Agropecuaria

Sequía en la capital mundial del aceite de oliva

2022-09-12

“La edad promedio de un olivicultor aquí es de 60 años”,...

 

EL MOLAR, España — La rama, arrancada de uno de los miles de árboles de un denso olivar de este pueblo, tiene hojas marrones y unos cuantos brotes diminutos y secos que se agrupan cerca del extremo. Para Agustín Bautista, la rama cuenta una historia y la historia es sobre una cosecha que está perdida.

Normalmente, esos brotes están verdes y sanos y producen más de 49,000 litros de aceite de oliva en una temporada. Eso es más que suficiente para que Bautista, de 42 años, con una voz potente y melena pelirroja, mantenga a su mujer y sus dos hijos pequeños. A partir de octubre, cuando las aceitunas se sacudan de los árboles y se recojan mediante redes en el suelo, tendrá suerte si produce una quinta parte de esa cantidad.

“Voy a perder dinero”, aseguró, con el tono resignado de un hombre que se encuentra en la fase de aceptación del dolor. Mientras miraba las hectáreas áridas de su propiedad, resumió la realidad a la que se enfrentan los olivicultores españoles: “Sin agua, no hay futuro”.

La sequía ha asolado decenas de cultivos en toda Europa: el maíz en Rumanía, el arroz en Italia, las judías en Bélgica, así como el betabel y el ajo en Francia. Entre los más afectados está la cosecha de aceitunas de España, que produce la mitad del aceite de oliva del mundo. Casi la mitad de la producción española procede de Jaén, una provincia meridional sin salida al mar de 13.468 kilómetros cuadrados, del tamaño de Connecticut, que produce más aceite de oliva al año que toda Italia, según el Consejo Oleícola Internacional. A menudo se le llama la capital mundial del aceite de oliva.

Los agricultores y los dirigentes políticos ahora buscan respuestas a una pregunta apremiante: ¿qué ocurre con una economía de un solo cultivo cuando queda abrasado por temperaturas récord?

Nunca ha sido un destino turístico importante, pero los que vienen, sobre todo para ver las fortalezas moras y las catedrales de estilo renacentista, se encuentran con un paisaje diferente a cualquier otro. Sesenta y siete millones de olivos están plantados en cada colina y valle, junto a cada carretera y camino, en todas las direcciones. Se ha dicho que es el bosque más grande creado por el hombre.

Desde que los romanos empezaron a plantar este bosque hace siglos, los olivos han servido de sustento a miles de agricultores y trabajadores itinerantes. Los árboles prosperan en un clima mediterráneo y necesitan una cantidad mínima de lluvia. Sin embargo, esta cantidad mínima no es suficiente. Europa está sufriendo la peor sequía de los últimos 500 años, según el Observatorio Europeo de la Sequía, un servicio gestionado por el Centro Común de Investigación de la Comisión Europea, y está experimentando olas de calor tan intensas que la ciudad cercana de Sevilla dio a una de ellas un nombre —Zoe—, como se nombran los huracanes y las tormentas tropicales en Estados Unidos.

La mañana en que Bautista estudió la rama marchita del olivo, sudaba bajo un calor que ya superaba los 37,7 grados Celsius a las 11 de la mañana. Mientras conducía su camioneta Toyota alrededor de los 5000 árboles que cultiva en un bosquecito junto a ese pequeño pueblo donde creció, ya lamentaba la pérdida de ganancias. Él y otros agricultores esperan que la cosecha de aceitunas de Jaén sea un 50 por ciento menor que la del año pasado. Los cálculos del gobierno sobre la pérdida de ingresos se sitúan ahora en 1000 millones de dólares.

“La situación es crítica”, señaló Francisco Reyes Martínez, presidente de la Diputación Provincial de Jaén. “Mucha gente de aquí va a pasar apuros”.

La cosecha es solo el último contratiempo para los cientos de pueblos que salpican Jaén y que han dependido durante décadas del cultivo de la aceituna. El Molar tiene un bar, una iglesia, ningún restaurante y una población oficial de 237 habitantes.

“Creo que la cifra real está más cerca de los 200”, afirmó la alcaldesa del pueblo, Misericordia Jareño. “Algunas personas han muerto”.

Con ayuda del gobierno local, está empezando a crecer una industria incipiente de turismo del aceite de oliva, denominada oleoturismo. Hay balnearios con tratamientos de aceite de oliva y tiendas especializadas, como Panaderia Paniaceite, que venden decenas de variedades de aceite de oliva. Una almazara, como se conoce a los molinos tradicionales, ofrece catas de aceite de oliva como si fueran catas de vino en un viñedo. Los visitantes también pueden pasar un día trabajando y viviendo como olivicultores, con comidas incluidas, por 27 euros (casi 27 dólares).

“Nos ha sorprendido la cantidad de interés que hay por ver cómo producimos el aceite de oliva”, comentó José Jiménez, copropietario de la almazara, Oleícola San Francisco, en un pueblo llamado Baeza. “Ya hemos recibido 50,000 visitantes de 78 países”.

El turismo nunca compensará las pérdidas en el campo ni frustrará una serie de cambios tectónicos que van mucho más allá del clima. Una cosecha que antes requería decenas de miles de personas, incluyendo una afluencia masiva de trabajadores migrantes estacionales, ahora requiere una fracción de esa mano de obra porque gran parte del trabajo ahora lo realizan máquinas. La más notable es la vibradora, un dispositivo manual accionado por gasolina —parece una sierra de cadena con un hocico muy largo y delgado— que sacude las aceitunas de los árboles sujetando las ramas y haciéndolas vibrar.

