Poker de Ases
Un fantasma en la maquinaria
Antonio Ortuño, El País
“Cuando lo importante se reconoce socialmente como lo instantáneo, y lo será aún en el instante siguiente y al otro y al otro, y siempre reemplaza otra importancia instantánea, puede decirse que el medio garantiza una especie de eternidad de la no-importancia”. Esto lo escribió Guy Debord en su Comentario sobre la sociedad del espectáculo, por allá de 1988. Debord se pasó la vida denunciando, con acritud, el poder del espectáculo y esa enajenación total de la vida privada y pública que articula, como un control incluso más férreo del que pueden ejercer los Estados, las ideologías o las iglesias. Un control con cara simpática, colorido y burbujeante, pero que nos rige con mano implacable.
Quizá nadie interpretó tan bien como él la hegemonía espectacular que se cocinaba en su tiempo (inspirador del situacionismo y del Mayo del 68, Debord murió en los años noventa) y que, desde hace años, de modo incontrovertible, forma la parte medular de nuestra vida. Conocemos su huella más clara: ese presente vertiginoso y chillón, pero intrascendente en el que vivimos; un presente en el cual un “último grito de la moda” es sustituido cada pocos minutos o días (ya rara vez semanas o meses) por otro; en el que el vídeo “viral” (y estúpido) de un tropezón o un gato con ropita saca del reflector al anterior; en el que un nuevo ritmo estereotipado y simplón fagocita y sustituye en el Hit Parade a su antecesor; en el que adultos conscientes reniegan de las ideas complejas y se entregan a una cómoda rutina de dibujos animados, superhéroes, juegos y juguetes al por mayor.
Ese presente abrumador, en el que cualquier idiotez es revestida de importancia descomunal y en el que, por tanto, nada importa; en el que los analistas “subversivos” se limitan a intentar exégesis sobre el supuesto poder revolucionario de cosas perfectamente inocuas (diseñadas y ejecutadas desde su origen como productos espectaculares) como la nueva canción de Beyoncé, las ocurrencias de los youtubers o los memes del Grumpy Cat; en que cada semana se nos habla machaconamente de “hechos históricos” (en el fútbol dominical, en las series de televisión, en el casting de una película) que se olvidan el siguiente lunes… En fin.
La cuarentena mundial que vivimos no solo ha sido el bache en que tropezó la maquinaria de la desastrosa salud pública mundial, ni el reventador de los neumáticos de la economía globalizada. También es la piedra intrusa que ha conseguido trabar, así sea por un tiempo, los engranajes de la máquina de dominación espectacular y sus afanes de intrascendencia. Desbordados por las noticias horripilantes del Covid-19, los noticieros, las redes, los medios en general, han sido incapaces de imponer a rajatabla sus rituales de superficialidad acostumbrados. Incluso sus mecanismos más inocentes (y poderosos) como los memes y vídeos “virales” miran hoy casi exclusivamente hacia el horizonte quemado de la pandemia. Los “artistas”, “influencers”, y “famosos” luchan de modo desesperado por permanecer en el centro de la atención, sí, con cancioncitas solidarias y vídeos de autosuperación, pero solo para ser superados cada día por esas cifras espeluznantes y anónimas de contagiados y muertos que la realidad nos arroja a la cara.
No hay modo aún de pronosticar con seguridad, a menos que uno sea un farsante, si la crisis del Covid-19 marcará un cambio en el modo del vida planetario. Pero al menos ha hecho crujir el sistema como ninguna otra circunstancia hace decenios. Y su irrupción ha marcado, también, la vuelta de la verdadera Historia, la que no puede ser controlada ni maquillada como una irrelevante “tendencia” (esa Historia a la que, decía Debord, el espectáculo se afanaba por poner “fuera de la ley”) y un regreso de nuestra capacidad de detenernos, de observar, de salirnos de la banda sin fin del espectáculo en la que corremos como hámsters y, acaso, recuperar la perspectiva y la memoria.
Jamileth
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