Internacional - Política
Durante casi 25 años, un corresponsal de la AP observó el desarrollo de la era de Putin en Rusia
JIM HEINTZ
NARVA, Estonia (AP) — En el cruce fronterizo de Ivangorod-Narva, el último vistazo de Rusia es el de una fortaleza en expansión y la primera imagen de Estonia es la de otra fortaleza del otro lado de un río angosto. Su proximidad es algo casi gracioso: personas con brazos fuertes podrían jugar a lanzarse una pelota desde las murallas.
Pero la proximidad es engañosa: la distancia psicológica entre Estonia y Rusia es inmensa y no hace más que aumentar. Los países que alguna vez formaron parte de la Unión Soviética tomaron caminos radicalmente diferentes después del colapso de la URSS.
Estonia cumplió en gran medida el deseo de su expresidente Toomas Hendrik Ilves de convertirse “simplemente en otro país aburrido del norte de Europa”. Resueltamente discreta, Estonia se transformó en un modelo de orden y tranquilidad atractivo para las startups y los “nómadas digitales”.
Rusia inicialmente cultivó un debate animado y dio una bienvenida ostentosa al mundo, y después asfixió las libertades gradualmente y se cerró mientras sus ciudadanos huían y los extranjeros inquietos se sentían obligados a irse. En 2022, lanzó una guerra contra Ucrania que intensificó drásticamente su creciente aislamiento.
Pasé 24 años en un lado del río Narva como corresponsal de The Associated Press en Moscú, alentado por los pasos adelante de Rusia y desanimado por su retroceso hacia la ira y la hostilidad.
Ahora, asignado a Estonia, me siento al otro lado y trato de analizar el potencial perdido de Rusia, aparentemente inexplicable y a la vez inevitable.
Mi primer barrio en Moscú estaba lleno de escenas sorprendentes. Prostitutas se arremolinaban afuera de una clínica de emergencia. Entre los lugareños que intentaban juntar dinero se encontraba una mujer que vendía pescado ahumado y sujetadores. Una tienda que nominalmente vendía flores estaba repleta hasta el techo de bolsas de comida para perro.
Para un extranjero que cobraba en una moneda estable, eso era una comedia negra entretenida. Para los moscovitas, era una carga diaria de imprevisibilidad y vergüenza. En lugar de reconstruir vidas, la perestroika de Mijaíl Gorbachev había socavado muchas de ellas —la “terapia de shock” económica fue terapéutica sólo para algunos—. Ocho años después de que colapsara la Unión Soviética, Rusia todavía parecía incapaz de recuperarse.
En medio de todo eso, había mucha diversión, pero la sensación no era de alegría por cumplir la mayoría de edad, sino más bien como de la última fiesta: casinos llamativos iluminaban las calles principales y quioscos en casi todas las esquinas ofrecían vodka y cerveza 24 horas al día, 7 días a la semana.
El escenario político era animado, aunque desordenado, con siete partidos y unas dos docenas de legisladores independientes con una marcada variedad de opiniones. Las emisoras nacionales cubrían la política de forma intensa, a menudo tendenciosa, y algunos programas de noticias de fin de semana eran considerados imprescindibles.
El repentino ascenso de Vladímir Putin al Kremlin como presidente interino en la víspera de Año Nuevo de 1999 fue desconcertante, pero sugirió que se avecinaba un orden deseado por todos. Su mensaje televisado, que llegó horas después de que un triste y enfermo Boris Yeltsin anunciara su renuncia, elogió las medidas adoptadas por Rusia hacia la “democracia y la reforma” y prometió continuidad en la libertad de expresión y de conciencia.
Más tarde dejó entrever una perspectiva inusualmente complaciente. En una entrevista antes de su toma de posesión, le preguntaron si Rusia podría convertirse en miembro de la OTAN y respondió: “¿Por qué no?”. En sus primeros días, también prometió pagar las debilitantes deudas de Rusia de la era soviética. Si no era exactamente agradable, al menos parecía estable y confiable.
Esa fue la faceta de Putin que indujo a los presidentes estadounidenses a hablar bien de él —en particular George W. Bush, quien afirmó tener una “sensación de su esencia” y lo consideró digno de confianza—.
Otro lado surgió al comienzo de su presidencia, cuando las autoridades persiguieron a los principales medios de comunicación controlados por magnates problemáticos: NTV, la estación nacional más crítica del Kremlin, quedó bajo el control del monopolio estatal de gas natural, y el Canal Uno estaba controlado por el infame Boris Berezovsky, quien pronto huyó del país.
Mijaíl Jodorkovsky —el hombre más rico de Rusia, que dirigía la compañía petrolera Yukos— fue sacado de su avión privado en 2003 y sentenciado a prisión en un juicio visto como una venganza por sus ambiciones de desafiar a Putin.
