Campirano

Siervos por Uber: temporeros y Covid-19 en Europa

2020-05-07

El Covid-19 otorga una relevancia dramática a estos trabajadores “poco...

CORNEL BAN Y JORGE TAMAMES | Política Exterior

Las restricciones de movilidad decretadas para frenar el avance de la pandemia ponen en riesgo las cosechas de la UE. Pero este shock es asimétrico, y quienes más lo sufren son los trabajadores migrantes, tanto europeos como extranjeros.

La crisis sanitaria causada por el Covid-19 ha dado paso a una crisis económica sin precedentes. El debate sobre cómo responder a la emergencia pasa así de las medidas de confinamiento y la infraestructura –equipo y personal sanitario, volumen de test, capacidad de rastreo– a su impacto económico y las medidas necesarias para evitar una depresión prolongada. Entra así en juego el futuro de la globalización. La pandemia plantea la necesidad de relocalizar procesos productivos –por ejemplo, la fabricación de mascarillas– para no depender de cadenas internacionales que se han revelado frágiles en situaciones de emergencia. Pero el debate no es tan sencillo como aceptar o rechazar la interdependencia económica entre países.

El mejor ejemplo de sus aristas se encuentra en el sector agrícola en Europa. Una actividad económica políticamente sensible, al menos atendiendo al volumen de recursos que le destina la Política Agraria Común (presupuesto para el período 2014-2020: más de 400,000 millones de euros). Se trata, como es obvio, de una actividad que se desarrolla en los propios Estados miembros. Pero un volumen considerable de sus trabajadores son extranjeros: bien migrantes intra-europeos, bien provenientes de fuera de la Unión Europea.

Las restricciones de movilidad decretadas para frenar el avance de la pandemia, las medidas de distanciamiento social y la hibernación económica ponen en riesgo las cosechas europeas de 2020. Pero el impacto de este shock es asimétrico, dependiendo de la posición de cada país en la economía europea. Sirvan como ejemplo las diferencias entre dos Estados miembros: España, un país cuyo sector agrícola requiere mano de obra inmigrante, principalmente de fuera de la Unión; y Rumanía, cuyos trabajadores temporeros migran al norte de Europa para proporcionar un servicio que continúa siendo vital.

Los dilemas de un campo sin migrantes

El 7 de abril, el gobierno español aprobó una serie de medidas para agilizar las contrataciones en huertas y explotaciones agrícolas del país, permitiendo que parados y trabajadores bajo un ERTE se incorporen al trabajo rural. La decisión es fruto de la ausencia de operarios en el sector: faltan en torno a 80,000 empleados para la temporada de 2020, según el ministerio de Agricultura. Nísperos y ajos en Alicante, fruta de hueso en el valle del Jerte, podas de viñas, esquilado de ovejas… la lista de tareas a desempeñar entre mayo y septiembre es larga y requiere a profesionales cualificados (por ejemplo, en el caso de los esquiladores).

El caso de Huelva, donde ABC explica que faltan 9,000 trabajadores para la recogida de fresas, refleja los problemas a los que hace frente el sector agrícola español. La consejera de Empleo de la Junta de Andalucía, Rocío Blanco, expresó en enero su perplejidad ante el hecho de que se siga contratando a trabajadores migrantes cuando el paro de la provincia ronda el 21%. En el sector de la fresa trabajan casi 20,000 trabajadores temporeros. La mayor parte son mujeres provenientes de Marruecos, país con el que España mantiene un convenio laboral para el sector. Pero las condiciones en que desempeñan su trabajo –salarios que no cumplen con los sueldos mínimos, jornadas agotadoras, opacidad en los contratos e incluso casos de acoso sexual– son notorias desde hace años. Los empleadores buscan un perfil específico: mujeres de entre 25 y 45, preferentemente viudas y con hijos a su cargo, condición que aumenta su dependencia económica.

