Cultura
Fernando del Paso y el fin de la Edad de Oro de la literatura mexicana
Por Jorge Volpi, The New Yok Times
CIUDAD DE MÉXICO — Al fin podemos afirmar, sin sonar hiperbólicos o disparatados, que hemos vivido una Edad de Oro de la narrativa mexicana —como porción o extremo de la latinoamericana— y que esa Edad de Oro está a punto de concluir con la muerte de Fernando del Paso.
Digamos que esta historia empezó en 1955, con la publicación de Pedro Páramo, de Juan Rulfo, y concluirá cuando mueran sus últimos representantes. Una Edad de Oro de cincuenta años —un Medio Siglo de Oro, pues—, entre ese dechado de silencios y contención rulfianos y las últimas obras maestras —todas ellas publicadas antes del cambio de siglo— de sus últimos sobrevivientes: Carlos Fuentes, Elena Poniatowska, Sergio Pitol y Del Paso.
Solemos creer que las edades de oro son piezas de museo, cuando los creadores debían elegir entre las armas y las letras —o empuñar ambas— e inventar personajes ataviados con bombachas, petos o pelucas, mientras que nuestros adalides son, en cambio, tan parecidos a nosotros. ¿Qué hacer? Bastante es que hayamos tenido esta Edad de Oro —otras literaturas y continentes estarían ahítos de portentos como alguno de los nuestros— y nos toca, ahora, aquilatarla.
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Convengamos, entonces, que una edad de oro es aquella en donde no solo aparece un genio insospechado —Cervantes, Shakespeare, Molière, Goethe—, sino una tropa de genios mayores y menores, todos conviviendo más o menos en el mismo espacio —en nuestro caso, la imposible Ciudad de México— y el mismo tiempo —esto es, disfrutando de los mismas estímulos o padeciendo idénticas dificultades—. Rulfo, sí, pero a su lado Josefina Vicens, Elena Garro y Juan José Arreola, y, poco después, impulsados por este último, Fuentes como primus inter pares y esa disparatada legión que solemos asociar con la generación de la Casa del Lago o la generación de Medio Siglo: Salvador Elizondo, Amparo Dávila, Juan García Ponce, Inés Arredondo, Juan Vicente Melo, Pitol, Jorge Ibargüengoitia, José Emilio Pacheco, Margo Glantz, Poniatowska y, por supuesto, Del Paso.
Pensemos ahora en esta pléyade como una familia, una familia excéntrica y disfuncional como tantas, en la que no sería difícil distinguir al célebre patriarca, al abuelo chalado, a la tía principesca y a la tía inmortal, a los primos díscolos y a los primos pródigos, a los que murieron jóvenes y a los que siempre se nos olvidan en los listados.
Aunque casi todos fueron creadores singulares y excéntricos, en algún sentido el más excéntrico —literalmente: fuera del centro— fue Del Paso. Y no por los colorines que solían revestirlo en trajes y corbatas, tan recordados estos días cuando no se alcanza a recordar otra cosa, sino por ser el pariente que jamás se sintió parte de esta familia, bien porque la familia nunca supo bien dónde colocarlo, bien porque él mismo nunca se sintió cómodo en ella. Aunque Elizondo o Melo o Ibargüengoitia podrían querer disputarle la excentricidad, todos ellos se sentían, para bien o para mal, parte del mismo clan, así lo odiaran o se burlaran de él hasta el delirio. Del Paso, en cambio, no cabía en ningún sitio y por eso casi nunca se le vio en esta cabalgata: siempre iba o muy atrás o muy adelante, obsesionado con terminar novelas —catedrales— que, a diferencia de los demás, le llevaban siglos, bueno, una década cada una.
Cuando Fuentes ya era un clásico joven con La región más transparente y La muerte de Artemio Cruz en sus alforjas, Del Paso se preparaba para sorprender y aterrorizar, desde un lado muy distinto, con José Trigo: historia patria, sí, como en Fuentes, pero donde la historia es puro lenguaje enardecido. Luego, otra década de silencio, o más bien de paciente espera y trabajo de campo, que frente a los delirios puntillistas de Elizondo o el erotismo desbocado de García Ponce, se proponía disecar —nunca mejor dicho— nuestra Gran Tragedia, el 68, hurgando en sus vísceras llenas de sangre y mierda, en otro artefacto verbal tan portentoso como inasible: Palinuro de México. Y, en fin, al cabo de otra década, otro Palacio Nacional o más bien otro Castillo de Chapultepec construido por un solo hombre a fuerza de agotar bibliotecas y combinar la historiografía con la más desopilante invención lingüística: Noticias del Imperio, con su Carlota verborreica y fantasmal, su Maximiliano guapo, fatuo, libidinoso, autoritario y bienintencionado, y ese Juárez que es la contradicción misma de los antiguos billetes de veinte pesos y los nuevos de quinientos.
Fernando del Paso construyó un altar barroco —pocas veces la manida comparación resulta tan cierta— en medio del desierto. Su obra fue el último intento sincero y logrado entre nosotros, tal vez, de hacer que el mundo quepa en un libro de ficción. Del Paso también se dio el gusto de homenajear a las novelas policíacas, de pergeñar sonetos y piezas más o menos teatrales y recetas de cocina, y de dibujar, como Günter Grass —a quien tanto se parece—, tarjetas en tecnicolor. Pero sus novelas, sus tres pirámides, resplandecen a la distancia con el mismo equilibrio, serenidad e indiferencia hacia nosotros que aquellas otras en Guiza.
Jamileth