De Protestas a Propuestas

Estados Unidos ante algo más que unas elecciones

2020-11-06

Unos estiman que la legislatura de los Estados determina en ese caso cuál será la...

Por JAIME DE OJEDA | Política Exterior

Trump y sus seguidores están destruyendo la tradición constitucionalista y democrática americana. Seguirán pesando sobre el país.

Hace algunos años nadie habría podido creer, siquiera desbarrando, que el presidente de los Estados Unidos de América tuviese la inaudita desfachatez de confesar en público la manera en que va a robar su reelección si su rival sale vencedor en los comicios. Y, sin embargo, esto es lo que Donald Trump ha estado haciendo prácticamente desde su misma elección en 2016, cuando alegó fraude para no reconocer que su rival de entonces, Hillary Clinton, había ganado la mayoría del voto popular. Ahora continúa la misma táctica haciendo cuanto puede por deslegitimar el voto y sembrar la mayor confusión en el sistema electoral en su afán por salir reelegido. Para comprender mejor lo que va a pasar después de las elecciones conviene repasar cómo Trump piensa hacerlo.

Para empezar, el presidente lleva meses proclamando que los demócratas solo pueden ganar las elecciones mediante fraude y corrupción. “Los demócratas están trucando esta elección porque es la única manera en que pueden ganar”. Condena en particular el voto por correo, sabiendo que la mayoría de los votantes demócratas y de las minorías negra, hispana y asiática votarán por correo, como sucede siempre en los grandes centros metropolitanos y más aún por temor a la pandemia. Aumenta la confusión y el descrédito del voto al incitar a los electores republicanos a votar dos veces, en persona y por correo, para asegurarse de que su voto no sea desvirtuado, a pesar de que la legislación federal y estatal lo condena como un delito.

No contento con la persistente deslegitimación del sistema electoral, Trump intenta –secundado por las legislaturas y gobiernos estatales controlados por republicanos– impedir por otros medios el voto de esas minorías que sospecha, con razón, que se van a inclinar por los demócratas. Primero recomendó que se pospusieran las elecciones hasta que pasara la pandemia. Cuando vio que solo el Congreso puede cambiar la fecha, empezó a insistir falsamente en que la Constitución, al fijar la fecha de las elecciones, también determina que el ganador del recuento en ese día tiene que ser declarado presidente, sabiendo que ese primer recuento estará dominado por la gran mayoría de los republicanos que van a votar en persona. Ahora que este mensaje tampoco ha prosperado, el presidente y sus secuaces en la administración, incluido el fiscal general, William Barr, se han dedicado a diario a condenar el voto por correo que, aseguran, permitirá un colosal fraude electoral, pese a todas las pruebas a favor de un sistema que ha estado en boga en la mayoría de los Estados desde hace años y a pesar de que en el pasado la mayoría de los casos de fraude electoral han sido incurridos por republicanos.

Dificultar el voto a toda costa

El sistema electoral en EU se cuenta entre los más descentralizados del mundo. Cada uno de los 50 Estados decide las reglas de la votación, lo que se presta a infinidad de litigios. Varias sentencias recientes del Tribunal Supremo facilitan las maniobras de los republicanos. Aparte de aprobar el diseño a su favor de los distritos electorales [el conocido gerrymandering] que las legislaturas republicanas introdujeron sobre el censo de 2010, 10 Estados están poniendo trabas para registrarse, intentan suprimir o reducir los buzones y colegios electorales y en seis Estados el voto personal es obligatorio, salvo pruebas de ausencia o invalidez. Por otro lado, 21 Estados ya han manifestado que tendrán dificultades para el recuento de los votos por correo, teniendo en cuenta que va a doblar su número este año. También intentan dificultar el voto por correo apoderándose del propio servicio federal de correos, que no funciona sin un inmenso subsidio del gobierno federal, y que los republicanos están rechazando en el Senado. Además, el presidente ha nombrado a uno de sus más incondicionales esbirros, Louis DeJoy, director general del servicio postal de EU, quien se ha apresurado a desmontar las máquinas clasificadoras, a retirar buzones y a negar el pago de horas extraordinarias de los repartidores, con el pretexto de estar “saneando” financieramente el sistema. Esperan de esta manera que el recuento de los votos se retrase tanto que en la opinión pública prime la idea de que el ganador sea declarado la noche del 3 de noviembre. También están intentando cerrar antes de tiempo el censo demográfico que la Constitución ordena realizar cada 10 años, ahora en 2020, con el objetivo de reducir en el futuro el número de las minorías y su sospechada inclinación demócrata.

