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Silvio Berlusconi, empresario del espectáculo que cambió la política y la cultura de Italia, muere a los 86 años
Por Jason Horowitz y Rachel Donadio | The New York Times
ROMA — Silvio Berlusconi, el impetuoso magnate de los medios de comunicación que revolucionó la televisión italiana con canales de propiedad privada que utilizó para convertirse en el primer ministro más polarizador y procesado del país a lo largo de varios mandatos y de un cuarto de siglo de influencia política y cultural a menudo escandaloso, falleció el lunes en el Hospital San Raffaele de Milán. Tenía 86 años.
Su fallecimiento fue confirmado en un comunicado por la primera ministra, Giorgia Meloni, con quien formaba parte de la coalición del actual gobierno italiano. No se explicó la causa de la muerte, pero la semana pasada fue hospitalizado como parte de su tratamiento contra la leucemia crónica y otras dolencias.
Para los italianos, Berlusconi era un entretenimiento constante —cómico y trágico, con algo de material subido de tono— hasta que lo abucheaban para que saliera del escenario. Pero regresaba. Para los economistas, era el hombre que ayudó a hundir la economía italiana. Para los politólogos, representaba un nuevo y audaz experimento sobre el impacto de la televisión en los votantes. Para los periodistas sensacionalistas, era una deliciosa fuente de escándalos, meteduras de pata, insultos soeces y aventuras sexuales.
Berlusconi, un orador talentoso y un hombre del espectáculo que de joven cantaba en cruceros, fue elegido primer ministro por primera vez en 1994, después de los escándalos de “Sobornópolis”, que habían desmantelado la estructura de poder de la Italia de la posguerra y destituido a su padrino político, el ex primer ministro Bettino Craxi. Es famoso su anuncio de que “entraría en el campo” de la política para llevar a cabo reformas de carácter empresarial, una medida que sus partidarios enmarcaron como un sacrificio desinteresado por el país y que sus críticos consideraron un esfuerzo cínico para proteger sus intereses financieros y asegurarse inmunidad judicial en lo tocante a sus asuntos empresariales.
Su primer mandato se derrumbó rápidamente, pero los votantes, muchos de ellos persuadidos al verlo firmar en la televisión un “Contrato con los italianos”, eligieron por abrumadora mayoría, al hombre más rico de Italia, para dirigir de nuevo el país en 2001, esta vez al frente de la mayoría parlamentaria más amplia de Italia desde la Segunda Guerra Mundial.
Esa coalición de gobierno de centroderecha duró más que cualquier otro gobierno desde la guerra. En 2005, volvió a ser primer ministro tras una reorganización del gobierno, y luego utilizó su poder para modificar la ley electoral y tener más posibilidades de ganar las siguientes elecciones generales. Perdió por un estrecho margen, en 2006, pero se mantuvo en el centro de la escena y volvió al poder en unas elecciones anticipadas en 2008.
Su victoria desanimó a una generación de la izquierda. Los opositores estaban obsesionados con Berlusconi y a la vez se sentían totalmente molestos con él, un político que parecía estar hecho de teflón electoral a pesar de sus meteduras de pata internacionales, su incapacidad para cumplir sus promesas y de haber hundido la economía italiana.
Los políticos liberales, y los fiscales a los que satanizó como su brazo judicial, vieron con consternación cómo utilizaba las apelaciones y los plazos de prescripción para evitar la penalización, a pesar de haber sido condenado por contabilidad falsa, soborno de jueces y financiación ilegal del partido.
Sus gobiernos dedicaron un tiempo desmesurado a la elaboración de leyes que parecían hechas a medida para proteger a Berlusconi de décadas de juicios por corrupción, un objetivo que algunos de sus asesores más cercanos reconocieron que era la verdadera razón por la que había entrado en política.
Una ley anuló una sentencia judicial que lo habría obligado a renunciar a una de sus cadenas de televisión; otras rebajaron el delito de falsedad contable y redujeron el plazo de prescripción a la mitad, lo que acortó de hecho varios juicios relacionados con sus empresas. Berlusconi gozaba de inmunidad parlamentaria, pero en 2003 su gobierno fue más allá y aprobó una ley que le otorgaba inmunidad judicial mientras permaneciera en el cargo, lo que suspendió de hecho sus juicios por corrupción.
