Calamidades

A los 15 años, él está defendiendo su casa en Estados Unidos. La lucha de un joven para seguir estudiando

2023-11-02

Cada comunidad tiene sus propias circunstancias particulares que han conspirado para sabotear los...

BIANCA VÁZQUEZ TONESS

LOS ÁNGELES (AP) — Este era el verano en el que se suponía que Deneffy Sánchez aprendería álgebra, biología y los otros cursos de noveno grado que reprobó el año pasado porque estaba demasiado deprimido y agobiado. Pero pasar a 10mo grado tendría que esperar por ahora. Tenía preocupaciones más apremiantes.

Era junio. Deneffy, de 15 años, estaba acostado en la cama individual que comparte con su madre y hermanita, mientras su nueva compañera de piso —quien hasta hace unas semanas era una desconocida— lamentaba tener que vivir con su familia.

“Nunca los hubiera dejado vivir aquí si supiera cómo se comportan”, le dijo en español Fabiola Del Castillo a una reportera. La madre de Deneffy, Lilian López, estaba de pie junto a ella en la habitación hacinada en donde todos comían y dormían.

“Sábado es primero. Tienen que salir antes del sábado”, dijo Del Castillo, volteando a ver a López.

Faltaban sólo tres días para el sábado. Para Deneffy aquello implicaba que el reloj corría.

Tenía que salvar su apartamento.
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Nadie ha detenido el reloj para Deneffy ni para otros alumnos mayores que se atrasaron cuando la pandemia de COVID-19 obligó a cerrar los salones de clases.

En la secundaria se acaba el tiempo, pero a pesar de ello millones de alumnos no están asistiendo a clases todos los días. Cuando sí lo hacen, una enorme cantidad de ellos están tan preocupados por sus problemas que les cuesta trabajo aprender. Otros han desaparecido de la escuela por completo.

Cada comunidad tiene sus propias circunstancias particulares que han conspirado para sabotear los sueños de los jóvenes durante y después del COVID-19. En Los Ángeles y buena parte de California, la inseguridad para tener dónde vivir ha devastado la oportunidad de que niños y adolescentes se recuperen como ningún otro factor.

“La vivienda es la razón principal por la que los niños no están yendo a la escuela o no podemos localizarlos”, dice Elmer Roldan, director ejecutivo de Comunidades en las Escuelas de Los Ángeles, una organización que ayuda a decenas de escuelas del Distrito Escolar Unificado de Los Ángeles a darle seguimiento a los alumnos que tienen ausencias crónicas.

El año pasado, dos de cada cinco alumnos del Distrito Escolar Unificado de Los Ángeles faltaron más del 10% del año escolar, de acuerdo con información proporcionada por el distrito.

Pero hay más. Para abril, el distrito había perdido el rastro de más de 2,500 alumnos, niños que calladamente dejaron de asistir a la escuela y, al parecer, no se inscribieron en otra, de acuerdo con información preliminar publicada en la página web del distrito.

Los motivos son variados y, en muchos casos, por completo desconocidos. La odisea de Deneffy es tan sólo un ejemplo de cómo la pandemia le arruinó la vida a un adolescente vulnerable y por qué le ha costado regresar a estudiar.
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Antes de la pandemia a Deneffy no le gustaba la escuela. Pero rara vez faltaba a clases.

Pasaba sus tardes jugando fútbol o béisbol con sus amigos en el parque. Los fines de semana entrenaba con el programa de jóvenes cadetes del departamento de policía para cumplir el sueño de su mamá de que se convirtiera en agente policial.

Este verano, mientras adolescentes más afortunados encontraron sus primeros trabajos, coqueteaban en la playa o incluso asistían a la escuela de verano, Deneffy estaba encerrado. Estaba apartando un lugar en un apartamento, enfrascado en una lucha de voluntades con una hostil compañera de piso adulta.

El día que una reportera lo visitó en su casa, estaba acostado en la cama, y en la pared detrás suyo colgaba una cobija peluda con la cara de la reina Elsa, de la película “Frozen”. Fingía estar entretenido con su teléfono, pero estaba grabando en secreto a Del Castillo, en caso de que su familia necesitara la grabación algún día.