Los demócratas, por su parte, no solo insisten en la validez del voto por correo, refrendada por una larga tradición, sino que quieren asegurar las máximas facilidades para el voto. Republicanos y demócratas han interpuesto ya más de 200 demandas judiciales sobre la validez del voto por correo y sobre cinco cuestiones relacionadas: el envío gratuito o pagado de los formularios para emitir el voto por correo; la validez de los votos por correo que lleguen después del 3 de noviembre; la necesidad de que la firma del voto por correo sea confirmada por testigos; la rigidez con que se juzgue la comparación de las firmas en los formularios con la firma que obra en el censo electoral; y la posibilidad de que organizaciones de la comunidad ayuden a rellenar los formularios y llevarlos a los centros electorales. La judicatura está decidiendo en favor de los demócratas una buena parte de estos litigios, pero aunque los republicanos los pierdan los emplearán cuando aleguen fraude electoral, en caso de perder las elecciones por una escasa mayoría.

Tras esta pertinaz campaña contra el voto por correo, Trump y los republicanos han logrado que la mayor parte del electorado tema que su voto por correo sea invalidado de una manera u otra. Los rusos nunca habrían podido minar tanto la confianza de la nación en su sistema electoral.

Como si fuera poco, las elecciones de este año son las primeras que se celebran sin tener en cuenta el “decreto consensuado” que el Comité Nacional Republicano firmó con el Comité Nacional Demócrata en 1982, por el que ambos partidos se comprometían a abstenerse de toda táctica dirigida a suprimir el voto, en especial de las minorías; a no permitir que sus partidarios llevaran símbolos de autoridad en los centros electorales; y a aceptar que los tribunales federales pudieran revisar la validez de las operaciones de “seguridad” que quisieran desplegar. Este “consenso” fue declarado obsoleto e innecesario por un juez federal en 2018. En consecuencia, los republicanos ya han anunciado que contratarán a 50,000 monitores electorales en 15 Estados.

«En un clima de extrema polarización y con la libertad de portar armas en el país, las elecciones se prestan a violencia y conflictos reales»

Desde hace meses han estado insistiendo en que una victoria demócrata solo puede ocurrir mediante fraude, incitando, incluso a sus partidarios, a la violencia tanto en la vigilancia de los centros electorales como más tarde para derrotar el fraude. El 26 de septiembre el presidente animó a sus seguidores a “ser observadores de la elección cuando vayáis a votar. Observad todos los robos y los trucos y los hurtos que cometen (…) porque es la única manera en que pueden ganar”. Inútil añadir que los demócratas también se preparan para contraatacar el anunciado despliegue de monitores republicanos. Los conflictos y la violencia a que todo esto se presta son muy reales en el clima actual de extrema polarización y teniendo en cuenta la libertad de portar armas en el país.

Es más, en un último esfuerzo por revigorizar su campaña, el fiscal general ha recomendado a los fiscales federales que publiquen sus investigaciones de toda sospecha de fraude antes de las elecciones, rompiendo así con la tradición de no hacerlo con objeto de no interferir en el estado de la opinión pública. Para enturbiar aún más las aguas, Barr quiere que se publique todo el informe del fiscal John Durham sobre los fines políticos que habría podido tener el FBI para iniciar la investigación de la relación de Rusia con la campaña electoral de Trump en 2016. Para asistirle en su propósito de demostrar que se trató de una conspiración del “Estado profundo” contra Trump, el director de los servicios de inteligencia, John Ratcliffe, ha desclasificado un desordenado enjambre de miles de documentos.

El secretario de Estado, Mike Pompeo, también se apresta a desclasificar todos los correos electrónicos de Hillary Clinton. Esta fue una de las “bombas” que Trump anunció en octubre. Otra de ellas sería la retirada de tropas de Afganistán e Irak para cumplir su promesa de poner fin a las “guerras inútiles”. Pompeo ha ordenado la aceleración de las negociaciones con los talibanes y la retirada de buena parte de la embajada en Bagdad.

