Imposiciones y dedazos

El gobierno de Nicaragua es un gran administrador de la injusticia

2022-06-09

El problema del Poder Judicial en Nicaragua no gira únicamente en torno al principio de...

Alberto Brunori | The Washington Post

En mayo pasado 14 juezas y jueces nicaragüenses concluyeron los juicios de 50 personas encarceladas entre el 28 de mayo y el 6 de noviembre de 2021, muy cerca de las cuestionadas elecciones generales en las que el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) alcanzó 83% de representación en la Asamblea Nacional, y Daniel Ortega logró su quinto mandato presidencial —el cuarto consecutivo—.

Todas las personas acusadas, entre ellas 11 mujeres, fueron condenadas a penas de hasta 13 años de prisión e inhabilitación absoluta para ocupar cargos públicos. A 44 de estas personas se les juzgó por infringir la Ley Especial de Ciberdelitos, aprobada en octubre de 2020 para sancionar a quienes propaguen “información tergiversada”. También con la Ley de Defensa de los Derechos del Pueblo a la Independencia, la Soberanía y Autodeterminación para la Paz, de diciembre de 2020, que combinada con el artículo 410 del Código Penal (menoscabo a la integridad nacional) puede determinar que una persona es “traidora a la patria” por expresar sus demandas de respeto a los derechos humanos y de restauración del orden democrático.

Quienes no estén muy familiarizados con la profunda crisis del Estado de derecho que se vive en Nicaragua desde abril de 2018, podrían pensar que simplemente se aplicó la ley y que, al haberse atribuido una pena a una determinada conducta prohibida por la norma, se hizo justicia. Pero no es tan simple como esto. El problema del Poder Judicial en Nicaragua no gira únicamente en torno al principio de legalidad, sino a la interpretación y aplicación de la ley de una forma arbitraria y con aparentes fines políticos.

Mediante una falta de publicidad y transparencia, y de respeto a un debido proceso por parte de las y los operadores de justicia, pareciera más bien que el Poder Judicial, a falta de independencia, se ha constituido en el engranaje perfecto de una maquinaria de criminalización de defensoras y defensores de derechos humanos, activistas considerados como de oposición y contendientes políticos, que, sin reparos, se limitaría a validar las acciones y dictados de las autoridades de gobierno.

Desde los procesos penales que se instauraron a raíz de las protestas iniciadas en abril de 2018, y en no pocas ocasiones, la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OACNHUD) ha podido documentar cómo varios jueces han incumplido con garantías mínimas de un debido proceso. Por ejemplo, han permitido que las personas detenidas fueran presentadas ante ellos luego de las 48 horas determinadas por ley, incluso meses después; que les fuera impedido comunicarse con sus abogados o, inclusive, han admitido las pruebas inculpatorias presentadas por el ministerio público, aunque fueran vagas, insuficientes y contradictorias.

De acuerdo a lo que la OACNUDH ha podido constatar, la prisión preventiva fue ordenada generalmente de manera automática, se celebraron audiencias sin aviso previo o sin que las personas detenidas pudieran escoger a sus defensores y, también, se convalidaron allanamientos, incautaciones y detenciones arbitrarias e ilegales. Se llegó incluso a emitir condenas superiores a los 200 años de prisión, cuando la pena máxima reconocida por la Constitución era de 30; o se sancionó con un año de prisión, bajo el delito de homicidio imprudente, a un elemento armado progubernamental que disparó a quemarropa en la cabeza de un manifestante. Dicho sea de paso, el victimario no cumplió la sentencia al ser beneficiado con la suspensión de la pena.

Si al principio de la crisis algunos jueces y fiscales se arriesgaron a cumplir sus funciones con apego al derecho, su escarmiento —despido o exilio— habría servido para disuadir a los demás y para acabar, de una vez por todas, con la independencia judicial. La prueba más reciente son estos juicios realizados en los últimos cinco meses en los que, como en años anteriores, los abogados defensores solo pudieron tener acceso a sus clientes de tres a 10 minutos antes del juicio y no pudieron revisar los expedientes del proceso. La mayoría de las audiencias no se celebraron en estrados judiciales, sino en un centro de detención policial sin acceso general del público ni de los medios de comunicación y, en algún caso, sin que la persona detenida supiera que estaba a punto de enfrentar su juicio.

Las apelaciones de las sentencias ya empezaron a resolverse por magistrados de una instancia superior, quienes las están confirmando una a una sin dar la posibilidad a los acusados de hacerse escuchar en una audiencia pública, como lo dispone la ley. Con esto, queda poco campo para dudar que estos magistrados también forman parte de la misma maquinaria.

A la espera de que sus sentencias queden firmes, las presas y presos seguirán soportando las condiciones inhumanas de detención, las mismas que coincidieron con el deterioro de la salud de uno de los detenidos que falleció en febrero. Esta lamentable muerte, cuando menos, habría llevado a las autoridades a que tomen cierta conciencia de su responsabilidad reforzada frente a estas personas que se encuentran bajo custodia del Estado, y a disponer, desde entonces, que seis presos septuagenarios o con enfermedades graves cumplan sus condenas en sus domicilios.

Todavía pasará tiempo para que los responsables de las violaciones de derechos humanos que se han cometido y se siguen cometiendo desde abril de 2018 rindan cuentas. De la forma en que se administra la injusticia en Nicaragua, en este momento no es posible. Pero, a la hora de responder, aquellos jueces y fiscales que no hayan aplicado las reglas mínimas del debido proceso, ya sea por acción u omisión, no estarán exentos.
 



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