A unos metros de distancia, su madre, una mujer de 47 años y baja estatura que emigró de Guatemala hace 22 años, estaba tranquila, con su hija de 3 años sobre una de sus rodillas.

“Pero pagué todo (lo de la renta) en junio como usted no lo tenía. Y usted dijo que iba a pagar en julio”, dijo en español. López le había entregado a Del Castillo giros de dinero por un total de 1.240 dólares, pese a que López dudaba que los caseros cobraran tanto por el apartamento destartalado de 41 metros cuadrados (450 pies cuadrados).

“Sí", dijo Del Castillo, aceptando que López había pagado la renta de junio y julio, "¿pero cómo voy a tenerlos aquí dos meses? Yo no puedo”.

Del Castillo volteó a ver a la reportera para agregar: “No me dejan dormir. Son escandalosos. Roncan”. Empezó a llorar.

Entonces agregó una nueva amenaza. Como se gastó todo el dinero que López le dio, Del Castillo no tenía para pagar la renta de julio, así que entregaría el apartamento y las llaves a fin de mes.

Tenían que desalojar.
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La mayoría de los estudiantes que el gobierno considera “sin hogar” sí tienen dónde dormir, pero es un lugar precario y con frecuencia lo comparten con compañeros de piso, de acuerdo con estadísticas federales. En Los Ángeles, más de 13,000 alumnos no tienen hogar y 2,000 de ellos se quedan en albergues, declaró el superintendente de la ciudad la primavera pasada.

López dice que ella sufrió un agresión cuando la familia se quedó en un albergue después de ser desalojados hace tres años. Por eso está resuelta a encontrar su propia vivienda.

La escasez de vivienda asequible en Los Ángeles le ha dado a cualquiera con un contrato de arrendamiento de un apartamento a su nombre el poder de aprovecharse de gente como López que no tiene ahorros en efectivo, referencias ni la destreza para competir por su propio apartamento y está desesperada para evitar caer en un albergue.

Fue idea de Deneffy quedarse semanas encerrado en el apartamento para impedir físicamente que Del Castillo los corriera. En una ocasión ella dejó fuera a López y a Jennifer, su hermanita, cuando él estaba en la escuela.

“Me da miedo que lo vuelva a hacer y no podamos hacer nada al respecto”, dijo Deneffy. “Si me voy no me siento seguro”.

Sin un padre en casa, de cierta forma Deneffy ha llenado esa ausencia. Cuida a Jennifer cuando su mamá está trabajando. Quiere trabajar para ayudar a pagar la renta. Con frecuencia se imagina que si López muere, él tendrá que hacerse responsable de su hermanita.

Jennifer ya le puso un apodo a su hermano adolescente. Le dice “papá”.
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Estudios demuestran que a los alumnos que asumen papeles parentales se les ha dificultado seguir estudiando. Las responsabilidades familiares o las obligaciones financieras han provocado 35% de la deserción escolar desde la pandemia, de acuerdo con un informe publicado en enero por las Comunidades en las Escuelas y MDRC, un centro de investigación que se enfoca en la pobreza y la educación.

Deneffy comenzó a cargar con responsabilidades de adulto al mismo tiempo que perdió el control de su hogar y vida escolar. En septiembre de 2020 se quedó sin vivienda, tan sólo una semana después de que su mamá diera a luz a Jennifer.

La escuela fue en línea ese otoño y durante buena parte del año. En lugar de que la escuela lo involucrara y apoyara en ese momento difícil, lo hizo sentir distante. Cuando se conectaba a las clases de séptimo grado por Zoom desde el albergue caótico, “sentía que me juzgaban”, dice de sus compañeros. “No me podía concentrar”.

El séptimo grado fue una pérdida total, a nivel académico y social. Por no querer explicar su situación de vivienda, dejó de hablar con sus amigos, compañeros y maestros.

Todo ello tuvo consecuencias en el noveno grado cuando las clases se tornaron más difíciles. Nunca participó. No tenía internet en casa, por lo que le era difícil hacer la tarea. Cuando había exámenes, adivinaba las respuestas.

