Imposiciones y dedazos
Donald Trump no es Richard Nixon (es peor)
Paul Krugman, El País
El 4 de mayo de 1970, la Guardia Nacional de Ohio abrió fuego contra una manifestación de estudiantes, matando a cuatro. El 50º aniversario de la masacre del Estado de Kent ha pasado casi desapercibido en un país preocupado por la covid-19, pero ahora, de repente, los ecos de la era de Nixon están por todas partes. Y Donald Trump parece invocar deliberadamente el legando de Nixon, tuiteando “¡LEY Y ORDEN!” con la clara esperanza de que rescate mágicamente su fortuna política.
Y dada la determinación de Trump de sacar las tropas a las calles de las ciudades estadounidenses, es muy probable que en algún momento maten a civiles inocentes. Pero Donald Trump no es Richard Nixon; es mucho, mucho peor. Y el Estados Unidos de 2020 no es el de 1970; en muchos aspectos somos un país mejor, pero nuestra democracia es muchísimo más frágil gracias a la corrupción pura y dura del Partido Republicano.
Las comparaciones entre Trump y Nixon son evidentes. Al igual que Nixon, Trump ha aprovechado la reacción blanca para obtener ventajas políticas. Como él, cree sin duda que las leyes solo se aplican a la gente de a pie. Sin embargo, no parece que Nixon fuera un cobarde. Cuando se vio rodeado por las manifestaciones masivas, no se escondió en el Magabúnker [MAGA es el acrónimo de Make america great again], aventurándose a salir solo después de que sus subalternos gasearan a manifestantes pacíficos y los sacaran de Lafayette Park. Él, por el contrario, salió a hablar con los manifestantes en el Lincoln Memorial. Su comportamiento fue un tanto extraño, pero no cobarde.
Y aunque su estrategia política era cínica y despiadada, Nixon era un hombre inteligente y trabajador que se tomaba en serio la presidencia. Su legadofue sorprendentemente positivo: en concreto, hizo más que cualquier otro presidente, anteriormente o desde entonces, para proteger el medio ambiente. Y antes de que el Watergate lo derribara, estaba trabajando en un plan para ampliar la cobertura del seguro sanitario que en muchos aspectos anticipaba el Obamacare.
Trump, por el contrario, parece pasar los días tuiteando y viendo Fox News. El único gran logro político de su Gobierno hasta el momento ha sido la rebaja fiscal de 2017, que supuestamente desataría una oleada de inversiones empresariales, pero no lo hizo.Ha respondido a la amenaza de la covid-19 primero negándola, y después con esfuerzos frenéticos, no para controlar la pandemia, sino para echar la culpa a otros por las políticas caóticas e ineficaces.
Por eso, Trump no es Nixon. Y el país que intenta dominar –su palabra favorita– también es muy distinto. La buena noticia es que Estados Unidos es actualmente un país mucho menos racista y mucho más tolerante que en 1970. Curiosamente, numerosos sondeos muestran que la mayoría de los estadounidenses aprueba las protestas inspiradas por la muerte de George Floyd, y desaprueba firmemente la respuesta de Trump.
Esto no significa que el racismo sistémico haya desaparecido, ni mucho menos. Pero una mayoría de estadounidenses está dispuesta a reconocer que ese racismo es real y a verlo como un problema, lo que representa un enorme avance moral. La “mayoría silenciosa” de Nixon es ahora una minoría ruidosa.
Pero es una minoría muy peligrosa. Aunque, como he dicho, en muchos aspectos somos una nación mejor de la que éramos, también somos una nación en la que el sistema de derecho y los valores democráticos están bajo asedio.
A estas alturas, es alarmantemente fácil ver cómo Estados Unidos podría seguir la senda que ya ha tomado Hungría, y convertirse en una democracia sobre el papel, pero en un Estado de un solo partido en la práctica. Y no hablo de un futuro distante; podría ocurrir este año, si Trump consigue la reelección, o incluso, posiblemente, si pierde, pero se niega a aceptar los resultados.
Y la razón por la que la democracia se ve amenazada como nunca lo estuvo en tiempos de Nixon no es simplemente que Trump sea peor ser humano de lo que jamás fuera Nixon; es el hecho de que tiene muchos facilitadores.
Los instintos autoritarios de Trump, su admiración y envidia por los autócratas extranjeros, su deseo de militarizar los cuerpos de seguridad, son patentes desde hace tiempo. Sin embargo, estas cosas no importarían tanto si el Partido Republicano siguiera siendo la institución que era en la década de 1970: una gran carpa con espacio para diversos puntos de vista, representados en el Senado por muchas personas con principios verdaderos. Eran personas dispuestas a expulsar a un presidente, aunque fuese republicano, por traicionar el juramento de su cargo.
Sin embargo, el Partido Republicano actual no se parece en nada a aquel. Muchas de sus principales figuras –como el senador Tom Cotton– son tan autoritarias y antidemocráticas como el propio Trump. El resto, sin apenas excepciones, son apparátchiks del partido, compelidos a obedecer por unas bases enojadas. Estas bases reciben su información de Fox y Facebook, y viven básicamente en una realidad alternativa, en la que los manifestantes que participan en marchas pacíficas contra la brutalidad policial son de hecho una horda radical dispuesta a comenzar de un momento a otro una insurrección violenta.
La cuestión es que el Partido Republicano de nuestros días no se opondría a una toma trumpiana del poder, aunque equivaliera a un golpe militar. Por el contrario, el partido la alentaría. La conclusión es que, aunque los paralelos con la era de Nixon son reales, hay importantes diferencias entre el ayer y el hoy, y las diferencias no son tranquilizadoras. En muchos aspectos, somos un país mejor del que solíamos ser, pero nos encontramos en una situación política desesperada, porque uno de nuestros grandes partidos ya no cree en la idea americana.
JMRS
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