Vox Dei
«¡Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra!»
Lucas 10, 17-24
«Dichosos los ojos que ven lo que ustedes ven»
En aquel tiempo, los setenta y dos discípulos regresaron llenos de alegría y le dijeron a Jesús: “Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre”.
Él les contestó: “Vi a Satanás caer del cielo como el rayo. A ustedes les he dado poder para aplastar serpientes y escorpiones y para vencer toda la fuerza del enemigo, y nada les podrá hacer daño. Pero no se alegren de que los demonios se les sometan. Alégrense más bien de que sus nombres están escritos en el cielo”.
En aquella misma hora, Jesús se llenó de júbilo en el Espíritu Santo y exclamó: “¡Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla! ¡Gracias, Padre, porque así te ha parecido bien! Todo me lo ha entregado mi Padre y nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre; ni quién es el Padre, sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar”.
Volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte: “Dichosos los ojos que ven lo que ustedes ven. Porque yo les digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven y no lo vieron, y oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron”.
Reflexión
S.S. Francisco
«Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre»
Jesús, hoy en este evangelio, me invitas a poner la fuente de mi alegría en el hecho de que Tú me amas, más que en los éxitos que pueda alcanzar. Me mandas estar alegre porque has escrito mi nombre en el cielo. Has querido que, a donde quiera que vaya, no olvide que tu amor siempre me acompaña.
¡Tantas veces, Jesús, pierdo esta verdad en mi vida diaria!
Basta que el cielo se nuble, que pase por un momento de dificultad para que la fuente de mi alegría muchas veces se extinga. Me olvido de que si bien las nubes me impiden ver el cielo azul, eso no significa que no esté allí, y que siempre puedo tornar a verlo por medio de la oración, confiando plenamente en que su eficacia no es que me quites las dificultades, sino que me ayudes a vivir alegre en tu amor aun a pesar de ellas.
Gracias, Jesús, porque así como el cielo envuelve la tierra, así tu amor me circunda y acompaña a donde quiera que vaya. Ayúdame a nunca olvidar esta certeza y a poner la fuente de mi alegría en ti.
«Deja que Jesús te predique y deja que te cure. Así, yo también puedo predicar a los demás, enseñar las palabras de Jesús, porque dejo que Él me predique; y también puedo ayudar a curar tantas heridas, tantas heridas que hay. Pero antes tengo que hacerlo yo: dejar que Él me predique y Él me cure».
JMRS
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