De Fábula
Andrés
Autor: Juan del Carmelo
Esta es la glosa número 400, que he publicado en Religión en libertad y voy a conmemorar esto contando una historia. De vez en cuando caen en mis pecadoras manos, pequeñas historias o cuentos muchas veces infantiles. Pero como todos siempre conservamos algo de nuestra infancia, y a ella hemos de retornar si queremos salvarnos, tal como nos recomienda el Señor: "En verdad os digo, si no os volveréis y os hiciereis como niños, no entrareis en el reino de los cielos" (Mt 18,3). Y de todas estas historias siempre hay la posibilidad de extraer una conclusión de orden espiritual que es lo que nos interesa.
Andrés era el pordiosero más pobre de la aldea. Cada noche dormía en el zaguán de una casa diferente, de las que estaban en el frente de la plaza central del pueblo. Cada día se recostaba debajo de un árbol distinto, con la mano extendida y la mirada perdida en sus pensamientos. Por la tarde comía de la limosna o de los mendrugos que alguna persona caritativa le acercaba.
Una mañana soleada, el Rey en persona apareció en la plaza. Rodeado de guardias caminaba entre los puestos de frutas y baratijas buscando , nada. Riéndose de los mercaderes y de los compradores, casi tropezó con Andrés, que dormitaba a la sombra de una encina. Alguien le contó que estaba frente al más pobre de sus súbditos, pero también frente a uno de los hombres más respetados por su sabiduría.
El rey divertido, se dirigió al mendigo y le dijo: Si me contestas una pregunta te doy esta moneda de oro. Andrés lo miró, casi despectivamente, y le dijo: Puedes quedarte con tu moneda ¿Para qué la querría yo? ¿Cuál es tu pregunta? Y el Rey se sintió desafiado por la respuesta y en lugar de una pregunta banal, se despachó con una pregunta que hacía días lo angustiaba y que no podía resolver. Un problema de bienes y recursos que sus analistas no habían podido solucionar.
La repuesta de Andrés fue justa y creativa. El rey se sorprendió; dejó su moneda a los pies del mendigo y siguió su camino por el mercado, meditando sobre lo sucedido. Al día siguiente el Rey volvió a aparecer en el mercado. Ya no paseaba entre los mercaderes, fue directo adonde estaba Andrés, esta vez bajo un olivar. Otra vez el rey hizo una pregunta y otra vez Andrés la respondió rápida y sabiamente. El soberano volvió a sorprenderse de tanta lucidez. Con humildad se quitó las sandalias y se sentó en el suelo frente a Andrés y le dijo: Te necesito, estoy agobiado por las decisiones que como Rey debo tomar. No quiero perjudicar a mi pueblo y tampoco ser un mal soberano. Te pido que vengas al palacio y seas mi asesor. Te prometo que no te faltará nada, que serás respetado y que podrás irte cuando quieras... por favor. Por compasión, por servicio o por sorpresa, el caso es que Andrés, después de pensar unos minutos, aceptó la propuesta del Rey.
Esa misma tarde llegó Andrés al palacio, en donde inmediatamente le fue asignado un lujoso cuarto a escasos cien metros de la alcoba real. En la habitación, una bañera con agua tibia aromatizada, lo esperaba. Durante las siguientes semanas las consultas del Rey se hicieron habituales. Todos los días, a la mañana y a la tarde, el monarca mandaba llamar a su nuevo asesor para consultarle sobre los problemas del reino, sobre su propia vida o sobre sus dudas espirituales. Andrés siempre contestaba con claridad y precisión. El recién llegado se transformó en el interlocutor favorito del Rey.
A los tres meses de su estancia ya no había medida, decisión o fallo que el monarca no consultara con su preciado asesor. Esto, como era lógico y de esperar, desencadenó los celos de todos los cortesanos que veían en el mendigo Andrés una amenaza para su propia influencia y un perjuicio para sus intereses materiales.
Por lo que un día todos los demás asesores pidieron audiencia con el Rey. Muy circunspectos y con gravedad le dijeron: Andrés, como tú lo llamas, está conspirando para derrocarte. Cada tarde a eso de las cinco, Andrés se escabulle del palacio hasta el ala Sur y en un cuarto oculto se reúne a escondidas, no sabemos con quién. Le hemos preguntado a dónde iba alguna de esas tardes y ha contestado con evasivas. Esta actitud terminó de alertarnos sobre su conspiración.