La sospecha y el desorden como estrategia

Con todo ello, lo que pretende el presidente es aumentar la confusión y el desorden de las elecciones hasta el punto de que queden inconclusas. El recuento de los votos, sobre todo los emitidos por correo, no permitirá conocer el resultado hasta días e incluso semanas después del 3 de noviembre. Además, el recuento estará supervisado por representantes de ambos partidos que verificarán en los centros electorales cada paso de la votación por correo: que los sobres estén cerrados y sellados; la identidad del votante; la validez de su firma y de la manera en que haya rellenado la papeleta.

En fin, las posibilidades de disputa sobre este y otros puntos de la votación son infinitas y tendrán que ser dirimidas en último término por los tribunales, lo que prolongará indefinidamente el resultado del recuento. Como ha dicho el mismo presidente en uno de sus tuits, “puede que el resultado de las elecciones del 3 de noviembre NO SE DETERMINE NUNCA CON PRECISIÓN” (las mayúsculas son de Trump).

En este caso, ordenaría la interrupción del recuento de los votos por correo para proclamar al vencedor del 3 de noviembre. Contribuirán a este resultado el esperado desorden en los colegios electorales, las denuncias de fraude electoral de los monitores republicanos y la posible destrucción o robo de los buzones electorales a manos de milicias armadas. Incluso puede exigir la colaboración de las fuerzas armadas para poner fin a la “insurrección” que puedan iniciar los “sediciosos”, con la activa actuación del departamento de Justicia. Trump podría incluso declarar un estado de emergencia que pondría fin al recuento.

Suponiendo que los comicios tengan lugar sin esas dramáticas circunstancias, el siguiente paso es el control del Colegio Electoral. Las elecciones presidenciales en EU no son directas, sino a través del Colegio Electoral: el número de electores de cada Estado es igual a la suma de sus dos senadores y sus representantes en el Congreso, que depende del censo de 2010. En la actualidad, son un total de 538 electores (100 senadores más 438 representantes); es decir, que la mayoría requerida es de 270. El artículo II 1.2 de la Constitución otorga a la legislatura de los Estados la manera en que sus electores sean elegidos. En 48 Estados y el Distrito de la Capital, el partido que gana la pluralidad del voto elige a sus electores; en Maine y Nebraska unos electores son elegidos de esta manera y otros por distritos. El problema del Colegio Electoral, igual que la composición del Senado, es que favorece a los Estados con poca población, de forma que un candidato puede ganar el voto nacional pero no ganar la mayoría de los electores. Así sucedió en las elecciones de 2000 y 2016.

«El Colegio Electoral favorece a los Estados con poca población, de modo que es posible ganar las elecciones sin una  mayoría de votos»

Según la Ley del Recuento Electoral de 1887, los centros electorales han de someter sin apelación posible su recuento final a las legislaturas de los Estados el 8 de diciembre, seis días antes de su reunión del 14 de diciembre para elegir a sus respectivas delegaciones, cuya certificación es luego supervisada y aprobada por el Congreso en una sesión conjunta del Senado y la Cámara de Representantes en la primera semana de enero (esta vez será el 6 de enero) para determinar la elección del presidente y del vicepresidente.

Ahora bien, la ley de 1887 es poco clara si el retraso en el recuento de los votos no permitiera determinar en esa fecha las delegaciones de electores de cada Estado, o si no logran consensuar su composición y presentan delegaciones rivales. Unos estiman que la legislatura de los Estados determina en ese caso cuál será la delegación de sus electores; otros aseguran que prima la composición que firme el gobernador. En último término, la cuestión tendría que ser dirimida por el Tribunal Supremo, como sucedió en el caso de Florida en las elecciones de 2000 entre Al Gore y George W. Bush

Yendo más allá, si en el Colegio Electoral ninguno de los candidatos logra los 270 votos decisivos o una mayoría de los votantes, la decisión final corresponde a la Cámara de Representantes, pero no por sus miembros sino por “delegaciones”: cada Estado goza de un único voto que emiten los bloques formados por los representantes de sus respectivos Estados y la mayoría republicana o demócrata en su seno decide ese único voto, de forma que como en la actualidad los republicanos cuentan con 26 delegaciones y los demócratas con 23, Trump resultaría reelegido con toda seguridad. Por eso el presidente no se ha recatado en declarar: “No habrá transición sino continuidad… por el Congreso o el Tribunal Supremo”.

