Cultura

Entre alpacas, hilos y telares, artesanas aymaras conservan la sabiduría de sus ancestros

2023-09-28

Más de tres millones de aymaras están diseminados entre Chile, Perú y Bolivia....

MARÍA TERESA HERNÁNDEZ

COLCHANE, Chile (AP) — Ahí donde el sol abrasa y la altitud oprime el pecho, Teófila Challapa aprendió a telar.

No a tejer, a telar. A mirar la lana blanca de una alpaca y cerrar los ojos para escuchar a la Madre Tierra. ¿Qué —de entre todo lo que ofrece la Pachamama— podría esbozar en un textil?

Patitas de camélidos. Un cerro. La comunión de pasto y arena que parcha el Desierto de Atacama. La vida a 3,500 metros sobre el nivel del mar.

Ahí donde se acaba Chile y empieza Bolivia, Teófila Challapa —59, el rostro redondo de una aymara, pelo negro como ala de cuervo— recibió su primera lección ancestral.

“Hila, niña”, se escuchó en voz de su abuela.

Esto es, usar la punta de los dedos para convertir la lana en hebras finas que luego se trenzan —o “tuercen”, dice Teófila Challapa— para generar madejas y con ellas textiles.

“Teníamos que aprender a hilar por obligación, porque no había ropa en esos tiempos ni dinero. Había que vestirnos con las propias manos”.

Junto a ella, tres llamas mascan pasto seco en su casita de Cariquima, un pueblo árido del norte chileno donde parece que lo único que hace ruido es el viento.

Si uno platica más de una vez con ella, la edad varía. A veces cuenta que hiló a los siete, a veces a los ocho y otras a los diez. “Aprendí de muy niña, cuando iba pastoreando los animales y me fui criando con los mismos hábitos de mis abuelitos”.

El legado artesanal de Teófila Challapa empezó con dos agujas de tejer que ella llama palillos. Sus primeras prendas fueron guantes, calcetas y ponchos. Una vez domados los palillos, dominó el telar.

En sentido estricto, la confección de cada prenda toma más de dos años, por el tiempo que el animal tarda en cubrirse de lana. Ya que parece un peluche abrazable, la llama o alpaca se esquila. Teófila Challapa pela a sus camélidos en octubre —cuando el clima es compasivo— y sobre su piel deja una capa del grueso de un pulgar para que sus animales no sientan frío.

“Hay que ponerle una soguita en sus patitas y una venda en los ojitos pa’ que se queden tranquilos”.

Luego, separa. La lana ideal para el telar viene del lomo y los costados. La del cogote y el abdomen se descarta. Después la limpia —“pa’ quitarle lo tierroso”— y ya reunida en una montaña blanca, sus dedos gruesos la estiran de a poco y de sus manos brotan hilos.

Teófila Challapa es alquimista: transforma a sus camélidos en oro.

“Mis animales son mi madre”, dice. Sin dar más detalles, cuenta que un día perdió a su marido y para mantener a sus hijos, su sostén fueron sus “llamos”. De ellos vino la carne, la compañía y la materia prima de los textiles que surgen de su telar para vender.

“Por eso yo digo: ‘ay, mis animales’”, suspira Teófila Challapa. “El día que yo me vaya, se irán conmigo. Ellos me han dado todo”.

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Más de tres millones de aymaras están diseminados entre Chile, Perú y Bolivia. De estos, menos de 160,000 habitan tierras chilenas, según el último censo que cita la Subdirección Nacional de Pueblos Originarios.

El aymara tiene su propia lengua, organización social y cosmovisión. Una parte se perdió con la conquista española (1532) y la evangelización. En el caso de este país, además, la Biblioteca Nacional reconoce lo que denomina “chilenización”, es decir, usar la educación y el servicio militar para inculcar el sentimiento nacional y borrar los rasgos culturales autónomos.

Gracias a sus conocimientos ancestrales, artesanas como Teófila Challapa costearon la escuela de sus hijos y su migración a las grandes ciudades. Todas sonríen satisfechas cuando un empleo lejos de casa les augura la vida de la que ellas carecieron.

Lo cierto es que ese progreso también es agridulce. Con el distanciamiento de sus tierras, coinciden varias artesanas, peligra el legado. Aunque transmitieron sus saberes a sus hijas, ya sólo queda un puñado de jóvenes aymaras que sabe telar.

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Son las cuatro de la tarde de un sábado y una fila de artesanas —sombreros de paja, labios rojos, el cuerpo en su tradicional traje “aksu”— alista sus teléfonos.

