascismos en los años treinta, que acabaron conformando el llamado “Eje” entre Alemania, Italia y Japón, hubo –simplificando– dos posiciones. La llamada política de apaciguamiento, con la convicción de que con cesiones parciales se conseguiría preservar la paz y, por otra parte, la política de confrontación y de fijación de “líneas rojas” que clara e inequívocamente no se pueden traspasar y que obligan al uso de la fuerza militar si es necesario. Tal dilema puede ejemplificarse con las posiciones de Neville Chamberlain y Winston Churchill ante la amenaza nazi.

Como es bien sabido, Adolf Hitler fue avanzando en sus reivindicaciones, aprovechando un cierto sentimiento de culpa de los aliados en la Primera Guerra Mundial y que se concretó en el Tratado de Versalles, que escondía la semilla de una nueva confrontación y que se concretó en la Segunda Guerra Mundial, apenas 20 años después. Pero también aprovechando los enormes deseos de paz de unas sociedades devastadas por la conflagración bélica más trágica de la historia de la humanidad. La paz debía preservarse, aunque fuera a cambio de la aceptación de hechos consumados claramente contrarios a la legalidad internacional, pensando en que tendrían un fin más o menos asumible.

Así, vimos cómo se remilitarizó Alemania, se anexionó Austria al Tercer Reich, y se consumó la anexión de los sudetes y la ocupación de Checoslovaquia. También la invasión italiana de Abisinia y la ocupación de Albania, o el avance imparable del militarismo japonés en Asia, incluyendo la invasión de Manchuria y la incorporación al Imperio de Corea y Taiwán.

La culminación de la política de apaciguamiento fueron los Acuerdos de Múnich, que llevaron a Chamberlain, primer ministro británico, a hablar de “la paz de nuestros tiempos” y de obtener el apoyo mayoritario de la sociedad británica (y también de la francesa) a dichos acuerdos. Churchill le respondió que, ante el deshonor y la guerra, había elegido el deshonor, pero que además tendría la guerra.

Así fue. Esa pretendida paz se truncó con la invasión de Polonia (doble, ya que también, gracias al pacto germano-soviético, lo hizo la Unión Soviética), lo que provocó el inicio de la Segunda Guerra Mundial y el inicialmente imparable avance militar nazi por buena parte de Europa y, seis años después, la victoria de los aliados (que, paradójicamente, incluían al totalitarismo soviético).

«Churchill respondió a Chamberlain que, ante el deshonor y la guerra, había elegido el deshonor, pero que además tendría la guerra»

La victoria sobre el primer desafío (el totalitarismo fascista) supuso la plasmación del segundo: la pugna entre Occidente y el totalitarismo comunista. De nuevo, era una amenaza existencial. Y Occidente hizo frente a la guerra fría con una combinación de políticas de contención y de estrategias a largo plazo que descansaban en la convicción de que acabaría triunfando de nuevo a través de su superioridad económica, política y militar, pero sobre todo sobre la base de los valores de la libertad frente a la tiranía: el famoso “telegrama largo” de George Kennan.

Y así fue de nuevo. La victoria occidental, indiscutible y completa, quedó plasmada gráficamente con la caída del muro de Berlín y el subsiguiente colapso de la URSS, justo ahora hace 30 años.

Sin embargo, poco después, estamos ante un nuevo desafío sistémico, con dos grandes protagonistas cada vez más unidos por el objetivo común de minar las bases de Occidente: China y Rusia.

Ambos están poniendo a prueba constantemente la capacidad de reacción de EU y sus aliados, avanzando en sus objetivos desde la convicción de que el coste de impedirlos sería demasiado elevado y no asumible por las propias sociedades occidentales.

Así, la gran pregunta en el caso de China es hasta qué punto EU estaría dispuesto a ir a la guerra para defender Taiwán. Una duda que, máxime después del repliegue en Oriente Próximo y en Afganistán, se ha instalado no solo entre los estadounidenses, sino sobre todo entre sus aliados.

La caída de Taiwán y su ocupación por China implicaría el principio del fin de la presencia estadounidense en Asia y, por ende, su papel como potencia global. China alcanzaría así su objetivo de ser la primera superpotencia global del planeta en el presente siglo. De ahí la vital importancia de transmitir credibilidad, determinación y compromiso real en la defensa de Taiwán. De lo contrario, su integración en China va a ser inevitable y, en consecuencia, será inexorable la retirada de EU del Pacífico y del Índico. La tradicional política de ambigüedad respecto a Taiwán tiene unos límites y, en estos momentos, puede ser claramente peligrosa.

«La caída de Taiwán y su ocupación por China implicaría el principio del fin de la presencia estadounidense en Asia y, por ende, su papel como potencia global»

En el caso de Rusia, vemos como su objetivo de “neutralizar” Ucrania y vetar su eventual incorporación a la Alianza Atlántica y a la propia Unión Europea, manteniéndola como un Estado con su soberanía mermada y atemorizado ante cualquier posibilidad de intervención militar rusa, se puede cumplir a través de los hechos consumados. Por descontado tales argumentos valen también para Bielorrusia, Moldavia o el conjunto del Cáucaso.

Rusia ha comprobado la inacción práctica de Occidente –sanciones económicas aparte– ante la intervención militar en la guerra de Georgia en 2008, con la creación de dos pseudorrepúblicas prorrusas en ese país y coartando cualquier posibilidad de un decantamiento hacia Occidente de una exrepública soviética en el Cáucaso. También ha visto cómo la reacción occidental a la ocupación proxy del Donbás y a la anexión de Crimea ha sido lo más parecido a las políticas de apaciguamiento del periodo de entreguerras del siglo XX. Ciertamente, ha habido sanciones económicas y diplomáticas, pero Rusia las considera asumibles ante los avances en sus objetivos estratégicos. Paso a paso, como hiciera Hitler, midiendo los tiempos y calibrando las reacciones. Y pensando que, a través de la amenaza militar va a conseguir sus fines sin necesidad de luchar en el campo de batalla. La víctima de todo ello es el pueblo ucraniano y la reivindicación de su plena soberanía.

Es verdad que la posición de Occidente (EU, la OTAN y la UE) se ha endurecido, anunciando fuertes y dolorosas represalias en el ámbito económico, diplomático o, incluso, energético (con el Nord Stream 2 en el horizonte inmediato) si se consumara una intervención militar rusa. Pero se descarta, de entrada, cualquier respuesta militar.

La cuestión es, de nuevo, si eso bastará para contener a Rusia o constituye una nueva señal de que, ante la perspectiva de una guerra, Occidente da un paso atrás. Vuelve el debate sobre las políticas de apaciguamiento y su efectividad real. Por ello, si la respuesta, no necesariamente militar, no es suficientemente contundente, Rusia (y China) continuarán “testando” la voluntad real de su adversario e irán avanzando inexorablemente en sus objetivos estratégicos.

Eso es, nada más y nada menos, lo que nos estamos jugando.



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