Algunas de esas leyes fueron finalmente declaradas inconstitucionales, y en 2009 el más alto tribunal del país anuló la ley de inmunidad.
El daño de esos cargos de corrupción se vio agravado por las acusaciones de que pagó por mantener relaciones sexuales con una menor de edad apodada Ruby Heart-Stealer. Más tarde fue absuelto, pero la historia fue un regalo para la prensa sensacionalista mundial. También lo fueron las noticias de que celebraba fiestas sexuales a las que llamaba “bunga bunga” con mujeres supuestamente reclutadas por un presentador de noticias de uno de sus canales y una antigua higienista dental y corista que llegó a ser consejera regional de Milán. Berlusconi sostuvo que eran solo cenas elegantes.
Los escándalos provocaron grandes protestas de mujeres. Incluso la Iglesia católica, muy influyente en la política italiana y que a menudo fingía que nada pasaba cuando se trataba de Berlusconi, señaló que ya era suficiente.
Pero lo que realmente desalojó a Berlusconi del poder no fue un repentino despertar ético en Italia o una marea de intolerancia hacia sus actividades extracurriculares, sino el hecho insuperable de la crisis de la deuda europea y la falta de confianza entre los líderes europeos y los tenedores de deuda de que podría sacar al país de ella.
Cuando Berlusconi finalmente renunció, en 2011, en medio de una coalición conservadora fracturada y un malestar general, parecía que ya se había hecho mucho daño. Numerosos analistas lo responsabilizaban de dañar la reputación y la salud financiera de Italia, y consideraban su paso por el poder como una década perdida de la que el país ha tenido dificultades para recuperarse.
En última instancia, fue mucho más que su paso por el poder, las políticas que introdujo o los aliados que apoyó.
Su enfoque de la vida pública, a menudo escandaloso, disruptivo y personalmente sensacionalista, que se conoció como berlusconismo, lo convirtió en el político italiano más influyente desde Mussolini. Berlusconi transformó el país y ofreció un modelo diferente de líder, que tendría ecos en Donald J. Trump y más allá.
Hombre de muchos rostros
Berlusconi utilizó su imperio mediático para manipular —y dominar durante más de 20 años— la política italiana, que durante mucho tiempo había sido ideológica y centrada en temas concretos. Era como si hubiera convertido una imagen en blanco y negro en una televisión en tecnicolor llena de interminables horas de programación de espectáculos de telerrealidad, de los que él era el protagonista indiscutible. Es difícil exagerar su impacto en la cultura del país.
Por turnos payaso y taimado, optimista y cínico, populista con los pies en la tierra y elitista estratosférico, fue la línea de fractura por la que se quebró Italia.
Las campañas para toda la familia de Berlusconi contaban a menudo con el apoyo de la Iglesia. Su fe en el espíritu empresarial era inquebrantable. Pero todo ello iba acompañado de un hedonismo sin remordimientos que valoraba la riqueza, la belleza y el culto al vigor juvenil, como ilustra la imagen de corista de las mujeres que promovía en sus canales de televisión y a veces en el gobierno. Lo que surgió fue un actualizado ideal de mujeriego que ha dejado su huella en la imaginación, y las aspiraciones, de innumerables italianos.
La habilidad de Berlusconi para sintetizar la política —los críticos dirían que la empobrecía— en mensajes publicitarios y puntos destacados, ahora la imitan incluso quienes dicen rechazar todo lo que él representaba. Y su estilo salvador (“Gracias a Dios tenemos a Silvio”, decía un himno del partido) sigue teniendo sus discípulos.
En el mundo de Berlusconi, cualquiera que se sintiera ofendido por su ostentación, o sus chistes sexistas, o sus conflictos de intereses, o su aversión a pagar impuestos —una vez calificó de “moralmente aceptable” negarse a pagar impuestos elevados— era incluido en el mismo saco de los aburridos santurrones de izquierda o los comunistas que odian la diversión y la libertad.
Tenía un genio para la victimización, a la que recurría como respuesta a las críticas a sus políticas o a su comportamiento personal o a las investigaciones sobre las denuncias que giraban a su alrededor: de conflictos de intereses, de corrupción, de vínculos con la mafia y con poderosas logias masónicas. Los jueces eran a menudo “comunistas” en una cacería de brujas, un argumento que resonaba entre los italianos frustrados con un sistema judicial problemático y lento.