Una persona armada con una vibradora puede sacudir 1500 kilogramos de aceitunas en un día. Si se utiliza la técnica tradicional de golpear con un palo, la cifra se acerca a los 200 kilogramos diarios.

Esa es una de las razones por las que El Molar ha ido perdiendo población: se necesita mucha menos gente para la cosecha. Y los que siguen trabajando en los olivares se enfrentan a costos más elevados, sobre todo ahora que la inflación supera el nueve por ciento en la zona euro, lo que aumenta el precio de la electricidad, el combustible, los fertilizantes y la mano de obra.

“El costo de producir aceite de oliva ahora es dos o tres veces más caro que hace diez años”, afirmó Juan Carlos Hervás, agricultor y experto de la rama local de un sindicato de agricultores. Hizo las cuentas: un litro de aceite de oliva virgen extra, el de mayor calidad, ahora cuesta 3,90 euros, muy por encima de los 1,8 euros por litro que costaba antes de la pandemia. Sin embargo, el precio de la recolección de ese litro ha aumentado 2,40 euros.

“Ahora estamos perdiendo dinero”, apuntó Hervás. “Por primera vez en muchos años estamos viendo un buen precio para el aceite de oliva, pero nuestros costos están aumentando y no ha llovido en tres meses”.

Sin los costosos sistemas de riego para los árboles, muchos son infructuosos. Durante el recorrido de Bautista por los olivares de El Molar, se observaba una clara dicotomía: los árboles que se regaban desde un embalse cercano, mediante muchos kilómetros de tuberías negras, tenían un aspecto sano y verde. Los que no eran marrones y estériles.

“Ocho litros por hora, durante ocho horas, una noche a la semana”, dijo Bautista, explicando cuánto se riega cada árbol. Esa agua es cara y los agricultores de aquí tienen que comprar una cuota de una cooperativa de embalses, creada en 2001, para acceder a ella. Muchos decidieron hace tiempo ahorrarse su dinero, apostando que la lluvia haría ese trabajo gratis.

Durante años las subvenciones de la Unión Europea han sido fundamentales para los olivicultores de Jaén. En la actualidad, la tasa es de casi 690 euros al año por hectárea (cerca de 2,5 acres), explicó Juan Vilar Hernández, analista agrícola y profesor de la Universidad de Jaén. Dado que el agricultor promedio tiene 1,58 hectáreas, la subvención promedio es de casi 1090 euros al año.

“Si se eliminan las subvenciones, cerca del 80 por ciento de los agricultores de Jaén perderían dinero”, confirmó. La subvención va a disminuir en los próximos años, lo que alarma a muchos agricultores. Una solución a largo plazo es que las explotaciones agrícolas adopten una “olivicultura moderna”, lo que significa meter más árboles en el mismo espacio físico y utilizar más equipos industriales durante la cosecha.

Sin embargo, en gran parte de Jaén eso no es posible. La mayoría de sus olivares se encuentran en colinas inclinadas en las que las nuevas y costosas máquinas, como las cosechadoras de aceitunas —básicamente, enormes tractores de 500,000 dólares que pasan por encima de árboles de 4 metros— no pueden funcionar.

Inevitablemente, Jaén se va a quedar atrás en cuanto a productividad en comparación con los olivares de California, Chile, Australia y otros lugares, aseguró Hernández. La provincia quizá siempre sea sinónimo de producción de aceitunas, pero en el futuro será una competencia que la provincia no podrá ganar.

“La edad promedio de un olivicultor aquí es de 60 años”, señaló. “Y sus hijos se están marchando a las ciudades. Así que dentro de veinte años, nadie va a vivir en estos pueblos”.

Luis Planas, Ministro de Agricultura de España, dijo en una entrevista que el país necesitaba adaptarse a las nuevas condiciones. Destacó una serie de medidas que el gobierno ya ha tomado para proporcionar alivio a corto plazo, incluyendo exenciones fiscales y un aumento de las prestaciones laborales. El objetivo es salvar y mantener algo más que una industria.

“Si desaparecen pueblos como El Molar, España perderá una parte muy importante de su identidad”, opinó. “Si el olivar desaparece, esa zona se convertirá en un desierto”.

Un viernes reciente por la tarde, El Molar ignoró el clima y las leyes de las economías de mercado que se oponen a él y se reunió para su fiesta anual de verano. Tenía el aspecto de una reunión familiar e incluía a más de un Bautista, incluso al reportero de esta historia, que es primo de Agustín. No pasó mucho antes de las 11 de la noche, cuando una banda de música con un tamborilero desfiló ruidosa por la calle principal, tocando una canción infantil, “Soy una taza”. Se vendían cervezas y tortillas en un restaurante y bar improvisados, mientras los niños jugaban en un castillo inflable instalado en las inmediaciones.

Alrededor de la medianoche, apareció un DJ y empezó a poner música de baile a un volumen que inducía el tinnitus. Como si fuera una señal, el viento se levantó, las servilletas empezaron a arremolinarse en el aire y, para la alegría de todos, empezó a llover, al principio ligeramente.

Una anciana llamada María la de Ricardo pasó por allí, sonriendo.

“No es normal que llueva en agosto”, comentó. “Pero estuve rezando para que ocurriera y Dios me escuchó”.

En ese momento, empezó a llover a cántaros y todo el mundo se puso bajo techo para ver el diluvio.



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