Internacional - Finanzas

La fortuna de los más ricos deja de ser tabú en Estados Unidos

2019-04-06

España es uno de los pocos países de la OCDE donde todavía se cobra el...

Francisco de Zárate, El País

Bueno para la democracia, porque reduce el poder de los millonarios. Bueno para la equidad, porque evita gravar a la clase media con un porcentaje mayor que a la alta. Y bueno para las arcas estatales, porque recauda el equivalente al 1% del PIB de EE UU. Para sus defensores, el impuesto a las grandes fortunas de la senadora demócrata Elizabeth Warren no tiene desperdicio. Y, sin embargo, cuando la candidata a la presidencia estadounidense anunció su propuesta en enero, gente tan respetable como un Nobel de Economía y un exalcalde de Nueva York salieron a criticarla. El primero, Robert Shiller, por haber perjudicado sus posibilidades como candidata con un impuesto a la riqueza que hará “que la gente se vaya”. El segundo, Michael Bloomberg, por proponer algo “probablemente anticonstitucional”.

La reacción de Bloomberg parece comprensible ya que tiene una fortuna de 56,800 millones de dólares (50.488 millones de euros). El fundador de la agencia de noticias que lleva su nombre debería restarle 1.693 millones a su patrimonio desde el primer año si prospera la propuesta de Warren: un 2% para todo lo que supera 50 millones de dólares y un 1% para lo que sobrepasa los 1,000 millones.

¿Pero y la crítica de Shiller? ¿Se irán los multimillonarios con su dinero a otra parte? En cualquier país de la Unión Europea, la respuesta habría sido “tal vez”. En EE UU, y según el economista de la Universidad de Berkeley, Emmanuel Saez, no es tan fácil. Como explicó junto a su colega Gabriel Zucman en un artículo que fundamenta la propuesta de Warren, los estadounidenses que se van del país siguen teniendo la obligación de pagar sus impuestos en EE UU. La única manera de evitarlo es renunciando a la nacionalidad, una eventualidad que el plan de Warren contempla con un impuesto, bastante convincente, del 40% de su patrimonio neto.

Pero el inconveniente clásico de un impuesto a la riqueza no es tanto la fuga de las fortunas como la dificultad de la implementación: los millonarios invierten mucho en ingeniería financiera. Según Saez, tampoco ese problema es insalvable. Basta con resistir al lobby de los que piden excepciones y diseñar un impuesto sin salvedades. “Cuando hay activos exentos se socava el alcance del impuesto a las fortunas porque los ricos encuentran formas para invertir su riqueza en esos activos exentos”.

Eliminar las exenciones no implica que las posibilidades de evasión fiscal se quiten del todo. Saez y Zucman estimaron una recaudación equivalente al 1% del PIB después de prever una reducción del 15% en los patrimonios declarados tras el impuesto propuesto por Warren. Llegaron a ese porcentaje después de observar el 3% que cayó en Colombia el patrimonio declarado tras introducir un impuesto del 1% a la riqueza; y el 34% que se redujo en Suiza ante un gravamen similar. La respuesta desproporcionada de los millonarios suizos tiene que ver con la ayuda que reciben de la ley de secreto bancario. Los estadounidenses, en cambio, tienen el obstáculo de la normativa FATCA. En vigor desde el Gobierno de Obama, castiga a los bancos extranjeros cuando no informan de las cuentas abiertas a clientes estadounidenses. Una medida que, según Saez, es replicable al otro lado del Atlántico mientras sea todo el bloque europeo el que la implemente.

La última pega que aparece cuando se habla de impuestos a la riqueza es el posible efecto sobre las inversiones. Castigar al ahorro, dicen, es castigar a los proyectos que lo necesitan para financiarse. Según Saez, la crítica no es válida con impuestos como el de Warren, donde la tasa no varía con la rentabilidad del patrimonio: “Los millonarios tienen más incentivos para invertir en negocios de mucha rentabilidad y no en activos de poco rendimiento, por eso es muy posible que este impuesto sobre la riqueza provoque una distorsión menor que uno sobre las ganancias de capital”.

El caso español

España es uno de los pocos países de la OCDE donde todavía se cobra el impuesto al patrimonio, aunque su recaudación no sea importante: un 0,2% del PIB, según la estimación de Saez y Zucman. En opinión de Francisco Javier Braña Pino, del Instituto Complutense de Estudios Internacionales, el poco caudal de este impuesto y del de sucesiones y donaciones tiene que ver con una carrera a la baja de las comunidades autónomas, responsables de su gestión. Para recuperar su función redistributiva y transformarlo en una fuente de ingresos genuinos, propone devolverlos a la Administración Estatal. “Como las comunidades casi los han suprimido porque han ido compitiendo entre ellas a ver quién bajaba más, no les va a suponer mucha pérdida, una cantidad que, en cualquier caso, el Estado puede compensarles”.

Aunque el potencial recaudatorio sea menor al del IPRF o al del IVA, según Braña Pino todo ayuda en España, “que está muy mal en recaudación”. El otro argumento, dice, es mejorar la justicia impositiva: “Lograría que las rentas de los ricos, que muchas veces crean sociedades para pagar menos, contribuyan y tributen igual que lo hacen las rentas del trabajo”. Para José Ignacio Conde Ruiz, de la Fundación de Estudios de Economía Aplicada (Fedea), hay una opción políticamente más viable que quitarle gravámenes a las comunidades autónomas y es crear un nuevo impuesto a las grandes fortunas. En su opinión, se puede hacer mientras el tipo no sea demasiado alto. Lo importante, dice, no es tanto la recaudación como el control: “Serviría para ver lo que están haciendo, compararlo con sus rentas y lanzar, si es necesaria, una inspección”.

Se rompe una tendencia

Antes de que Elizabeth Warren propusiera gravar las fortunas, la congresista Demócrata Alexandra Ocasio-Cortez ya había hablado de pasar del 37% al 70% el tipo máximo del impuesto sobre los ingresos. No es la primera en proponer tipos altos (en tiempos de Dwight D. Eisenhower llegaron al 91%) pero sí en enfrentar una tendencia que se instaló en EE UU y gran parte del mundo desde la época de Ronald Reagan. El ex presidente republicano defendía que bajar impuestos era bueno para el bolsillo y, sorprendentemente, para la recaudación (uno de los fundamentos es que, a partir de un determinado nivel de imposición, la gente deja de trabajar). El problema, dice el economista Francisco Javier Braña Pino, es que esa teoría nunca tuvo demostración empírica y se basa en supuestos poco realistas, “como el de que podemos regular libremente el número de horas que trabajamos”. Lo que sí se ha demostrado desde que comenzaron a bajar los impuestos es la mejora experimentada por el 0,1% más rico de EE UU: según datos de los economistas Emmanuel Saez y Gabriel Zucman, desde 1980 sus ingresos crecieron por encima del 300%. Para la mitad más pobre, no ha habido variación. De 16,000 dólares per cápita en 1980 a 16,000 dólares hoy.



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