Agropecuaria
El campo rico de México no quiere más subsidios
Luis Pablo Beauregard, El País
Emma Osornio lleva 11 años buscando el tomate perfecto. Diariamente pasan frente a sus ojos miles de frutas sobre una banda mecánica. Aquellas que no cumplen con los requisitos de color y calidad serán apartadas para el mercado mexicano. El resto será empaquetado y, 24 horas después, estará en carretera rumbo a las estanterías de supermercados de la costa este de Estados Unidos y Canadá. En estas vastas hectáreas de cultivo del Estado de Querétaro, en el centro de México, el vendaval electoral parece pasar desapercibido. El ruido de las campañas y las tensas negociaciones de la actualización del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLC) no alteran la vida dentro de los invernaderos, una industria que en 2017 superó los 1,000 millones de pesos (51 millones de dólares) en producción.
“Si no fuera por el campo no tendríamos nada”, dice Emma, originaria de San Juan del Río [68 kilómetros al sureste de la capital queretana]. Esta supervisora de línea en la empresa Ganfer, en el municipio de Pedro Escobedo, tiene un hijo de siete años. Con un ingreso de 11,000 pesos mensuales (565 dólares) gana más que su esposo, empleado en un taller mecánico. “Aquí hay mucha competitividad. Se paga por producción. Todo depende de nosotros. Si hay tomate nos va bien porque trabajamos extra y hasta los domingos. No ganamos menos del mínimo”. Emma aún no sabe por quién votar. Le gustaba Ricardo Anaya (Por México al Frente, una coalición de partidos conservadores, progresistas y centristas), quien comenzó su carrera en este mismo Estado, pero la decepcionaron los escándalos de supuesto “lavado de dinero”. Le gusta más Margarita Zavala (de derecha) “por ser mujer”. Solo pediría una cosa a los candidatos a la presidencia: mejores sueldos. “¿Quién no quisiera un poquito más?”, añade entre sonrisas.
Este fragmento del campo mexicano se distancia del lugar común. No hay yuntas, ni bueyes, ni arado en bucólicos paisajes. La producción agrícola protegida se hace bajo un mar de invernaderos de plástico y cristales pintados de blanco que suavizan la intensidad del sol que baña a las huertas de jitomate, pepino, pimientos y rosas cultivadas en el Bajío mexicano. Con solo dos millones de habitantes, Querétaro tiene 360 hectáreas sembradas bajo techo. En 2017 generó 110.736 de frutas, verduras y hortalizas, un 41% más que un año antes. En México, los invernaderos producen el 4% de lo que acaba exportandose, en su mayoría hacia Estados Unidos.
A este rico campo mexicano, que necesita en promedio un millón de dólares para poner en marcha cada hectárea de explotación bajo techo, le tiene sin cuidado el ruido de la campaña. El puntero en las encuestas rumbo a las elecciones de julio, Andrés Manuel López Obrador (Juntos Haremos Historia, una coalición de dos partidos de izquierda y uno de derecha), ha asustado a los economistas con propuestas como precios de garantía —una suerte de suelo sobre el que opera el mercado— para algunos cultivos. Los empresarios de esta región no se escandalizan. “Funcionan mientras puedas producir con la misma calidad todo el año. Es lo que puedes hacer con los invernaderos”, señala Mario López, gerente de Ganfer, que lleva el 70% del tomate mexicano a Estados Unidos con apenas 130 hectáreas cultivadas. “Si las leyes funcionan como deben funcionar nadie es una amenaza para nuestra continuidad”.
López, un hombre grueso con un marcado acento de Hermosillo (Sonora, norte), asegura que la empresa necesita más manos. “Estoy corto de gente, tengo un chingo de competencia”, afirma el jefe de 1,000 trabajadores que llegan de 34 diferentes puntos de la región a cortar tomate. Algunos hacen el viaje desde diferentes puntos del Estado de México, Hidalgo y Michoacán en rutas pagadas por la empresa. El giro de invernaderos de hortalizas a marihuana —más rentable— en EE UU ha aumentado la demanda y el trabajo para la agricultura protegida en el país latinoamericano.
A 40 kilómetros de Pedro Escobedo está Agropark, el cluster de agricultura más grande de México, con 295 hectáreas de terreno y 11 empresas productoras. Allí solo se le exige una cosa al futuro presidente: “El campo mexicano necesita préstamos, no subsidios”, señala Oscar Woltman, el presidente de la Asociación Mexicana de Horticultura Protegida (Amhpac). El también administrador de una empresa productora de pimientos cree que algunas de las ideas de López Obrador, suenan “a terror de los [años] setenta”. El Gobierno que salga de las urnas, asegura, debe invertir para apoyar en capacitación y para brindar más tecnología al campo para financiar esquemas colaborativos que generen economías a escala.
Elías Cañete, de 27 años y empleado de Levarht —una firma que produce el 1,5% del pimiento que se exportan a EE UU—, ha visto en primera persona el crecimiento de esta zona de Querétaro. Junto a las hectáreas de cultivo se han comprado tierras para levantar grandes complejos industriales. “Si vienen compañías extranjeras de Japón, Holanda y otras partes del mundo, ¿por qué no sube el sueldo”, se pregunta este trabajador, que hace cinco años comenzó siendo subordinado y que hoy supervisa la logística de la empresa por 64,000 pesos al año (3.290 dólares). “El sueldo sigue siendo el mismo, pero los precios aumentan”. Junto a él, una compañera lanza otra pregunta que retaría al equipo de negociadores del TLC: “¿Por qué dependemos tanto de EE UU? Nunca he entendido que le damos tanta importancia si hay otros países en Europa”, dice Concepción Muñoz, de 51 años, quien piensa que los pimientos mexicanos podrían conquistar cualquier parte del mundo.
regina
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