La escasez de mano de obra española afecta al conjunto de un sector que depende en un 90% de trabajadores extranjeros. Los intentos de emplear a españoles avanzan a trompicones: pese a un aumento en solicitudes, muchos de los puestos  –como la poda de vides o el esquilado de ovejas– requieren una formación que no se adquiere de la noche a la mañana. “Esto pone de manifiesto cuánto hemos abandonado el campo en este país”, explica un coordinador laboral del sector a El Confidencial. “Nos debería hacer reflexionar ahora que hay tanto racismo y xenofobia”, explica otro de ellos en el mismo reportaje. “Sin ese 90% de inmigrantes, el sector agrario español desaparecería, lo estamos comprobando”. Los sueldos para temporeros en España oscilan entre 1,100 y 1,300 euros mensuales.

Una manera de empezar a atajar el problema es, precisamente, normalizando la situación de los migrantes que desempeñan trabajos en condiciones de opacidad, de modo que su situación laboral sea más fácil de monitorizar. Es lo que ha hecho el gobierno portugués, que a finales de marzo optó por regularizar la situación de todos sus inmigrantes pendientes de autorización por residencia. Como explica la investigadora Blanca Garcés, “la pandemia de Covid-19 y la necesidad de cubrir una demanda que hasta ahora estaba parcialmente cubierta por temporeros extranjeros representa una oportunidad para reconocer y regularizar su trabajo y, en consecuencia, asegurar una mínimas condiciones laborales y salariales en todo el sector”. Hasta el momento, no obstante, la posición del gobierno español al respecto ha sido evasiva.

“Eslavos baratos” para el norte de Europa

Los trabajadores, ingenieros informáticos y doctores rumanos, polacos o húngaros son esenciales para las cadenas de valor y sectores de servicios europeos, que sin ellos serían mucho menos competitivos. Pero su contribución apenas se menciona, y la opinión pública en Europa occidental no asimila el hecho de que la mano de obra del este está altamente cualificada. Lo que cala es el tono acusatorio de la narrativa euroescéptica y figuran como un lastre para los servicios sociales, mafiosos en chándal o, en el mejor de los casos, “eslavos baratos”, por usar la expresión que emplean algunos tabloides británicos.

El Covid-19 otorga una relevancia dramática a estos trabajadores “poco cualificados”, porque las cadenas alimentarias europeas se vendrían abajo sin su trabajo. El año pasado, Alemania necesitó a 300,000 trabajadores temporeros del este solo para recoger espárragos. Al menos medio millón son necesarios para mantener estas cadenas de producción, altamente sensibles al tiempo.

Primero fue Reino Unido quien anunció que sus cosechas se iban a pudrir a menos que llegasen por vía aérea 100,000 trabajadores de la misma región cuyos habitantes llevan años acumulando ataques xenófobos por parte de los partidarios del Brexit. Después Países Bajos, Alemania y Bélgica organizaron, sin darle mucho bombo, un puente aéreo para trabajadores agrarios de Rumanía, Polonia y Hungría. Las autoridades italianas han diseñado “corredores seguros” de este tipo, aunque ahora los europeos del este prefieren trabajar en el norte de Europa, donde los salarios son más altos.

En los países del este, este trabajo es clave para la estabilidad social. Sin estados del bienestar efectivos, los gobiernos de la región quieren mantener los números de desempleo tan bajos como sea posible, incluso al precio de incumplir sus propias cuarentenas. En este sentido, el virus pone de manifiesto las profundas desigualdades y el desajuste en la capacidad de los Estados que lastra esta región, cuyo crecimiento es más alto que el de la “vieja” Europa pero donde, salvo excepciones puntuales –Eslovenia y la República Checa–, los mecanismos de solidaridad social están subdesarrollados y los sueldos netos para un tercio de la mano de obra oscilan entre 300 y 600 euros al mes (lo que contrasta con los 1,5000 que se pueden obtener trabajando en huertas alemanas).

Mientras Rumanía se gobierna a golpe de decretos militares y el ejército y la policía multan las infracciones más nimias, el ejecutivo ha creado un estado de excepción dentro del estado de excepción, permitiendo a miles de trabajadores orbitar en torno a las pautas de esta migración temporal, un conocido vector infeccioso. Los países del este no han sufrido un impacto del Covid-19 tan dramático como Europa occidental, por razones aún pendientes de elucidar. Pese a ello, los temporeros que decidieron romper la cuarentena con el beneplácito del Estado se enfrentan a riesgos considerables.