Su escuela le ofreció ayuda con la tarea cuando sus calificaciones se desplomaron. Era una asistencia que podía utilizar.

Pero lo que realmente quería era un terapista.

Deneffy cuenta que, en algún punto del otoño durante noveno grado, le pidió a la “trabajadora social psiquiátrica” de la escuela si es que le podía conseguir asesoría profesional en salud mental. Pero la demanda de esos servicios se ha disparado. Un total de 42% de alumnos de secundaria encuestados en 2021 por los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades dijeron que continuamente se sentían tristes o desesperanzados, a diferencia del 28% una década antes.

En vez de conseguirle su propio terapeuta, la trabajadora social lo sacaba de la sala de estudio cuando ella podía —más o menos una vez al mes— para “ver cómo estaba”, de acuerdo con Deneffy. Representantes distritales y escolares aseguraron que apoyan a estudiantes sin hogar, pero no comentaron sobre la situación de Deneffy.

Cuando él visitaba a la trabajadora social, sonreía al ver las fotos del perro de ella, jugaba con los trompos para entretenerse que había en su escritorio y la actualizaba sobre su situación de vida. Ella le pedía clasificar sus niveles de estrés. Normalmente eran de 10, el nivel máximo.

Ella lo elogiaba por reconocer su depresión y encontrar sus propios mecanismos para hacerle frente, como dibujar princesas y a personas con prendas victorianas, repetir afirmaciones positivas en su mente. Regresaba a clase sintiéndose relajado.

Hasta que comenzaba la siguiente clase.
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Esa primavera el estrés se empezó a acumular. Una de las familias con las que compartían un apartamento tenía una hija en rehabilitación por consumo de drogas. Volvía a casa y padecía síndrome de abstinencia, o volvía a consumir drogas. Y muchas veces Deneffy fue testigo de ello.

Pasaba sus días en la escuela escuchando música electrónica melancólica en sus audífonos y viendo su teléfono. “¿Cuándo se va a terminar esto?”, pensaba. “¿Cuándo tendré mi final feliz: un apartamento?”

Algunos días ni siquiera iba a la escuela; en esa primavera faltó hasta 30 días. Durante los exámenes finales de fin de año, dos de las mujeres a las que se les asignó ayudarle con su tarea lo sacaron de clase y lo llevaron a su oficina, un antiguo almacén adaptado con escritorios y una mesa.

¿Por qué no había hecho nada de tarea en todo el año?, preguntaron ¿Por qué no había estudiado?

“Lo siento”, recuerda haberles respondido. “Deberían darse por vencidas conmigo”.

No perderían la esperanza, contestaron. Insistieron para que se inscribiera en la escuela de verano.

Era una sesión de cinco semanas cuyo fin era ayudarlo a pasar las materias y sentirse seguro a la hora de ingresar al 10mo grado. Sin la escuela de verano, podría no tener los créditos suficientes para graduarse a tiempo. (Estudios demuestran que reprobar materias incrementa la probabilidad de que un estudiante deserte.)

Todo esto le dificultaría a Deneffy alcanzar su meta de estudiar en la universidad y convertirse en terapeuta. Pero cualquier objetivo personal se sentía lejano mientras Del Castillo seguía encolerizada con su madre. Con frecuencia peleaba con López y la insultaba frente a Deneffy y Jennifer.

“Se sentía como si me apuñalaran en el estómago con cuchillos”, dice Deneffy.

Del Castillo los hostigó para que desalojaran el 1 de julio, por lo que López le contó a amigos y conocidos que necesitaban mudarse.
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Era más fácil decirlo que hacerlo.

López presentó una solicitud para obtener vivienda pública e improvisó varios trabajos de limpieza para que su familia recibiera estatus prioritario. El condado Los Ángeles le da prioridad a las personas que trabajan por lo menos 20 horas a la semana, a los veteranos, discapacitados y universitarios de tiempo completo. Llama la atención que los padres de niños pequeños no estén en la lista de casos prioritarios. Incluso con su posición en primera fila, a López le dijeron que le llevaría seis años conseguir un apartamento.

