Punto de Vista
La reforma Ratzinger
Diego Valadés / La Jornada
El encono verbal se va convirtiendo en una forma de relación cotidiana entre nosotros. Las consecuencias de esta tendencia se podrán traducir en la imposibilidad de construir y de operar instituciones democráticas. La democracia es un conjunto de procedimientos para la deliberación y el acuerdo, de manera que si estro-peamos el debate, cancelamos el consenso. Traigo a colación lo anterior con motivo de la reforma constitucional acerca del Estado laico, que conforme más se discute más se aleja de los objetivos que la motivaron.
Los mexicanos hemos tratado de consolidar una cultura de los derechos humanos. Mucho se avanzó en los últimos años del siglo anterior, y en el primer decenio de este siglo se dieron nuevos pasos para abandonar los prejuicios que impedían la interrupción voluntaria del embarazo, la suspensión del ensañamiento terapéutico y la discriminación de los homosexuales. Pero en cuanto estas medidas fueron adoptadas en la ciudad de México, se produjo una airada reacción de la Iglesia católica.
En un Estado constitucional todas las confesiones tienen derecho a expresar su desafección por las decisiones que no los convencen. El problema no es éste; la cuestión crítica consiste en que el Estado mexicano ha ido dando carácter oficial a los argumentos de la jerarquía católica, primero con relación a la terminación voluntaria del embarazo y la eutanasia pasiva, y más tarde adversa a los homosexuales. En contrapartida se ha generado un movimiento creciente a favor de la secularidad del Estado que de ninguna manera niega las libertades en materia religiosa. No se cuestiona el derecho de cada persona para profesar una creencia; lo que se impugna es que el Estado asuma los argumentos y las posiciones de una confesión.
La primera fase de esa actitud se tradujo en la impugnación de las reformas al Código Penal del Distrito Federal en materia de aborto. Todo habría quedado resuelto si el gobierno se hubiera conformado con la resolución de la Suprema Corte de Justicia que le negó la razón. Pero una vez más la jerarquía eclesiástica activó los resortes del poder y con la complicidad de dirigentes de todos los partidos impuso reformas constitucionales regresivas en 18 estados. En este contexto el Presidente de la República llegó al exceso de expresar que el agnosticismo y el ateísmo son factores criminógenos.
En tanto que el ordenamiento jurídico y el discurso político del Estado mexicano tienden a adoptar un carácter confesional, ha cobrado fuerza la idea de ampliar el laicismo republicano. Se hizo ostensible que si bien el artículo 24 constitucional establece la libertad religiosa y otros preceptos incluyen la laicidad en materias civil, educativa, electoral, laboral, patrimonial y registral, había un déficit muy sensible en cuanto al ámbito de salud. Esto facilitó las reformas constitucionales locales para evitar la terminación voluntaria del embarazo y para vedar toda posibilidad de dictar disposiciones anticipadas de voluntad en cuanto a la vida propia (eutanasia pasiva).
Uno de los objetivos de ampliar el concepto de laicidad en la Constitución consistía en ofrecer una base firme para declarar la inconstitucionalidad de las reformas confesionales introducidas en los estados y para conjurar otras acciones similares. Todo parecía bien encaminado, porque resultaba difícil que las fuerzas políticas eludieran un tema acorde con la evolución del constitucionalismo. Pero se encontró una forma ingeniosa de engañarnos. Se dijo que bastaría con introducir la palabra mágica laico en el artículo 40 para que todo quedara resuelto. Los legisladores que decidieron en ese sentido debieron calcular que con semejante adición darían la impresión de satisfacer una aspiración histórica mientras que en realidad complacían al alto clero. Los políticos deberían tener presentes las sabias palabras de Lincoln: se puede engañar a algunos todo el tiempo, se puede engañar a todos algún tiempo, pero no se puede engañar a todos, todo el tiempo.
Cada vez son más las personas que consideran que esa reforma no traerá ventaja alguna. Pronto advertirán que incluso será desfavorable para el Estado secular en México. El problema reside en la equivocidad de las palabras.
En el caso de la laicidad hay tres formas de entenderla: como facultad del Estado para proscribir las prácticas religiosas; como obligación del Estado de valorar y equilibrar las relaciones entre las iglesias, y como separación estricta entre las iglesias y el poder político. La primera forma ha sido identificada como un "laicismo de combate", que se nutre en las ideas de la Ilustración y de la revolución francesa y culmina con la expresión de Marx: "la religión es el opio del pueblo". La segunda se conoce como "laicismo positivo" y preconiza que la única función del Estado en materia de creencias y de convicciones consiste en "garantizar la paz entre los seguidores de las diferentes religiones" (Benedicto XVI, Deus et caritas, 2005). La tercera forma de entender la laicidad consiste en la neutralidad del Estado ante el fenómeno religioso; éste es un "laicismo republicano". En este último caso el Estado construye un orden normativo ajeno a las presiones confesionales.
Si fuera modificado el artículo 40 constitucional para introducir el concepto de laicidad, manteniendo el 24 con su redacción actual, que sólo garantiza la libertad de credos religiosos, pero no la libertad de convicciones éticas y filosóficas, el sistema constitucional mexicano estaría adoptando el principio de laicidad positiva postulado por la encíclica Deus et caritas. Éste sería un significativo apoyo de los legisladores mexicanos para el señor Ratzinger en un momento histórico de adversidad, derivado de los múltiples e impunes casos de pedofilia en el clero.
Si se pensara en un laicismo republicano, se haría indispensable modificar el artículo 24 para que al lado de la libertad de cultos se garantizara la de convicciones personales. De no hacerse una reforma republicana, es preferible quedar como estamos. Estamos mal, pero con la reforma pendiente de aprobación en el Senado podríamos estar peor porque consolidaría las reformas adversas al aborto, porque daría argumentos para declarar la inconstitucionalidad del matrimonio entre personas del mismo sexo y porque haría constitucional una tesis papista. Esto, claro, sólo para empezar.
EEM