Incluso sacó provecho cuando contrajo coronavirus en septiembre de 2020, al llamar a un mitin político desde el hospital de Milán donde estaba siendo tratado y afirmar que los médicos le habían dicho que, de todas las miles de pruebas realizadas allí desde el comienzo de la epidemia, “he salido entre los cinco primeros en cuanto a la fuerza del virus”.
La política de culto a la personalidad de Berlusconi, su estilo de gobierno desenfadado y hasta su atención al cuidado del cabello provocaron comparaciones con Trump. Ambos hombres hicieron valer su riqueza personal como una cualificación para gobernar, y ambos disfrutaron al dominar los ciclos de noticias con un comportamiento a menudo extravagante.
Pero, a diferencia de Trump, Berlusconi procedía de una familia de recursos modestos, y el tamaño de su fortuna, de miles de millones, nunca fue cuestionado.
Su política encaja generalmente en un paradigma tradicional de centroderecha y sus asesores dijeron en privado que detestaba la comparación con Trump. Tras el asalto al Capitolio de Estados Unidos por parte de los partidarios de Trump en enero de 2021, Berlusconi escribió que el ataque “oscurecerá la memoria histórica de esta presidencia”.
Pero Berlusconi no dejó de asociarse con la extrema derecha para obtener beneficios políticos. Oportunista, se alineó con un partido vinculado al pasado fascista de Italia, aunque no compartía su nostalgia de “los italianos primero”, y profundizó la relación de Italia con Rusia y Turquía. Pero también apoyó ávidamente a Estados Unidos y a la OTAN, y creía en el conservadurismo neoliberal, proeuropeo y anticomunista de la posguerra.
Berlusconi podía tratar a los líderes mundiales como si fueran invitados de su programa de telerrealidad. Llamó “joven, guapo y bronceado” al presidente Barack Obama, que lo encontró divertido. Llevando un pañuelo, pasó el rato en Cerdeña con Tony Blair, el ex primer ministro británico. Una vez hizo esperar en la pista de aterrizaje a la canciller de Alemania Angela Merkel. Llevaba gorros de piel a juego con un frecuente compañero de tragos ruso, el presidente Vladimir Putin, a quien, años más tarde, y para vergüenza de su socio de coalición y de una gran parte de Italia, apoyó abiertamente en la guerra contra Ucrania.
El uso descarado que Berlusconi hacía de la televisión y otros medios de comunicación que controlaba, y su habilidad para dominar la cobertura de los que no controlaba, contribuyeron a asegurar su posición política. Su partido, Forza Italia —que toma el nombre de una barra del fútbol— se estableció como un vehículo publicitario autofinanciado para su candidatura. En realidad, nunca designó a un sucesor.
“Si lo miras desde una perspectiva global, representa el primer político posmoderno real”, dijo Alexander Stille, autor de El saqueo de Roma: de cómo un bonito país con un pasado glorioso y una cultura deslumbrante se sometió a un individuo llamado Silvio Berlusconi. Y añadió, en una entrevista: “No es una casualidad que aparezca tras el final de la Guerra Fría. Representa un tipo de política que, a pesar del anticomunismo ritual de su mensaje político, es una política sin contenido. Es una política basada en la personalidad, en la que se presenta a sí mismo, más que a un programa político concreto, como la respuesta a los problemas del país”.
La imagen lo era todo
Berlusconi, apodado Il Cavaliere (el caballero), nombre que en Italia se suele aplicar a los líderes empresariales o comunitarios, cultivaba su imagen. Las sesiones fotográficas de él y su familia en las revistas propiedad de su imperio editorial Mondadori lo describían como un hombre de familia, aunque con estilo. Con una estatura de 1,67 m, una amplia sonrisa y una energía desbordante, vestía trajes de chaqueta cruzada. En los últimos años, se sometió a implantes capilares y a cirugías plásticas que le dieron a su rostro un aspecto de figura de cera y, sin importar la estación, a menudo lucía un bronceado color mandarina.
El fulgor se había desvanecido considerablemente en 2013, cuando fue despojado de su escaño en el Senado tras ser condenado por fraude fiscal en 2012 y perder su inmunidad parlamentaria. Su condena de cuatro años de cárcel se redujo a 10 meses de trabajos comunitarios, que realizó en una residencia de ancianos cerca de Milán.