El futuro del trumpismo

Incluso si gana el candidato demócrata, Joe Biden, el ingente movimiento popular que ha engendrado Trump continuará pesando gravemente sobre la política americana. Los sondeos indican que ha captado entre el 30% y el 40% de la nación. Conviene considerar su composición, sus causas y sus efectos.

Los partidarios de Trump no son miembros de un partido sino de un auténtico culto. Sus convicciones están más allá de toda argumentación o raciocinio: los hechos no alteran sus creencias, sino que los denuncian como “falsos” cuando no coinciden con lo que quieren creer. Repitiendo a diario sus falsedades desde su elección en 2016 –y bien secundado por medios de comunicación afines– Trump ha conseguido, como recomendaba Joseph ­Goebbels, que todo cuanto dice se convierta poco a poco en la verdad: ha restaurado la economía (sin querer reconocer lo que se debe a su antecesor); ha creado multitud de puestos de trabajo (a pesar de que el paro es mayor ahora que cuando terminó la presidencia de Barack Obama); va a garantizar un seguro médico sin condiciones previas (aunque ha intentado y sigue intentando abolir la Ley de Seguro Médico Asequible, Obamacare, sin un plan que la sustituya); ha parado los pies a China y a otros países que se han aprovechado de la economía americana (nadie tiene en cuenta que la guerra arancelaria ha causado un daño irreparable a la economía internacional y ha obligado a verter 28,000 millones de dólares para compensar a los agricultores norteamericanos de las pérdidas sufridas ); ha puesto fin a las guerras “inútiles” (nadie se acuerda de los kurdos de Siria ni de la confusión que reina en Afganistán e Irak); ha disminuido los impuestos (aunque el 87% de esas reducciones hayan ido a parar al 1% más pudiente de la nación); está abriendo los parques nacionales a mineros, ganaderos y madereros (no cree en el cambio climático y menos aún en que se deba a actividades humanas); ha detenido la inmigración, erigido el muro y deportado a miles de inmigrantes ilegales; y, en fin, con una cascada de vídeos trucados, Trump demuestra que está restaurando el orden en la ciudades, en contra del terrorismo de izquierdas, apoyando a la policía en su derecho de actuar en defensa de la ley.

«Hoy se da más crédito a las teorías de la conspiración que al gobierno y las instituciones del Estado»

¿Cómo es posible que sus partidarios se entreguen a este desenfrenado culto de la personalidad y que no sepan contrastar lo real con lo falso?

La explicación está en varios factores que han engendrado este movimiento social. Primero, el descrédito de las instituciones políticas, tanto del ejecutivo como del legislativo, que ha ido creciendo desde hace décadas. El Watergate de Richard Nixon, el “incidente del golfo de Tonkín” y el escándalo de los “papeles de la guerra de Vietnam” sembraron en EU la mayor desconfianza respecto al gobierno y las instituciones del Estado. Hoy se da más crédito a las teorías conspiratorias. Otros dos elementos se añaden a esta desconfianza: la reacción contra los programas estatales de los demócratas y la reacción de los blancos contra los “derechos civiles” y la “acción afirmativa” de los negros, así como el crecimiento de la inmigración hispana.

La “progresía” de los demócratas siempre ha chocado con el inveterado individualismo de los americanos. Es algo que en Europa no se comprende bien. Prima en la mente de los americanos la idea de que el individuo es el único responsable de su persona, sus bienes, su salud y su vejez. Es la razón por la que la riqueza de unos no ofende a los pobres: ambos son responsables de su estado. La autonomía federal de los Estados y del régimen local, tan diferente del europeo e incluso del británico, multiplican esta manera de sentir la política. Los republicanos han sabido explotar este estado mental: se opusieron a las reformas de los monopolios de Theodore Roosevelt a principios del siglo XX de la misma manera que se opusieron al New Deal de Franklin D. Roosevelt después del crac del 29. La población los apoyó cuando se sintieron víctimas de las crisis de esos años, pero luego volvió a repuntar su encono contra el “socialismo”; es decir, los programas estatales que preconizan los “liberales”. El temor a los “bolcheviques” a principios del siglo XX y luego contra la Unión Soviética y los largos años de guerra fría han calado en la opinión pública. Basta invocar el calificativo de “socialista” para hundir a cualquier “liberal”.

