Tras Bambalinas

Corea, 70 años después

2023-07-29

En The New York Times, Sergie Radchenko escribe que la forma en la que terminó la guerra en...

Luis Esteban G. Manrique | Política Exterior

Eclipsada por la magnitud de su antecesora, la Segunda Guerra Mundial, y después por el trauma de su sucesora, la de Vietnam, la guerra de Corea ha sido casi tan impopular entre los historiadores como lo fue entre sus contemporáneos. El tiempo transcurrido, sin embargo, ha contribuido a destacar su importancia en la historia de la guerra fría y la geopolítica del antiguo Extremo Oriente.

La guerra de Corea fue un conflicto interminable que incluso cuando su rumbo parecía mejorar para Estados Unidos y sus aliados, la victoria nunca pareció al alcance de su mano, sobre todo después de la intervención del Ejército Rojo de Mao, en octubre de 1950.  Pero finalmente, el 27 de julio de 1953, hace 70 años, Nam Il, por parte del Ejército Popular de Corea, y William Harrison, por las fuerzas de la ONU, firmaron el armisticio que puso fin a las hostilidades.

Dado que nunca se negoció un acuerdo de paz, las dos Coreas están aún, en teoría, en estado de guerra, lo que no ha impedido que Corea del Sur se convirtiese en una democracia próspera y exitosa y a Seúl en una de las más vibrantes y vitales ciudades asiáticas, como atestiguan desde Samsung y Hyundai hasta el K-Pop.

Morir por un empate

En The New York Times, Sergie Radchenko escribe que la forma en la que terminó la guerra en la península coreana guarda valiosas lecciones para el desenlace que podría tener la guerra en Ucrania.

Al final, ninguna de las partes pudo declarar la victoria, solo un insatisfactorio final que volvió a dejar la frontera en el paralelo 38, lo que explica la popularidad que adquirió entre los soldados aliados un comentario entre sarcástico y amargo: “Morir por un empate” (Die for a tie).

En The Coldest Winter (2007), David Halberstam recuerda que por esos años EU ansiaba dejar atrás los recuerdos de la última conflagración mundial –que en realidad se había extendido desde julio de 1937, cuando comenzó la segunda guerra sino-japonesa, hasta la rendición de Tokio, en septiembre de 1945–. La guerra de Corea, escribe, nunca penetró realmente en la conciencia colectiva del país.

Cuando los soldados volvieron a casa, encontraron que a sus vecinos no les interesaba lo que habían hecho en la guerra pese a que sus fuerzas perdieron unos 33,000 hombres y otros 105,000 quedaron heridos o mutilados. Los surcoreanos, por su parte, tuvieron 415,000 bajas y 429,000 heridos.

Aunque chinos y norcoreanos han mantenido un hermético silencio sobre sus bajas, el Pentágono estima que sus pérdidas superaron los 1,5 millones de soldados. Más de tres millones de civiles murieron, incluida el 15% de la población norcoreana por tres años de incesantes e indiscriminados bombardeos aéreos de los B-29 y B-52 estadounidenses.

La mala fortuna geopolítica de Corea radica en que está en medio de tres grandes y ambiciosas potencias: China, Japón y Rusia. En algún momento, las tres intentaron usar su territorio para atacar a las otras dos o escudarse de sus designios agresivos. En 1950 el ciclo se repitió con una guerra que se libró en un terreno montañoso y un clima inmisericorde, sobre todo en invierno.

Los avances iniciales de ambos bandos fueron fulgurantes. Los norcoreanos llegaron a ocupar casi toda la península, salvo un enclave en el sur. En su contraataque tras el desembarco anfibio en Inchon en septiembre de 1950, las fuerzas al mando del general Douglas McArthur ocuparon Pyongyang y llegaron hasta al río Yalu, en la frontera con China.

La audacia del general McArthur provocó la intervención de Mao, que en octubre de 1950 envió 380,000 soldados para frenar a las fuerzas aliadas. Entre los “voluntarios” chinos se encontraba Mao Anying, hijo mayor del líder chino y que murió en los combates.

A partir de entonces, el conflicto se empantanó en una serie de batallas sangrientas que nunca resolvían nada. Los mandos militares aliados se convencieron de que la disciplina de las tropas chinas y, sobre todo, su inagotable número, hacían inviables sus planes de volver a las orillas del Yalu.

El problema era que nadie sabía cómo terminar la guerra. En Moscú, Stalin parecía contento con que dos de sus potenciales rivales se desangraran en un conflicto interminable. Washington y Pekín no tenían relaciones diplomáticas desde la fundación de la República Popular en 1949.

Las dos Coreas, sus países auxiliares, tampoco admitían la existencia de la otra. El 23 de junio de 1951, Jacob Malik, embajador soviético ante la ONU, sugirió un armisticio basado en el statu quo ante. El 10 de julio, comenzaron las negociaciones para un alto el fuego en Kaesong, cerca de las líneas chinas.

El general Matthew Ridgway, que había sucedido a McArthur después de que Truman lo destituyera por intentar sabotear las conversaciones, estimó que podrían tomar unas seis semanas. Fueron más de un 100.

Uno de los mayores problemas era el de los prisioneros de guerra. De los casi 20,000 chinos, menos de 6,000 querían ser repatriados. Los aliados no querían revivir el drama de 1945, cuando entregaron soldados del Ejército Rojo a la Unión Soviética, donde la mayor parte desapareció en el Gulag.