Siguieron leyes que restringieron las reuniones políticas y limitaron la capacidad de los candidatos potenciales para aparecer en las boletas electorales. Los grupos de jóvenes que adoraban a Putin surgieron aparentemente de la noche a la mañana, ridiculizados por algunos como “Juventudes Putinianas”, un juego de palabras con el nombre de las organizaciones juveniles nazis. Putin comenzó a revelar una profunda vena etnonacionalista y declaró que Rusia tenía derecho a proteger a quienes hablaban ruso sin importar dónde vivieran.
La calidad de la vida cotidiana aumentaba tan rápidamente como disminuía la de la vida civil. En un país que alguna vez fue conocido por su lúgubre desesperación, aparecieron gigantescos centros comerciales; las camareras que antes eran desdeñosas se volvieron educadas; a los parques les cortaron el césped. Estos placeres inmediatos y tangibles probablemente calmaron las preocupaciones de muchos rusos sobre la política.
Pero era más que simplemente intercambiar principios para ir de compras a la mueblería multinacional IKEA.
La ideología rara vez había servido bien a los rusos —el comunismo, la divinidad zarista, el empobrecimiento de millones en la transición al capitalismo—. Las fuerzas de oposición se vieron socavadas por disputas entre facciones y líderes opacos o de mala reputación. Surgieron las protestas, pero fueron reprimidas violentamente por la policía: una o dos noches hacinados en una celda apestosa desanimaban a quien quisiera repetirlas una segunda vez.
Alexei Navalny —inventivo, de principios y lleno de valentía— durante unos años pareció ser la figura galvanizadora que podría unir a la oposición. En 2021, regresó audazmente a Rusia tras recuperarse en el extranjero de un envenenamiento del que culpó al Kremlin. Llegó hasta el control de pasaportes antes de ser detenido y ahora es probable que pase al menos otras dos décadas en prisión.
Parecía el punto más bajo de Rusia hasta que Putin lanzó la guerra contra Ucrania, que justificó con amenazas amorfas de Occidente, sosteniendo que el presidente judío era un nazi y proclamando un destino manifiesto.
Un régimen que buscó ávidamente inversores occidentales y deseó tanto exhibirse ante los visitantes, que invirtió decenas de miles de millones de dólares en unos Juegos Olímpicos y una Copa Mundial de Fútbol, se convirtió a sí mismo en un paria.
Unos días después de que comenzara la invasión de Ucrania, Rusia impuso largas penas de prisión por difundir “noticias falsas” que supuestamente desacreditaban la operación. Los periodistas extranjeros huyeron. Comenzaron a regresar unos meses después, al percibir que no eran blancos de la represión, pero siempre desconfiados.
Luego, Evan Gershkovich, del diario The Wall Street Journal, fue arrestado y acusado de espionaje.
“Una vez que los líderes aprenden a depender de la represión, se vuelven reacios a ejercer moderación por temor a que hacerlo pueda sugerir debilidad y envalentone a sus críticos y rivales”, escribieron las analistas Andrea Kendall-Taylor y Erica Frantz en la revista Foreign Affairs. “En realidad, Putin está llevando a Rusia cada vez más hacia el totalitarismo”.
Eso se publicó un día antes del levantamiento mercenario del 23 y 24 de junio, que inicialmente hizo que Putin pareciera débil. Dos meses después, el líder de esa rebelión, Yevgeny Prigozhin, murió junto con otros altos mandos de la compañía militar privada Wagner en un sospechoso accidente aéreo, aunque el Kremlin ha negado cualquier participación en el hecho.
Una explicación frecuente de la caída del país en la autocracia y la opresión es que “los rusos quieren tener zares”, como si esto estuviera codificado en su ADN. Eso es simplista y desdeñoso, similar a la queja crónica del Kremlin de que los estadounidenses sufren de “rusofobia” congénita, insinuando que las sanciones castigan a los rusos por quienes son y no por lo que hacen.
No obstante, la cultura nacional sin duda tiene un papel. Los estonios evitan los extremos; su ícono cultural nacional es el compositor minimalista Arvo Pärt, cuyas piezas parecen apenas presentes. Los rusos se lanzan con todo y aman las extensas efusiones de Tchaikovsky y el dramatismo disonante de Shostakovich. Aunque adyacentes, tienen poco en común.
Pero justo río arriba de la fortaleza de Ivangorod, un par de veteranos miraban sus cañas de pescar y bromeaban entre ellos. Aunque sus palabras eran confusas, sus risas eran claras en el lado estonio y cruzaba fácilmente un abismo cultural a la velocidad del sonido.
JMRS
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