La condena por fraude fiscal le impidió ejercer cargos públicos hasta mayo de 2018. Aunque apeló la prohibición, siguió actuando como un hacedor de reyes en la política italiana. Pero su campaña en 2018 por su partido en las elecciones nacionales, a los 81 años, mostró las limitaciones del poder de su personalidad.
Se reinventó como la figura tranquilizadora del abuelo de Italia en una época incierta, y fracasó estrepitosamente. Él y su partido, que construyó la coalición de centro-derecha de Italia cuando entró a la política en 1994, se habían vuelto cada vez más irrelevantes. En 2018, el liderazgo conservador pasó a Matteo Salvini, el líder de la derecha dura del partido nacionalista Liga (antes partido Liga Norte). En 2020, el que fuera el marginal partido posfascista Hermanos de Italia había superado al otrora poderoso Forza Italia de Berlusconi. Sin embargo, Berlusconi se atribuyó el mérito de haberlos colocado en la corriente política dominante. Respecto al partido de la Liga de Salvini y los “fascistas”, Berlusconi dijo en 2019 en un mitin político: “Los dejamos entrar en el 94 y los legitimamos”. Insistió, sin embargo, en que “somos el cerebro, el corazón, la columna vertebral”.
Cada vez lo eran menos. Lamentó el giro de Italia hacia un populismo euroescéptico, y descargó gran parte de su rabia menguante contra el antisistema Movimiento Cinco Estrellas, pero sus críticos sostenían que la marca de bufonería populista de Berlusconi, y sus flagrantes abusos de poder y su pátina de corrupción, generaron en gran parte las fuerzas antiélite que tanto detestaba y que finalmente lo eclipsaron.
En 2021, era una fuerza debilitada que apoyó al gobierno de Mario Draghi, expresidente del Banco Central Europeo nombrado para dirigir Italia como tecnócrata. Pero Berlusconi seguía soñando en grande. En 2022, sus ambiciones de convertirse en jefe de Estado del país, un cargo de siete años que suele ocupar una figura de integridad y sobriedad intachables cuya influencia emana de la autoridad moral, suscitaron burlas. Para hacer campaña, el multimillonario, que esperaba lavar décadas de manchas y reescribir su legado, realizó horas de llamadas telefónicas a legisladores descontentos en busca de votos.
Según Cristian Romaniello, un antiguo legislador del Movimiento Cinco Estrellas, Berlusconi le dijo: “Estamos formando el partido Bunga Bunga y te queremos con nosotros”. Berlusconi añadió: “Pero yo llevaré a las damas”.
Y a pesar de su discurso sobre la responsabilidad, Berlusconi ayudó a sabotear a Draghi cuando vio la oportunidad de volver al poder en 2022 y ayudó a activar la convocatoria a elecciones anticipadas. A sus 85 años, volvió al gobierno como miembro minoritario de la coalición de Meloni, que en su día fue ministra del gobierno de Berlusconi, quien dirigió a los Hermanos de Italia y se convirtió en primera ministra y en el poder dominante de la política italiana. En el gobierno más derechista desde Mussolini, Berlusconi argumentó que se mantendría en el centro.
Pero sobre todo avergonzó a Meloni al defender a Putin y al ser sorprendido, quizá a propósito, escribiendo maldades sobre Meloni en su escritorio del Senado, del que alguna vez había sido exiliado por una condena por fraude.
Fue una caída dramática para un hombre orgulloso que una vez se llamó a sí mismo el Jesucristo de la política, al decir: “Soy una víctima paciente, lo soporto todo, me sacrifico por todos”.
Los críticos señalan que, con Berlusconi, Italia también sacrificó bastante.
En los años en que Berlusconi dominó la política italiana, la deuda del país subió, bajó y volvió a subir; los ingresos de los hogares no siguieron el ritmo de la mayoría de los países europeos; los jóvenes con estudios siguieron emigrando por falta de oportunidades, lo que creó una fuga de cerebros; y la clasificación del país en los índices de transparencia y competitividad descendió.
Los críticos afirmaron que su estilo despreocupado de gobierno debilitó las instituciones italianas, incluido el poder judicial, al que atacó constantemente. Y los nubarrones continuaron persiguiéndolo. En cables publicados en 2010 por WikiLeaks, diplomáticos estadounidenses plantearon dudas sobre los vínculos entre las inversiones personales de Berlusconi y la política exterior y económica del país. Esas dudas siempre persistieron. Incluso miembros del gobierno de Meloni, al que pertenecía, sospechaban que su relación con Putin tenía un trasfondo financiero.