Las estrellas se alinean

Al final, las estrellas se alinearon. Dwight Eisenhower ganó las elecciones de 1952 y Stalin murió el 5 de marzo de 1953. El sucesor de Harry Truman se presentó como un republicano moderado y el menos militarista de los militares. Se lo podía permitir. Su pasado como comandante de las fuerzas aliadas en Europa le hacía insospechable de derrotismo.

La incapacidad de la administración de Truman para terminar la guerra selló la derrota demócrata en las elecciones de 1952. En su campaña, Eisenhower, que ganó las elecciones por más de 6,6 millones de votos, dejó claro que acabaría con la guerra.

Por su parte, la muerte de Stalin liberó a Mao de sus constantes presiones para que mantuviera el rumbo, que servía a los intereses soviéticos al distraer a EU del teatro de operaciones  europeo, agotar sus recursos y atar aun más los destinos de la República Popular a los de la Unión Soviética.

El 19 de marzo de 1953, los nuevos líderes del Kremlin enviaron una carta a Mao y a Kim Il Sung en las que les indicaban su disposición a negociar un armisticio. En abril de 1953, una carta rutinaria del general Mark Clark a los mandos chinos para pedir un intercambio de prisioneros, heridos o enfermos, tuvo una respuesta positiva inmediata.

Dos días después, el primer ministro chino, Zhou En Lai, propuso que los prisioneros que no quisiesen ser repatriados podían ser transferidos a un tercer país. Tanto el líder surcoreano, Syngman Rhee, como el norcoreano, Kim Il Sung, detestaban la idea de volver al statu quo ante, por lo que hicieron todo lo que estuvo en sus manos para minar el avance de las negociaciones.

No les sirvió de nada. Washington y Pekín, conscientes del precio prohibitivo de una ruptura del empate, estaban decididos a volver al statu quo ante. Casi la mitad de las bajas aliadas se produjeron tras el comienzo de las negociaciones en julio de 1951, en las que ambas partes plantearon casi las mismas condiciones que terminaron aceptando en julio de 1953.

Solo en las batallas de la Pork Chop Hill, en la primavera de 1953, se dispararon más rondas de artillería que en la batalla de Verdún, la más sangrienta de la Gran Guerra, o que en la de Kwajalein, la más dura del frente del Pacífico (1941-1945). Entre el 6 y el 11 de julio de 1953, la compañía King se lanzó al asalto de la colina con 135 hombres. Solo sobrevivieron 14. El 27 de julio, 16 días después, comenzó la tregua que dura hasta hoy.

Errores de cálculo

Una vez que Ridgway estabilizó el frente, una escalada se convirtió en el peor de los escenarios posibles. “Una guerra equivocada en el lugar equivocado en el peor de los momentos posibles y con el peor enemigo concebible”, como la describió el general Omar Bradley ante el Congreso.

En How Wars End (2012), Gideon Rose recuerda que todas las guerras son, de un modo u otro, producto de errores de cálculo. En la de Corea, escribe, casi todas las principales decisiones de ambos bandos fueron fruto de ese tipo de errores.

El primero de ellos fue en enero de 1950, cuando el entonces secretario de Estado, Dean Acheson, dejó a Corea del Sur fuera del perímetro defensivo de EU en una conferencia ante el National Press Club, lo que alentó los planes expansionistas de Moscú y Pekín.

Convencidos de que EU no intervendría, los soviéticos dieron luz verde al ataque de Pyongyang. Stalin alentó el aventurerismo del líder norcoreano pero sin prometerle nada. A su vez, Washington, que tomó el ataque norcoreano como una flagrante violación de la Carta de la ONU, subestimó al ejército norcoreano y sobreestimó a sus propios soldados.

Al notorio racismo de varios de sus mandos, incluido McArthur, en 1950 la economía de EU triplicaba la de la segunda potencia mundial y quintuplicaba la de la tercera. McArthur nunca creyó posible que China entraría en la guerra mientras que Mao creía que el espíritu revolucionario de sus hombres se impondría a la superioridad tecnológica de los imperialistas occidentales.

Kim Il Sung no se quedó atrás: creyó que en cuanto los campesinos surcoreanos vieran llegar a sus tropas, se levantarían contra los supuestos herederos del colonialismo japonés, que ocupó la península entre 1910 y 1945. Pero Kim no solo no logró reunificar Corea, sino que movió a Washington a defender militarmente a Corea del Sur y financiar su desarrollo económico, convirtiéndola en una sociedad infinitamente más viable y rica que la del norte.

El triunfo de Mao

Para la República Popular, el solo hecho de haber resistido con éxito a EU pocos años después de su fundación simbolizó la emancipación definitiva de la nueva China del imperio de la dinastía Q’ing (1644-1912), subyugado y humillado por las potencias occidentales desde las guerras del opio del siglo XIX.

La guerra fue, sobre todo, una victoria personal para Mao. Antes de su estallido, el líder chino era solo la figura dominante del Comité Central del Partido Comunista. Después, se convirtió en una especie de emperador rojo, idolatrado por un culto a la personalidad solo equiparable al de Stalin.

El llamado Gran Salto Adelante provocó una hambruna que se cobró unas 20 millones de vidas en siete años, pero nadie se atrevió a cuestionar las decisiones del gran timonel. Ni la Unión Soviética ni la China de Mao tuvieron éxito en desarrollar sus economías, pero ambos dominaron el siniestro arte de crear regímenes totalitarios. Kim Il Sung fue su discípulo más aventajado.

Corea del Norte se convirtió en una sociedad condenada a perpetuidad al inmovilismo por una dinastía comunista, ya en su tercera generación en el poder.  Kim Il Sung creó un país a su imagen y semejanza, obsesionado con hacerse con un arsenal nuclear para asegurar su supervivencia. Hasta hoy.



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