Vuelta al Mundo
¿Cómo sería el Perú si realmente abrazara la diversidad?
Marco Avilés | The Washington Post
La modelo e influencer peruana Alessia Rovegno descendió al escenario del concurso Miss Universo, la noche del 11 de enero, en Nueva Orleans, y, con la elegancia de una garza, elevó los brazos dejando ver un mensaje que ella misma había pintado a mano en una capa: “Embrace diversity”, se leía en medio de un abanico de rostros de mujeres de diferentes colores y rasgos étnicos. Abraza la diversidad. La frase habría sido un gancho a la mandíbula de la industria internacional de la belleza hace media década. Pero en el presente pospandémico, pos-George Floyd, pos-Yalitza Aparicio en portada de Vogue, el gesto de Rovegno, más allá de su buena intención, revelaba la inquietante lentitud con que el mainstream peruano reacciona a las discusiones contemporáneas más incómodas, como el racismo.
Tras la caída en desgracia del exmandatario Pedro Castillo, a inicios de diciembre, su vicepresidenta Dina Boluarte asumió la conducción de un gobierno teóricamente de izquierda. Boluarte, lejos de seguir o corregir la política de su predecesor, se alió con sus antiguos adversarios de derecha y, desde las primeras protestas, ordenó una represión no vista en el país desde la dictadura de Alberto Fujimori. Medio centenar de personas han muerto desde entonces, principalmente en ciudades y pueblos de mayoría indígena.
La performance de Rovegno llegaba tarde dentro del contexto internacional. Pero, visto desde un Perú asolado por la cruenta represión de protestas políticas en los Andes, la exhortación a abrazar la diversidad traía una lluvia de preguntas implícitas para el consumo local.
¿Cómo sería el Perú si realmente abrazara la diversidad? ¿Qué significa abrazar la diversidad? ¿A quién iba dirigido ese mensaje? ¿A otras personas blancas, con poder, que necesitan recordatorios de este tipo? Entonces, ¿quién debe abrazar y quién debe ser abrazado?
Después de varios años de circulación, la palabra “diversidad” ha sido domesticada de tal manera que a veces solo parece evocar la armonía colorida de los viejos avisos de la marca Benetton. Pero, ¿es eso lo que buscan las personas “diversas”, no blancas, cholas, indígenas, negras, racializadas que hoy protestan movilizadas en el Perú y son heridas y asesinadas?
En diciembre de 2022, el entonces presidente del Consejo de Ministros, Pedro Angulo, explicó en un noticiero de ATV, un canal de Lima, las razones de la masacre cometida bajo su responsabilidad en la ciudad andina de Andahuaylas. Según dijo, había personas que “traen gente de altura que no habla español. Entonces cuando el policía les dice algo, no entienden porque están azuzados y siguen avanzando, entonces se producen las desgracias”. Angulo describía un escenario de comunicación imposible donde, por un lado, estaban los policías intentando hablar y, por otro, “la gente de altura que no habla español” y que avanzaba como una estampida de animales salvajes sin capacidad de decidir por sí mismos.
El razonamiento de Angulo sintetizaba la política del gobierno de la presidenta Boluarte, empeñada hasta hoy en deshumanizar a la ciudadanía indígena para poder castigarla, efectivamente, como si fuesen un ganado díscolo, sin derechos, sin humanidad. Por eso, en lugar de ministros, Boluarte parece haberse rodeado de capataces salidos de las novelas de José María Arguedas. Ella misma, en una actitud de desprecio público, y tras semanas de protestas que piden su renuncia, resondró a la ciudadanía en términos similares a los de su exministro Angulo: “No se entiende lo que están pidiendo”, dijo durante una reunión con líderes políticos del llamado Acuerdo Nacional, en Lima. Ese mismo día, 17 personas murieron durante la masacre policial ejecutada en la región quechua-aymara de Puno. Unos días más tarde, el congresista de extrema derecha Alejandro Cavero lamentó que la presidenta no hubiera sido más firme. “El gobierno tendría que haber sido mucho más drástico”, dijo analizando la represión, y enseguida envió un pésame de mal gusto a los deudos de las víctimas.
Pero lo realmente horroroso es la dimensión colectiva, pandémica, de este tipo de crueldad y clasismo. Muchos medios internacionales que cubren las protestas y las masacres evidencian por contraste que el ecosistema mainstream del periodismo y la política peruana tiene una penosa resistencia a nombrar el racismo que asola al Perú. Es como si ante el asomo de este tema (y de la blanquitud, el privilegio, el centralismo, el clasismo), un curioso complejo de culpa empujara a quienes tienen el poder (o cierto poder) a entrar en una fase de negación o al menos de silencio.
En el Perú, como en otros países de la región, el conjunto de personas notorias y con poder que gestionan la discusión pública, desde políticos hasta empresarios, periodistas, analistas, operadores y celebridades, responden mayoritariamente a similares patrones étnicos-raciales y de clase, como si hubieran egresado todos de la misma escuela. No es que todas las personas que narran y analizan la realidad nacional en el circuito mainstream sean personas blancas o mestizas que viven en media docena de barrios acomodados de Lima, pero la abrumadora mayoría sí lo son. En un país con 24 regiones y con medio centenar de pueblos indígenas, además de poblaciones afroperuanas y comunidades inmigrantes de todos los continentes, la diversidad en el Perú es precisamente lo que deja de existir cuando sintonizamos los noticiarios.
El peligro de la falta de diversidad en la discusión política no es la monotonía visual de los tonos de piel de quienes tienen el privilegio de participar en ella, sino que los sesgos ideológicos de personas con similares experiencias vitales se acumulan de forma tóxica en las pantallas. La falta de diversidad es una dimensión del racismo difícil de denunciar, pero es un factor clave para entender por qué el gobierno peruano puede reprimir y masacrar a poblaciones indígenas, gente “de las alturas”, con el respaldo de muchos medios de comunicación. Hay una evidente sintonía ideológica entre ellos, pero las y los periodistas también parecen incapaces de encarar el racismo cuando lo tienen en las narices. No es que ser mayoritariamente blancos (o mestizos) les impida encarar este problema, pero sin duda un rasgo clave de la blanquitud es la negación y la minimización del racismo. Donde no hay diversidad los sesgos, en lugar de eliminarse, se refuerzan.
Entonces, ¿qué significa “abrazar la diversidad” en este momento en el Perú? ¿Que las personas que gestionan la discusión pública en el país adviertan que allí donde están no existe realmente diversidad porque, entre otras cosas, las voces de las personas indígenas y negras son cotidianamente estigmatizadas y silenciadas? El racismo en el Perú es tan evidente ahora que su impacto se puede contar en número de cadáveres. Sus efectos se sienten todos los días, a cada momento, como esa fuerza que desde el poder y desde la discusión pública (tan enfermizamente centralizada en lo que sienten y piensan y temen los barrios más blancos de Lima) intenta quitarle a la ciudadanía indígena no solo la voz sino el protagonismo.
aranza
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