A mediados de abril, 1,500 temporeros rumanos esperaban a una docena de vuelos chárter en Cluj-Napoca, al norte del país, para recoger espárragos en Alemania. El embarque se llevó a cabo con distanciamiento social, pero antes de que terminase el día los imperativos quedaron claros: se trataba de salvaguardar las cadenas de producción alimentarias del norte de Europa, incluso al precio de multiplicar los contagios durante el transporte. Los 13 aviones de Cluj se marcharon con sus regimientos de recogedores de espárragos apiñados a bordo. Se produjeron varios vuelos diarios más a Alemania y después al Reino Unido, donde varios intentos de contratar a mano de obra local han terminado como fracasos sonoros.

En Alemania, tras verse expuestos a condiciones de transporte que multiplicaban el riesgo sanitario, los trabajadores terminaron hacinados en estancias rurales que no podía abandonar para prevenir posibles contagios. La apuesta de los productores del norte de Europa parece ser que los temporeros sean lo suficientemente duros como para aguantar tanto las condiciones de trabajo como tal vez el virus durante el tiempo suficiente para cubrir la temporada de recogida de espárragos, relativamente corta. Los hospitales rumanos, que tienen 1,500 respiradores para una población de 19 millones, tendrán que hacerse cargo de los padres y abuelos de estos trabajadores si se ven expuestos al virus.

A los europeos del este se les paga el sueldo típico de la industria agrícola en países del norte de Europa. Quienes lo consideran trabajo “poco cualificado” probablemente no son capaces de aguantar semanas con jornadas de 14 horas recogiendo espárragos o bayas, sin vacaciones ni fines de semanas. Las huertas alemanas se quejan de que los pocos trabajadores locales que respondieron a sus ofertas laborales no son “tan fuertes como los rumanos y polacos” y esperaban tener fines de semana y vacaciones.

Una serie de investigaciones periodísticas y laborales revelaron que las condiciones de trabajo no incluían cobertura sanitaria ni garantías de sueldo mínimo, y sus costes de desplazamiento podían deducirse del salario. Los “contratos”, enviados por Whatsapp, se ignoraban de manera rutinaria en las explotaciones alemanas, donde el salario mínimo por hora quedaba sustituido por un sistema de pago por cesta de recogida. Los 14 días de “cuarentena” transcurrían durante la propia recogida, con los temporeros durmiendo apiñados y con escaso acceso a agua corriente. Nadie en Rumanía ni Alemania mencionó la posibilidad de realizar pagas extraordinarias para trabajadores constantemente expuestos a contagios. Los intentos de sindicalistas alemanes por organizar a los trabajadores se toparon tanto con la hostilidad de los propietarios de cultivos como con la falta de familiaridad con la idea de formar parte de un sindicato por parte de los temporeros.

Es a estos trabajadores a quienes los partidos euroescépticos describen como un lastre, delincuentes, una amenaza externa o “eslavos baratos”, y cuya migración –intraeuropea o externa– dicen querer limitar. En la medida en que actualmente ensalzamos el valor de los trabajadores esenciales, es necesario no solo elogiar, sino ayudar a proteger, informar, afiliar a sindicatos y pagar dignamente a todos aquellos de quienes depende el suministro de alimentos en Europa. Especialmente cuando se encuentran lejos de su casa, no gozan de ningún tipo de representación y se ven explotados laboralmente. Los temporeros no son trabajadores sin aptitudes y, tras tres meses de trabajo brutal, obtienen ingresos mucho mayores que si se hubiesen quedado en casa. Pero se les trata como si fuesen siervos por Uber, en palabras del periodista rumano Costi Rogozanu. Les invisibilizan tanto sus gobiernos como los de los países cuyos sectores agrícolas, balanzas de pago y consumidores se benefician por igual de su trabajo duro y mal pagado.


 



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