Raíces en el sector inmobiliario
Silvio Berlusconi nació el 29 de septiembre de 1936 en Milán, en el barrio Isola Garibaldi, de clase media. Era el mayor de los tres hijo de Luigi y Rosella (Bossi) Berlusconi. Su padre era empleado de un banco; su madre, ana de casa. Durante la Segunda Guerra Mundial, su padre huyó a Suiza por dos años para evitar ser reclutado en el ejército de la República Salò de Mussolini, un Estado títere.
Silvio asistió a un prestigioso internado en Milán, Sant’Ambrogio, dirigido por sacerdotes salesianos, y obtuvo buenas notas en todas las materias, menos religión. Estudió Derecho en la Universidad Estatal de Milán y se graduó con excelentes calificaciones en 1961. Allí conoció a Marcello Dell’Utri, un estudiante de Palermo, Sicilia, que se convertiría en uno de sus aliados más cercanos y en el cofundador de Forza Italia.
Fue Dell’Utri quien en 1974 contrató a Vittorio Mangano, de Palermo, como mozo de cuadra y chofer en la villa de Berlusconi. Mangano fue posteriormente condenado por tráfico de drogas y asesinato. En 2014, cuando la era Berlusconi estaba en su ocaso, Dell’Utri fue declarado culpable de tener vínculos con la Mafia y condenado a siete años de prisión.
En la década de 1960, Milán era el epicentro del “milagro italiano”, el auge económico que llevó al país casi al pleno empleo. La población crecía y la necesidad de vivienda también. El joven Berlusconi, decidido a convertirse en empresario, estaba lleno de ambición e ideas, pero carecía de capital. En una de sus primeras aventuras inmobiliarias, en 1961, convenció al dueño de Banca Rasini, el pequeño banco donde trabajaba su padre, de ser su garante. El resultado fue una urbanización y otros proyectos lucrativos.
El proyecto más grande de Berlusconi fue Milano 2, una enorme comunidad cerrada suburbana construida en la década de 1970. Albergaba a unos 14,000 residentes e incluía seis escuelas, una iglesia, un cine, tiendas, áreas verdes y un lago artificial. Los orígenes de la inversión inicial no están muy claros, pero una cadena de televisión creada exclusivamente para el complejo sería la base de su imperio mediático.
El paso a la televisión
En un país con tres cadenas de televisión estatales —RAI 1, 2 y 3—, Berlusconi vio el potencial de crear cadenas nacionales privadas. Con el tiempo, creó tres —Italia 1, Rete 4 y Canale 5— y se convirtió en su principal accionista. En cualquier otro lugar se habría considerado un monopolio, pero la normativa italiana aún no lo consideraba así.
En comparación con la aburrida RAI, con canales dirigidos por los democristianos del gobierno, los socialistas o los comunistas de la oposición, la televisión de Berlusconi ofrecía glamour y sexo. Había mujeres con poca ropa, programas de concursos y telenovelas estadounidenses nocturnas como Dallas y Dinastía, programas que animaban el ambiente en Italia tras los “años de plomo” de finales de la década de 1970 y principios de la década de 1980, cuando grupos de izquierda y de derecha perpetraron atentados terroristas.
“Su televisión comercial de los años 80 tuvo un impacto inmenso en el país: lo cambió y lo modernizó”, afirmó Giovanni Orsina, profesor de Historia Contemporánea en la Universidad Luiss de Roma y autor de varios libros sobre Berlusconi. “Su empresa ayudó a construir la idea de libertad individual que los italianos han tenido desde entonces, para bien o para mal”.
Recibió ayuda de Craxi, jefe del Partido Socialista y dos veces primer ministro, cuyos lazos con partidos socialistas de toda Europa ayudaron a Berlusconi a ampliar sus participaciones televisivas en Francia y España en una época de privatizaciones.
En 1986, Berlusconi, que ya era un magnate del sector inmobiliario, la televisión y la publicidad, compró el equipo de fútbol de su ciudad natal, el AC Milan, a través de su holding Fininvest, e invirtió millones en un nuevo entrenador y en costosos jugadores extranjeros. Su popularidad aumentó cuando el equipo ganó el campeonato nacional en 1988 y la Copa de Europa en 1989 y 1990.