El individualismo de la sociedad americana se manifiesta también en su característica rebeldía contra la autoridad. La población insiste en no obedecer más que a su propio criterio. Es cierto incluso en el terreno religioso: los americanos rezan en unas 2,000 denominaciones diferentes. Los demócratas han intentado, desde Franklin Roosevelt y Harry Truman, introducir programas nacionales que aproximen el país al reformismo social de su ideología. Lo han logrado cuando se han esforzado en conseguir un consenso nacional sobre estos programas, como hizo Lyndon B. Johnson con los derechos civiles y la Seguridad Social, pero cuando se han separado de esta vía han sufrido las consecuencias: el entusiasmo de sus convicciones les ha inducido a separarse más y más hacia la izquierda, sin amedrentarse por que no les siguiese el resto del país. Enquistados en su progresismo social, despiertan así la fuerte reacción de los conservadores, indignados por el “desprecio” de sus convicciones y más aún cuando los tildan de “deplorables”.

Ahora bien, en su afán por conquistar el poder y defender sus intereses, los republicanos han aprovechado esa progresiva alienación de buena parte del país para agitar el conservadurismo social (los “valores”) en un creciente movimiento de rebelión de las masas: primero Ronald Reagan con su conocido “el problema es el gobierno”, luego el mismo Bill Clinton en su afán por “triangular” a los republicanos, con su “ha terminado la era de los grandes gobiernos”; y, sobre todo, desde que Newt Gingrich les enseñó a partir de 1994 cómo guerrear por cualquier medio sin decencia alguna. Los republicanos han agitado encantados este agua que corría hacia sus molinos sin comprender que estaban alimentando un tigre que destruiría el partido, y que ha crecido poco a poco con el Partido del Té y Sarah Palin, culminando victoriosamente en Trump.

Polarización frente a consenso

Como resultado de esta extrema polarización, las legislaturas federal y estatal no han querido ni podido resolver los múltiples problemas que presenta el “liberalismo” de los demócratas en los grandes centros metropolitanos de las costas Este y Oeste, frente al terco conservadurismo de las vastas zonas rurales y de pequeñas ciudades y pueblos de todo el Medio Oeste y el Sur. En vez de encontrar consensos legislativos que permitan satisfacer a ambos polos, aunque sea de forma resignada, han reenviado a los tribunales problemas tan acuciantes como el aborto, la orientación sexual, la separación de Estado e Iglesia, la enseñanza, la Seguridad Social y el mismo sistema electoral. Sus sentencias no pueden sustituir la legitimidad de una legislación consensuada. Además, los argumentos en favor y en contra repetidos durante la lentitud de los procedimientos judiciales han intensificado aún más la polarización en torno a esos problemas. De esta manera, la politización de la judicatura, especialmente del Tribunal Supremo, es ahora el punto álgido de la lucha entre ambos movimientos y sus partidos.

El componente racial de este movimiento de rebelión es difícil de comprender y de explicar, pero es una realidad insoslayable. El mismo presidente Johnson reconocía que las leyes de derechos civiles de la década de 1960 le hicieron perder al Partido Demócrata su tradicional –aunque paradójico– apoyo en el Sur. Desde entonces, ese bastión demócrata se ha pasado a los republicanos, que no pierden ocasión de agitar el señuelo de la supremacía de los blancos. La propia elección de Obama, celebrada como un triunfo del movimiento de igualdad racial, ha vigorizado los resentimientos de los racistas. A ello se ha unido la aversión contra los inmigrantes, en concreto hispanos, cuando el español se ha convertido ya en segunda lengua en gran parte del país. Al ir perdiendo su mayoría, los blancos temen perder también sus costumbres y valores, predominantemente noreuropeos. En una palabra, temen perder todo lo que constituye su identidad.