El Rey se sintió defraudado y dolido, pero antes de proceder debería confirmar estas versiones. Esa tarde, a las cinco, aguardaba oculto en el recodo de una escalera. Desde allí vio cómo, en efecto, Andrés llegaba a la puerta, miraba hacia los lados y con la llave que colgaba de su cuello abría la puerta de madera y se escabullía sigilosamente dentro del cuarto. Seguido de su guardia personal el monarca golpeó la puerta. ¿Quién es? dijo Andrés desde dentro. Soy yo, el Rey, dijo el soberano: Ábreme la puerta. Andrés abrió la puerta. No había nadie allí, salvo Andrés. ¿Estás conspirando contra mí, Andrés? preguntó el Rey. ¿Cómo se le ocurre, Majestad?, contestó Andrés. De ninguna forma ¿Por qué iba a hacerlo? Pero vienes aquí cada tarde en secreto. ¿Qué es lo que buscas si no te ves con nadie? ¿Para qué vienes a este cuchitril a escondidas?
Andrés sonrió y se acercó a la túnica harapienta que pendía del techo. La acarició y le dijo al Rey:
Hace sólo seis meses cuando llegué, lo único que tenía eran esta túnica, este plato y esta vara de madera, le dijo Andrés. Ahora me siento tan cómodo en la ropa que visto, es tan confortable la cama en la que duermo, es tan halagador el respeto que me das y tan fascinante el poder que regala mi lugar a tu lado..., que yo siento la necesidad de no olvidar mi origen y necesito recordarlos, por lo que vengo aquí para volver a ellos
Primera conclusión: todos somos mendigos de Dios, nada tenemos, ni material ni espiritualmente, todo lo hemos recibido, nada hemos creado ni inventado y cuando empleamos estos verbos de crear o inventar, nuestra soberbia nos lleva a apropiarnos de lo que es de Dios. Somos meros instrumentos del Señor. Desde cuándo, la pluma escribe por sí sola, o el pincel del artista, concibe y realiza el cuadro. Nuestra dichosa soberbia nos engaña nos lleva a tratar de apropiarnos de lo que es solo la gloria de nuestro Creador. Y considerando solo el aspecto material de nuestra vida, tampoco nunca debemos olvidar quiénes somos y de dónde venimos, y aunque nos creamos que somos alguien, la vida da muchas vueltas y podemos encontrarnos en situaciones que nunca habíamos pensado de nos encontraríamos.
Pero es que, no ya se trata de que somos mendigos en el plano material, sino lo que es más importante lo somos en el plano de nuestra espiritualidad. Es por ello que el Señor nos dijo: "
porque sin mí no podéis hacer nada" (Mt 15 1,5). Nuestra alma existe, porque Dios la sostiene, y la sostiene porque la ama. Él es, el que está emperrado en glorificarnos en su gloria, para ser eternamente felices en su amor. Es su amor el que nos sostiene, nos cuida y nos mima y en grado tal, que por uno solo de nosotros estaría otra vez dispuesto a bajar a este mundo y sufrir el tormento de otra Pasión, y muerte por crucifixión que ya hace dos mil años padeció.
Andrés el del cuento, era lo suficientemente sensato, como para ver que las riquezas materiales y las comodidades corporales que estas nos dan, no son eternas, porque nada hay en esta vida que sea eterno. El apego a los bienes materiales, jamás nos abrirá las puertas del cielo, hay que apegarse a la pobreza, porque aunque el Señor nos haya proporcionado riquezas, estas jamás nos ayudarán a subir arriba. Es una hipérbole, de las varias que el Señor usaba en su vida pública, la que nos dice que: "De nuevo os digo: es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que entre un rico en el reino de los cielos" (Mt 19,24). Pero no por ser hipérbole, deja de no ser cierta, pues el Señor hacía uso de las hipérboles para enfatizar los que decía. Por esto Andrés todos los días, lo que hacía era manifestar su desapego a la riqueza, acariciando sus viejos harapos.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
EEM