Pero su imperio televisivo pronto estuvo en peligro.
En 1992, magistrados de Milán realizaron las primeras detenciones en el marco de una amplia investigación por corrupción, centrada en sobornos pagados por empresarios a políticos a cambio de contratos. Un tercio del Parlamento fue acusado, al igual que muchos empresarios y miles de funcionarios gubernamentales. El escándalo, denominado Tangentopoli en la prensa (algo así como “Sobornópolis”), marcó el final de los partidos Demócrata Cristiano y Socialista, que habían gobernado Italia en la posguerra. Para evitar ser procesado, Craxi huyó a su villa de Túnez, donde murió en 2000.
Con la desaparición de los socialistas, Berlusconi perdió a su padrino político en un momento en que las nuevas normas probablemente lo obligarían a vender algunos de sus canales de televisión. La centro-izquierda parecía preparada para ganar las siguientes elecciones.
Tras consultar con sus asesores, Berlusconi tomó cartas en el asunto, al fundar Forza Italia en diciembre de 1993 e introducir el uso más sofisticado de marca política jamás visto en Italia.
A los candidatos de Forza Italia al Parlamento se les dijo que no tuvieran mal aliento ni las palmas de las manos sudorosas. “Soy como el príncipe azul”, dijo en una ocasión Berlusconi. “Eran calabazas y los convertí en parlamentarios”. Los políticos de Forza Italia eran conocidos como los Azzurri (azules), igual que los miembros de la selección italiana de fútbol, que visten camisetas azules.
En enero de 1994, utilizó un nuevo medio para anunciar su candidatura: un mensaje de video que emitió en sus tres cadenas de televisión de alcance nacional. “Italia es el país que amo”, comenzaba, vestido con un traje serio y sentado ante un escritorio en su villa del siglo XVIII, con fotos familiares en una estantería al fondo. “Aquí tengo mis raíces, mis esperanzas, mis horizontes. Aquí aprendí de mi padre mi oficio de empresario”.
Sus dotes de vendedor y sus promesas de prosperidad económica convencieron. Tras una campaña de dos meses, Forza Italia ganó las elecciones, al dominar fácilmente en Sicilia y partes del sur de Italia que habían sido bastiones democratacristianos.
En un país con uno de los niveles de empleo femenino más bajos de Europa, las encuestas revelaron que el 41 por ciento de las amas de casa que veían más de tres horas de televisión al día lo apoyaban, comparado con el 30 por ciento que respaldaba a la oposición de centroizquierda. Las mujeres de más de 50 años serían uno de sus electorados más fieles.
‘No es apto para dirigir’
Con Forza Italia a la cabeza de una alianza de centro-derecha, Berlusconi se convirtió en primer ministro. Pero el gobierno duró solo siete meses, hasta que un socio de la coalición, la antiinmigrante Liga Norte, le retirara su apoyo. Aun así, Forza Italia ya era un actor. Berlusconi prosperó como figura de la oposición a finales de la década de 1990, cuando una serie de gobiernos de centro-izquierda ayudaron a Italia a cumplir los requisitos para la introducción del euro.
Sin embargo, esos gobiernos de centro-izquierda no aprobaron la legislación sobre conflictos de intereses que podría haber impedido la superposición entre el imperio empresarial de Berlusconi y su trabajo como legislador. Su supervivencia política siempre se había beneficiado de una oposición dividida entre antiguos comunistas y ex demócrata cristianos. Ahora, el poder judicial italiano se convertía en la oposición de facto de Berlusconi.
En un perfil publicado en 1996 en The New York Times Magazine, Stille escribió sobre Berlusconi: “Imaginen que un magnate inmobiliario del estilo de Donald Trump fuera también propietario de CBS, NBC, la cadena Fox, Paramount Pictures, Newsweek, Random House, Condé Nast, Los Angeles Times, HBO, los Cowboys de Dallas, las tiendas Walmart, la aseguradora Aetna, los cines Loews y Fidelity Investments, y que tuviera la influencia política de Bill Clinton o Newt Gingrich, y tendrán una idea de la larga sombra que proyecta Berlusconi en la vida italiana”.