Tampoco hay que olvidar la influencia del evangelismo al que se adhiere la tercera parte del país. En Europa no comprendemos la religiosidad de los americanos. Además de ser el origen histórico de la conciencia americana, las iglesias en EU son auténticas instituciones sociales, como ya señalara Alexis de Tocqueville. En torno a las iglesias se centra buena parte de su vida social. El mundo del Medio Oeste y el Sur, además de buena parte del entorno suburbano, se rebela contra el escandaloso ateísmo y el peligroso progresismo social de los centros metropolitanos, tanto de ambas costas como de sus mismas regiones.

El cristianismo de los evangelistas se centra en el Apocalipsis, en la seguridad del segundo advenimiento y en la lucha contra el anticristo. Apoyan con devota intensidad a la judicatura conservadora que, por fallo de las legislaturas, va a restaurar el cristianismo. También apoyan a Israel, que en el libro de las Revelaciones es el preludio necesario del advenimiento. Trump y el vicepresidente, Mike Pence, un declarado “renacido” del evangelismo, garantizan sus premisas.

Por último, la globalización y la automatización del trabajo han ido eliminando las industrias en torno a las que vivía gran parte de las pequeñas ciudades y pueblos del Medio Oeste y del Sur. Los salarios en general han perdido poder adquisitivo y la pobreza que esto ha generado en las masas de esas regiones contrasta con la opulenta riqueza del capitalismo desbordado de las metrópolis. El rescate multibillonario del sistema financiero ha salvado la economía de una crisis semejante a la de 1930, pero no ha evitado que esas masas hayan perdido la prosperidad a la que estaban acostumbradas. A estos ciudadanos les entusiasma que Trump aparente repatriar las industrias que han escapado a México, China y otros países. Sin comprender las razones ni las soluciones de la crisis socioeconómica, se identifican jubilosamente con las furiosas andanadas de Trump contra el Estado, sus instituciones y la prensa; en fin, contra el establishment, y creen ver en él a su salvador.

a desintermediación

De todas maneras, la revolución de las telecomunicaciones ha sido un determinante esencial de la situación actual. Hace años la misión tradicional de la prensa y sus sensacionales investigaciones eran suficientes para destacar la realidad y condenar las falsedades. Hoy día, la gran mayoría de la nación ha dejado de leer los periódicos y depende casi totalmente de lo que ven en las pantallas de televisión y en las de sus teléfonos inteligentes. Estos medios carecen del factor crítico de la prensa; no son más que plataformas comunicativas que proyectan todo cuanto reciben, sea falso o no. Son el caldo de cultivo de las teorías conspiratorias que inspiran la paranoia de las “noticias falsas” y los “enemigos del pueblo” que popularizan Trump y sus secuaces.

Nadie se habría atrevido antes a atacar a la prensa de esta manera; la opinión pública no lo habría consentido y la prensa misma habría reaccionado contra tal difamación. Ahora es al contrario: en su tradicional intento de objetividad, la prensa lo repite, y propala así la misma idea de la falsedad de sus noticias. Sobre esta base han surgido las cadenas de televisión, como Fox, Breitbart e Infowars, y los formidables comentaristas de la radio que transmiten una intimidad con la realidad del poder, que les permite denunciar las “noticias falsas” y dar la verdad a sus ingenuos pero ávidos suscriptores.

Todo cuanto está sucediendo inspira una profunda desesperanza. Acongoja ver cómo en estas elecciones se ventila nada menos que la propia identidad de EU, y cómo Trump y la masa de sus seguidores y colaboradores están destruyendo la gran tradición constitucionalista y democrática del país; nada menos que su “excepcionalismo” y el modelo que ha influido e inspirado a tantos en el mundo entero. Sin embargo, la fuerza moral de la nación es tan grande, y su tradición tiene ­raíces sociales tan profundas, que pese a todas sus lacras, probablemente sabrá sobreponerse a esta horrible etapa de su historia. Lo que desde luego ha perdido de forma irremisible es la influencia decisiva que ejercía en la política internacional.



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