Llegó el 1 de julio, y Deneffy y su familia se quedaron en el apartamento. Del Castillo tampoco se mudó. Un par de días después, llegó a casa con otro compañero de piso, en esta ocasión un hombre al que Deneffy había visto dormir en la calle, pero que tenía dinero en efectivo para pagar la renta. Un día el hombre se desplomó, comenzó a sangrar por la boca y se lo llevó una ambulancia.

“Vi a este hombre casi morir y no sentí nada”, dice Deneffy. “Supe que algo andaba mal conmigo”.

Un día hacia finales de julio, López llegó a casa y le dijo a Deneffy que se iban, que le ayudara a empacar.

Deneffy se quedó sentado en la cama. Había llegado el día que tanto había estado esperando, pero no se podía mover. No se podía imaginar volver a salir al mundo.

¿Habría olvidado cómo hablar con la gente? Entró en pánico de sólo pensar que la gente lo viera vestido como estaba, en pantaloncillos y sandalias, con los dedos de los pies expuestos. O sin la mascarilla negra de la que había dependido para ocultar su cara “con granos y regordeta”. Se quedó sentado en la cama mientras su mamá empacaba las cosas a su alrededor y las llevaba al pasillo.

Del Castillo se dio cuenta de que se iban y empezó a aventar sus cosas al pasillo. Cuando sacaron todo, Deneffy cruzó el umbral de la puerta y Del Castillo la cerró con llave.
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López había encontrado el nuevo apartamento gracias a viejos amigos. Estaba en la planta baja de un edificio de dos pisos de apartamentos tipo estudio que daba a un patio de concreto compartido. Conocía a muchas de las familias que vivían ahí, pero no al hombre con el que acabarían mudándose: un jubilado nacido en El Salvador.

Era más cómodo que el apartamento de Del Castillo. Había aire acondicionado. El nuevo compañero de piso no gritaba. Jennifer podía jugar con los otros niños en el patio.

Pero luego de algunas semanas empezaron a surgir señales de problemas. Por el apartamento de 900 dólares, el compañero de piso le cobraba 700 dólares a López y 450 a otro hombre que dormía en el armario.

Exigía silencio total. López cuenta que intentó besarla y le hizo otras insinuaciones.

“No sé cuánto tiempo nos vamos a poder quedar aquí”, dijo López hace poco.

Cuando empezaron las clases en la segunda semana de agosto, a Deneffy le permitieron cursar el 10mo grado siempre y cuando prometiera asistir a la escuela de verano el próximo año.

Con el fin de prepararse mentalmente para la escuela, Deneffy se despierta aproximadamente a las 4 de la madrugada. Se repite: “Tú puedes”. Se dice a sí mismo: “Un nuevo día significa que va ha haber nuevas personas con las cuales platicar, con problemas nuevos e interesantes”.

Incluso con esta preparación, ya va atrasado.

El primer mes no pudo hacer la tarea porque, de nuevo, no tenía internet en casa. Ahora, armado con una laptop de la escuela con su propia conexión inalámbrica a internet, se está poniendo al día con dificultad mientras intenta cumplir las nuevas tareas. Lo que más le preocupa son los ensayos que encargó su profesor de inglés.

“Odio escribir”, cuenta. “Nunca sé en dónde poner las comas y los otros signos de puntuación”.

Todos los miércoles tiene sesión de terapia de 50 minutos en la escuela. Las cosas parecen mejorar, cuenta, pero es consciente de que este nuevo estado de paz es frágil. Contra todo pronóstico, su madre ha convencido a los administradores del edificio de apartamentos en el que viven que les renten su propio apartamento pequeño por 1.250 dólares, más de lo que ella obtiene cada mes por medio de la asistencia gubernamental en efectivo y sus trabajos de limpieza. El nuevo apartamento significaría el fin de las pesadillas con compañeros de piso. Para cubrir la renta, tendría que encontrar un trabajo de tiempo completo.

“Me dice que no me preocupe”, dice Deneffy. “Pero lo hago. ¿Qué tal si no tenemos el dinero y nos vuelven a echar a la calle?”



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