Antes de las elecciones nacionales de 2001, la revista The Economist sacó a Berlusconi en portada con el titular “¿Apto para gobernar Italia?”. El artículo que lo acompañaba decía: “En cualquier democracia que se precie de serlo sería impensable que el hombre que se supone a punto de ser elegido primer ministro hubiera sido recientemente investigado, entre otras cosas, por lavado de dinero, complicidad en asesinatos, conexiones con la Mafia, evasión de impuestos y soborno de políticos, jueces y la policía fiscal. Berlusconi no es apto para dirigir el gobierno de ningún país, y menos de una de las democracias más ricas del mundo”.
De todos modos, ganó las elecciones. En su campaña, Forza Italia envió una revista de 127 páginas couché a las puertas de toda Italia. Se titulaba “Una historia italiana” y ofrecía una versión de cuento de hadas de la vida de Berlusconi, con notas que tocaban fibras sensibles entre los italianos con aspiraciones: su riqueza, el respeto a su padre y el amor a su madre, su insistencia en la puntualidad, incluso sus hábitos de alimentación. “Su dieta se basa en carbohidratos a mediodía y proteínas por la noche”, decía la revista. “No puede resistirse a la tarta de manzana, una especialidad de su madre, Rosella, y detesta el ajo y la cebolla”.
Explicaba el final de su primer matrimonio, con Carla Dall’Oglio: “La familia estaba tranquila y sin problemas, pero algo en su relación con Carla empezó a cambiar, y a principios de la década de 1980 su amor se había transformado en una estrecha amistad”.
En 1980, a los 44 años y todavía casado con Dall’Oglio, Berlusconi conoció a Veronica Lario, una actriz que protagonizaba la obra El magnífico cornudo, una farsa de 1920 del dramaturgo belga Fernand Crommelynck. Al nacer su primera hija en 1984, Berlusconi reconoció a la niña y se separó de su esposa. Se casó con Lario en 1990, tras el nacimiento de tres hijos más. La pareja se divorció en 2014. En 2022, a los 85 años, celebró una boda “simbólica” con su novia, Marta Fascina, entonces de 32 años, en la que ella lució un vestido de novia blanco y partieron un enorme pastel de bodas. Fascina, que ya era diputada, volvió a representar a una ciudad siciliana en la que nunca había hecho campaña, se convirtió en guardiana y agente de poder y, para su cumpleaños número 86, organizó que un globo aerostático soltara miles de globos rojos de corazón sobre el jardín de su villa.
Le sobreviven, de su primer matrimonio, Maria Elvira, conocida como Marina, presidenta de Fininvest, el holding familiar, y un hijo, Pier Silvio, vicepresidente y consejero delegado de Mediaset, la empresa de radiodifusión controlada por Berlusconi; tres hijos, Barbara, Eleonora y Luigi, de su segundo matrimonio; un hermano, Paolo; 15 nietos y un bisnieto.
Talento para resistir
Berlusconi logró mantenerse en el poder durante tanto tiempo gracias a una combinación de factores, entre ellos la falta de alternativas viables a él, en opinión de un electorado cínico; su don para las ventas; y la afición de Italia al “transformismo”, el cambio de camiseta política con los tiempos. Amado o detestado, era la figura política más reconocible del país.
“Por un lado, expresa una autoridad paternal natural, comportándose como un auténtico mecenas mediterráneo, al ofrecer protección y recompensas a cambio de lealtad y obediencia”, escribió el politólogo Paul Ginsborg en Silvio Berlusconi: televisión, poder y patrimonio (2004). “Por otro”, añadía, “la suya es una constante afirmación de un cierto tipo de virilidad. Berlusconi se presenta a sí mismo como un donjuán, no como un hombre hecho y derecho, como hizo Mussolini, y su entorno juega de buena gana con esta imagen”.
El historial legislativo de Berlusconi fue bastante escaso. Sus gobiernos recortaron los elevados impuestos italianos sobre el patrimonio y la propiedad, aunque algunos de esos recortes fueron revertidos por el impopular gobierno tecnócrata de Mario Monti, que lo sucedió en 2011. Los guiños frívolos de Berlusconi a la evasión fiscal resonaron entre los autónomos, que constituyen un gran porcentaje de los trabajadores italianos.
Tras un referéndum en la década de 1980 que cerró los reactores nucleares de Italia, el país pasó a depender totalmente de las importaciones de energía extranjera, una realidad que sigue dominando su política exterior. Berlusconi también personalizó ese asunto, al cultivar amistades no solo con Putin, sino también con el presidente turco Recep Tayyip Erdogan y con el coronel Muamar el Gadafi de Libia.
