Sugerencia del Cheff
Tomates cereza: de decorado a protagonistas
Caius Apicius, EFE
Madrid.- De los poéticos nombres con los que fue bautizado el tomate en aquella Europa a la que llegó en el siglo XVI, sólo uno ha pervivido: los italianos le siguen llamando 'pomodoro', palabra derivada del original 'poma d'oro' o 'manzana de oro' con el que empezó a ser conocido en la Italia renacentista.
Manzana de oro... Viendo un tomate actual, o lo que los mexicanos llaman jitomate, de color rojo, no parece; pero es casi seguro que los primeros ejemplares de tomate que llegaron al Mediterráneo eran de color amarillo... y bastante más pequeños que las variedades actuales, más parecidos a los que hoy llamamos 'tomates cherry' o, en buen español, 'tomates cereza'.
De hecho, el tomate que aún crece silvestre en determinadas áreas de América, incluidas las islas Galápagos, es de pequeño tamaño.
Desde hace unos años, estos tomates-cereza se han ido imponiendo paulatinamente en muchos platos de la gran cocina occidental. En principio, claro, como meros elementos decorativos: quedan lindos, y su sabor es agradable.
Habrá que recordar que el tomate, cuando llegó al Viejo Mundo, fue considerado también más una planta decorativa que alimenticia; no hay que extrañarse, porque lo mismo sucedió con las papas y, mucho antes, los primeros gallos que llegaron a Europa fueron apreciados más como aves ornamentales o de pelea que como potenciales protagonistas de guisos muy suculentos.
Al tomate-cereza le faltaba que alguien lo tomase en serio. Lo primero que había que hacer era... pelarlo. Por regla general, al tomate le sobran tres cosas: la piel, las pepitas y el agua, aunque con esa agua haya hoy grandes cocineros, caso de Martín Berasategui, que han concebido creaciones espléndidas.
Pero la piel del tomate servía sólo para modelar aquellas horrorosas 'flores' que aparecían como decoración incomible de tantos platos, olvidando que todo lo que hay en un plato debe, en principio, poder ser comido.
Así fueron apareciendo creaciones: tomates-cereza escrupulosamente pelados y rellenos de marisco picado, como guarnición de un gazpacho, por ejemplo. Trabajoso, sí; pero son estos detalles los que dan el tono y la categoría de un cocinero, que ante un producto novedoso se plantea algo más que depositarlo en el plato: piensa qué puede hacer con él, cómo puede mejorarlo.
En las últimas semanas, en España, hemos disfrutado de deliciosas creaciones que llevan al tomate-cereza como protagonista. En un caso, se trataba de estos tomates, por supuesto pelados, rellenos de un queso de vaca sin curar, con un punto ácido que contrastaba poderosamente con el dulzor del fruto; para mayor contraste, venía en compañía de unos granos de maíz tostados y machacados, que aportaban una textura crujiente muy agradable.
Otra creación espléndida, ésta del catalán Sergi Arola, que tiene casa abierta en Madrid y en Sao Paulo: tomates-cereza rellenos de huevos de trucha -huevos, que no huevas, por mucho que la gente se empeñe en transexualizarlos-.
Huevos que explotaban en la boca y con una cobertura exterior consistente en una lámina de caramelo de wasabi, ese rábano picante japonés con el que se elabora la pasta verde del mismo nombre que acompaña tantas especialidades niponas, como sushis y sashimis, y que daba al conjunto un toque francamente picante y crujiente. Delicioso.
Podríamos seguir, pero con dos botones bastará. De lo que se trata es de demostrar que no hay ingredientes 'de menor cuantía', ni cosas que sirven sólo para decorar: todos tienen sus posibilidades, y no hay más que saber verlas, pensar un poco, imaginarlas.
Que, con estas cosas, sucede lo mismo que con las notas que "silenciosa y cubierta de polvo" encerraba el arpa de la conocida poesía de Gustavo Adolfo Bécquer: sólo esperan una mano hábil, no necesariamente "de plata", que sepa sacarlas a la luz.
EEM