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Lo que el viento se llevó

2016-05-23

El mensaje es inequívoco: los políticos y las fuerzas económicas están...

Antonio Navalón   

En la década de los 70, en plena Guerra Fría, cuando los malos eran los comunistas y los buenos los capitalistas, dos sucesos, uno en Europa y otro en América, inquietaron al Departamento de Estado de EE UU. En Chile, una coalición de partidos de izquierda encabezada por Salvador Allende llamada Unidad Popular ganó en las urnas en 1970, incluyendo a los comunistas en su campaña y en el Gobierno posterior. Desde ese momento, Henry Kissinger decidió impedir a toda costa que los comunistas llegaran al poder por la vía democrática, embrión del llamado Plan Cóndor, y ya sabe que el entonces secretario de Estado inspiró el golpe de Estado en Chile del 11 de septiembre –curioso sarcasmo el de la Historia- de 1973 que acabó con el mandato de Allende, el último golpe de la extrema derecha en ese país. Tres años después en Italia, el Partido Comunista de Enrico Berlinguer estuvo a punto de ganar las elecciones con el 34,4% de los votos y de sustituir en el Gobierno a la sempiterna Democracia Cristiana. Eran los años de las Brigadas Rojas detrás de cuyo terrorismo muchos veían la mano de la CIA y el KGB.

Kissinger tomó una decisión histórica para evitar estas situaciones: crear un anticuerpo, integrando a los socialistas para incidir en los procesos electorales en los que los comunistas tenían grandes posibilidades de triunfar o trastocar los Gobiernos en los que ya participaban. Por lo tanto, con el respaldo de la Internacional Socialista se impuso la justicia social en diferentes partes del mundo y comenzó una era que hemos reproducido más o menos hasta estos momentos. Según esa pauta, la derecha dejaba de ser salvaje y brutal y la izquierda tocaba el poder a través de los sindicatos y los gobiernos socialistas o socialdemócratas. Ese modelo ha llegado a su fin.

El golpe de Estado "legal" en Brasil contra Dilma Rousseff recupera el concepto de enfrentamiento social. Por una parte, pone de manifiesto el resurgimiento de la lucha ideológica entre derecha e izquierda -desde el punto de vista político- y por otra, el mayor cambio que ha sufrido el poder económico en los últimos veinte años. En ese sentido, el mensaje es inequívoco: los políticos y las fuerzas económicas están diciéndole al mundo que se acabó la negociación. Basta recordar que de las 30 multinaciones más importantes, 15 no existían hace dos décadas.

Los sistemas para relacionarse con el poder se rigen por una nueva ideología encarnada por personajes como Bill Gates, Mark Zuckerberg –creador de Facebook-, Jerry Yang y David Filo –creadores de Yahoo- y el resto de los verdaderos dueños del mundo actual. Esa ideología no tiene relación alguna con las estructuras de poder que se fueron conformando a lo largo de los años a través de los sectores industriales y financieros, que inevitablemente crearon una fuerte dependencia del poder político en el establecimiento del pacto social.

Dos cosas se ha llevado el viento de la historia y de la revolución tecnológica. La primera, el modelo de concertación que tuvo uno de sus momentos estelares en los llamados Pactos de la Moncloa –relacionados con la reforma económica y con la actuación jurídica y política- durante la Transición española. Y la segunda, el cambio generacional y de sistema en los negocios que supone el desplazamiento de las grandes compañías industriales tradicionales por empresas como Microsoft, Facebook, Google o Amazon, que suponen no solo un nuevo rostro del capitalismo sino también una nueva relación política.

Sin embargo, no es posible comprender esta revolución sin entender que, en un contexto en el que el enojo de los pueblos es cada vez mayor y la clase política va en caída libre hacia su decadencia,los grandes grupos industriales y económicos -los llamados poderes fácticos- han cambiado con tal rotundidad que gran parte de lo que estamos viviendo es la transformación y el ajuste de esa lucha entre la nueva y la vieja economía.



JMRS

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