Bajo el mandato de Berlusconi, Italia firmó en 2008 un “tratado de amistad” con Libia en el que se prometían 5000 millones de dólares a lo largo de 20 años para compensar la ocupación colonial italiana de Libia a principios del siglo XX. A cambio, Libia se comprometía a conceder a Italia lucrativos contratos energéticos y a impedir que inmigrantes no autorizados viajaran a Italia a través de Libia. Ese acuerdo se deshizo tras la intervención militar estadounidense y europea en Libia en marzo de 2011, de la que Berlusconi fue un participante reacio.
Apenas dos años después de recibir a Gadafi en Roma, Berlusconi sucumbió a la presión de sus aliados occidentales y aceptó poner las bases italianas de la OTAN a disposición de la invasión, una medida que tendría consecuencias en la inmigración y afectaría la política interna de Italia durante años.
Berlusconi siempre fue un aliado leal de Estados Unidos, aunque eso significara nadar contra las corrientes dominantes. Se opuso a la opinión popular al unirse a la llamada coalición de voluntarios en la invasión estadounidense de Irak en 2003. En aquella época, su esposa, Lario, escribió un libro con la periodista Maria Latella.
Emperador en decadencia
El libro sería un precursor de lo que estaba por venir. En abril de 2009, Lario publicó una carta abierta en La Repubblica, un diario de centroizquierda, en la que reprendía a su esposo por sus devaneos con mujeres jóvenes y decía que iba a solicitar el divorcio. “Alguien ha escrito que esto no es más que una diversión para un emperador”, escribió Lario. “Estoy de acuerdo”, añadió. “Lo que surge de los periódicos es descaradamente basura, todo en nombre del poder”.
Poco después, La Repubblica publicó acusaciones de que Berlusconi había recibido a una prostituta en su residencia privada de Roma. En una conversación telefónica filtrada, se lo escucha decir a la mujer, Patrizia D’Addario, que lo espere “en la cama de Putin”.
Se abría así un sórdido capítulo de escándalos sexuales en un momento en que los italianos estaban cada vez más preocupados por la enorme brecha existente entre la grave crisis económica del país tras el colapso financiero mundial de 2008 y las prioridades del primer ministro.
En cables diplomáticos difundidos en 2010 por WikiLeaks, el embajador de Estados Unidos en Italia informó que Berlusconi, agotado por una larga noche, se había quedado dormido durante su primera reunión.
Ese año, Berlusconi había cambiado el nombre de su partido de Forza Italia a Il Popolo della Libertà. Regresó a una nueva Forza Italia en 2013, cuando su socio de coalición se retiró. Siempre optimista, seguía vendiendo una visión.
Pero al final, estaba menos en sintonía con el ambiente nacional. En febrero de 2013 participó en las elecciones para sustituir a un Gobierno tecnócrata de 15 meses de duración. Sus discursos de campaña recordaban su primer ascenso al poder, en 1994.
Pero con una atribulada economía tras la crisis financiera de 2008, los italianos se habían cansado de la retórica hueca, como sus promesas de hace 20 años de construir un puente entre Sicilia y el territorio continental italiano.
En su campaña, Berlusconi dio muestras de populismo al criticar las políticas de austeridad respaldadas por Alemania, líder de facto de Europa, e insistió en que había sido derrocado en un golpe antidemocrático.
La centro-izquierda ganó, pero sin una mayoría clara en unas elecciones que vieron el ascenso del Movimiento Cinco Estrellas, fundado en 2009 por un antiguo comediante, Beppe Grillo, que plasmapa el incipiente estado de ánimo antisistema y antieuropeo del país.
En 2016, cuando Berlusconi fue operado para sustituirle la válvula aórtica, la televisión italiana emitió reportajes en vivo desde el hospital. Sus problemas de salud se mantuvieron en las noticias, incluso cuando su influencia se desvanecía y fue humillado por una enorme erosión de apoyo en las elecciones de 2018, que llevaron al poder a los populistas que él denostaba.
Construyó un rebuscado mausoleo para su familia y amigos en su villa de Arcore, en las afueras de Milán. Tenía toda una vida de epitafios para elegir, y mencionó uno de los candidatos en uno de sus canales de televisión en 2009.
“La mayoría de italianos, en el fondo”, dijo, “quisieran ser como yo”.
Jamileth
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