Pronto desfilarán sus hijas por una pasarela instalada en el centro comercial de la Zona Franca de Iquique, en el norte chileno. Organizado por el Mercado Campesino Tarapacá, del Instituto de Desarrollo Agropecuario (INDAP), el evento reunió a las agrupaciones Aymar Warmi, Aymar Sawuri, Monte Huanapa y Artesanas de Camiña.

Luis Pizarro, jefe de la Unidad de Fomento de INDAP, explica que la institución estimula el desarrollo rural en comunas vinculadas con la cultura aymara. Parte del trabajo es apoyar la ganadería camélida —tomando en cuenta su relevancia cultural en los pueblos— para que se mantenga a través de la comercialización. También respaldan eventos como el desfile a nivel nacional para potenciar el beneficio a las artesanas.

Eso implica planear fechas idóneas para las ventas, promocionar ferias, conectarlas con gestoras culturales y abrirles el camino en redes sociales. Y aunque la comercialización es prioritaria, también se busca algo más.

“En la ruralidad existe una migración importante de jóvenes. La población se está envejeciendo, los abuelitos son los que están en los territorios y se va cortando este vínculo del arraigo cultural”, dice Pizarro. “Entonces tratamos que las hijas o nietas de las artesanas se empiecen a involucrar en torno al trabajo de la herencia”.

Nayareth Challapa, de 25 años, cuenta que los textiles de su madre —la artesana María Araníbar— pueden leerse como textos. Cuando plasma un pájaro, las flores de un monte o un ñandú, revela su estado de ánimo y la cercanía con su territorio. “Para nosotros la tierra es sagrada”, asegura.

“Al momento de migrar a la ciudad, muchos se olvidan de la etnia y dejan las raíces atrás”, dice Nayareth. “Mi familia trata de no hacer eso. Seguimos con los llamos y sembrando para preservar lo que nos enseñó mi abuelo porque, si eso se muere, es como si se muriera él”.

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Una mujer aymara que sabe telar tiene una o más hermanas cuyas madres y abuelas también le enseñaron a moverse entre hilos. Vio a sus hermanos estudiar mientras su padre le decía: “Tú no, porque eres mujer”. Tela guantes en un día; bufandas, en dos. Emplea poco tinte y, cuando lo hace, proviene de las hierbas que su puño levanta de la tierra. Hila, sobre todo, los colores que sus ojos miran: verde, crudo, rojo. Tiene rebaños de llamas, alpacas o cabras. Sabe pastorear y, mientras camina, siembra quinua y papa. Al andar, teje. Le dice a sus hijas: “Hila, porque un día podría escasear la plata, pero tú tendrás cómo vestir a tus hijos”.

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Ahí donde el desierto habla y el aymara escucha, Pepe y su blancura se mueven como una ola en cámara lenta. Cuello alto, orejitas en punta, el “llamo” es proveedor, familia y cómplice ancestral.

“Para ser artesano, uno debe tener la materia prima”, dice Efraín Amaru. “Tiene que comunicarse con sus animales porque son parte de uno”.

Sesenta años, voz rasgada y rostro circular como luna ocre, Efraín Amaru es artesano y enciclopedia de camélidos. Como sus padres y los padres de sus padres, aprendió a criarlos, alimentarlos para obtener fibra fina y evitar cruces que estropeen sus genes. “Eso es heredado de nuestros antepasados; se va repitiendo de generación en generación”.

Su mujer es otra hija del hilado. María Choque —48, piel caramelo, melena de ébano— cuenta que de niña no tuvo juguetes, sino una madre que veía todo el día tejer. Con palillos tejió chalecos, gorros y calcetines. A los 14 despuntó en ponchos, aguayos y la joya de la corona, su “aksu”, como se conoce a la vestimenta tradicional aymara.

“Mi traje es parte de mí”, dice como si quisiera botar los jeans y la chaqueta para correr a enfundarse en su traje de lana color chocolate. “Es parte de nuestra vida, del cuerpo, de nuestra vivencia”.

En su pequeña casa de Colchane, donde los cerros y caminos parecen pintados a gis, María Choque guarda un cofre del tesoro.

“Tengo piezas de mi abuelita que ella tejía”, dice mientras abre una cajita de plástico y sus manos morenas toman tejidos que guardan la sabiduría de los siglos. “Ella me decía: ‘Mira, es la garra del puma, el camino de la serpiente’”.

Ahora, dice María Choque con las palabras apagadas, hay quienes hacen tremendos dibujos con tremendos colores, pero nada tiene historia o identidad. Son hilos vacíos.

“¿Qué dicen?”, se pregunta. “Nadie los puede leer”.



Jamileth
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